sábado. 20.04.2024
Brexit

Finalizamos la tercera y última entrega del discurso nacionalista en esta serie de reflexiones en torno al discurso dogmático. En este artículo tratamos brevemente el fenómeno nacionalista después de la II Gran Guerra

Como bien sabemos, cada nacionalismo tiene sus propias características y no todos los que pretenden independizarse del Estado al que jurídica y políticamente pertenecen pueden justificar esa pretensión con criterios históricos plausibles. Ya indicamos cómo el historiador John H. Elliott lo expone de manera rigurosa y documentada en su estudio comparado entre Cataluña y Escocia para demostrar que ambos territorios carecen de fundamentos en su objetivo independentista. Bien es cierto que el Estado español nunca ha sido capaz de unificar las diferentes sensibilidades nacionales que lo conforman, en especial, la catalana y la vasca. Los Habsburgo no supieron desempeñar la función unificadora de los Borbones en Francia, ni tampoco lo han conseguido éstos durante sus más de tres siglos en España hasta el día de hoy.

Tras la II Guerra Mundial y en el transcurso de la Guerra Fría se creyó que, frente al nacionalismo, la mejor solución para los principales problemas era la internacionalización, más tarde llamada globalización. Así lo pensó la mayoría de países europeos involucrados en la guerra tras la dramática experiencia del nazismo, y lo cierto es que dio sus frutos, aunque sólo fuera en los estados que abrazaron las doctrinas liberales del capitalismo. De resultas de esas políticas, los países que conformaron la entonces Comunidad Económica Europea, como la República Federal de Alemania, Francia, Italia, Reino Unido, los países escandinavos miembros o los Países Bajos, además de Estados Unidos, Japón y otros países del mundo capitalista, vivieron unas décadas doradas de prosperidad económica y consolidación de sus sistemas democráticos, fueran socialdemócratas o conservadores.

Lo que hoy es la Unión Europea consolidó una suerte de unidad internacional basada en los derechos humanos, el desarrollo económico bajo la fórmula de los llamados Estados de derecho, y la democracia; con sus luces y sus sombras, desde luego. Entre éstas, una desigualdad económica y social nunca superada hasta la fecha, producto del modelo económico capitalista dominante en todos esos países, al que la socialdemocracia no ha sabido, no ha podido o no ha querido hacer frente; una explotación laboral que llevó a los trabajadores, gracias a libertades y derechos conseguidos en sus luchas históricas, a organizarse en sindicatos de clase y emprender reivindicaciones en muchos casos exitosas, bien contra el paro, bien por empleos de mejor calidad y salarios dignos, y otras; la ausencia de llamados derechos subjetivos para una parte no pequeña de ciudadanos de estos países, como la igualdad de la mujer o el derecho a vivienda o a pensiones dignas, etc. Entre las luces de la sociedad emergida tras la derrota del nazismo, una clase media acomodada muy extendida, un régimen de libertades individuales y sociales del que carece la mayoría de países fuera del entorno capitalista occidental, un amplio desarrollo de la sanidad y la educación públicas, las políticas sociales o las universidades y la investigación científica. Todo ello ha hecho de países como Estados Unidos, Alemania, Francia o Japón, Estados que han destinado, y siguen haciéndolo, un importante porcentaje de su PIB en esos y otros ámbitos.

Vuelven los nacionalismos excluyentes y dogmáticos a esta Europa desarrollada, y el ejemplo más claro lo tenemos en el Brexit

Hoy día, por diversas razones, vuelven los nacionalismos excluyentes y dogmáticos a esta Europa desarrollada, y el ejemplo más claro lo tenemos en el Brexit. Pero también en países como Hungría o Polonia, donde el llamado euroescepticismo se ha extendido como la pólvora, justamente por mor de la exaltación ultranacionalista en perjuicio de la idea global de una Europa unida. Por no hablar del crecimiento y expansión de grupos ultranacionalistas de extrema derecha, xenófobos y racistas, cuyo éxito electoral en países como el nuestro, Italia, Austria o Alemania, es alarmante.

Cabe preguntarnos entonces qué respuestas o soluciones pueden dar los nacionalismos excluyentes y supremacistas a preguntas esenciales del momento actual: ante el cambio climático, ante los fenómenos migratorios en crecimiento, ante el desempleo o el empleo precario, ante las desigualdades, ante la violencia contra las mujeres, ante pandemias como la actual, la disrupción tecnológica con avances prácticamente incontrolados en energía nuclear, ingeniería genética, digitalización, robótica… No parece que la confección de innumerables banderas, himnos y odas patrióticas, el ensalzamiento del espíritu del pueblo o Volkgeist, propio, como vimos, del nacionalismo romántico, el sentirse superior al resto de los mortales, el rechazo a todo quien y cuanto es diferente a su idea de nación suprema, la aporofobia... nada de esto vaya a dar respuesta a ninguno de los grandes problemas, conflictos e incógnitas que se nos presenta al conjunto de la humanidad y que sin duda van a persistir en el futuro.

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El discurso nacionalista tras la II Guerra Mundial