jueves. 25.04.2024
Asamblea general de las Naciones Unidas

La decisión del Gobierno sobre el Sahara Occidental es un inmenso error que se puede inscribir dentro del caos que actualmente domina la escena internacional. Con una frivolidad rayana en la monstruosidad, muchos políticos, analistas y tertulianos -incluido el Presidente de los Estados Unidos de América- han considerado una eventual guerra mundial como una posibilidad no descartable sin que apenas se hayan alzado voces significadas ni hayamos sido capaces de tomar las calles para mostrar nuestra más absoluta repulsa. El efecto anestésico de la crisis económica de 2008, la pandemia y la actual guerra de Ucrania con sus derivadas imprevisibles parece que nos están convirtiendo en ciudadanos amorfos, líquidos -como decía Bauman- y resignados. 

Indignado por la utilización que se había hecho de sus investigaciones para fabricar la primera bomba atómica, Einstein afirmó, tras comprobar los efectos devastadores de los dos artilugios explotados por Estados Unidos en Japón, que si había otra guerra global sería a pedradas porque no quedaría nada sobre la faz de la Tierra. La ligereza con la que se habla de esa opción descabellada, no hace más que indicarnos que no estamos en buenas manos, que quienes nos dirigen han perdido el norte y estiman que la destrucción completa del planeta puede estar en un momento dado sobre la mesa. La retransmisión en directo de los crímenes que se cometen en Ucrania, su constancia e insistencia y la parcialidad de las informaciones están creando un clima que revive, sino supera, los años más duros de la guerra fría. En estas circunstancias de la guerra fría a la guerra caliente sólo puede haber un paso, el que provoca un error o el que parte de las cuentas de resultado que llevan años haciéndose tal como se han hecho toda la vida: La guerra es un negocio, pero hay que ver hasta qué punto es más rentable que la paz americana en la que vivimos algunos desde el final de la II Guerra Mundial, una paz que ha costado millones de muertos en todo el mundo pero que dejó fuera de los conflictos a Europa y a Estados Unidos, país que nunca ha tenido un conflicto bélico en su interior desde la guerra civil o desde la última matanza de nativos, aunque éstos no cuentan.

La bandera del nuevo mundo se llama desigualdad, dictadura de los mercados y de los grandes mercaderes que mueven valor y precio a su antojo

Cuando se habla de guerra, cuando hay una guerra -la hubo antes en Yugoslavia con toda la saña y apenas tuvo repercusiones económicas-, cuando se habla de buenos y de malos, que es lo que se está haciendo a todas horas, todos los días, se está invitando a los gobiernos y a los países a situarse, a afirmar sin ningún género de dudas con quién están ahora y con quién estarían en caso de que la cosa fuese a más. Argelia no pinta nada en este contexto, tiene gas y mucha pobreza. Marruecos, tampoco, pero es el aliado más firme de Estados Unidos en la zona desde que, llegada la democracia a nuestro país, el amigo americano decidió cambiar de “socio” e instalar el Sexto Mando Militar -el Africom- en Marruecos, país tan servil como la España de Franco para cualquier cosa que el Tío Sam guste mandar. Es un hecho evidente, sólo hay que repasar los libros, el país más poderoso de la Tierra no quiere democracias para instalar sus bases, le parecen mucho más idóneas las dictaduras, de ahí la elección de Marruecos, un Estado autoritario, ajeno a los derechos humanos en el que el primo de nuestro rey manda a voluntad y posee más de un tercio de la riqueza total.

España tampoco tiene un gran peso específico en la escena internacional, tan sólo el que corresponde a su PIB y el que han querido darle las potencias anglosajonas desde 1945, primero Reino Unido, después Estados Unidos. La relación con Estados Unidos no es buena desde la guerra de Irak, cuando Bush, Aznar y Blair decidieron destruir Irak y matar a miles y miles de personas inocentes. La retirada de las tropas españolas del escenario bélico, vino a confirmar a los estrategas de la Casa Blanca que España no era un país de fiar, al menos mucho menos fiable que cuando teníamos dictadura. Desde entonces, las relaciones son correctas, pero ya nadie ha vuelto a poner las patas sobre la mesa del tresillo de la residencia presidencial en Washington. En esa tesitura y poniéndose en lo peor, el Gobierno de Pedro Sánchez, a instancias de un relamido y torpe ministro de Exteriores, ha hecho un gesto inequívoco a Estados Unidos: Nosotros estamos con Marruecos y al estar con esa monarquía feudal, estamos con lo afirmado por el penúltimo Presidente de Estados Unidos Donald Trump, afirmación no desmentida en ningún momento por Biden, es decir, que reconocemos la soberanía de Marruecos sobre el Sahara Occidental como gesto indiscutible de posicionamiento a favor de Estados Unidos y sus muchísimos intereses económicos, estratégicos y militares en la zona, dando a entender, también de forma inequívoca, que en caso de conflicto mundial España estará en el lado correcto de la Historia. De ese modo, España expresa adhesión inquebrantable a la OTAN -que es lo mismo que decir Estados Unidos- incluso a costa de sus intereses y obligaciones actuales: El gas de Argelia y la defensa de los derechos del pueblo saharaui. 

En el nuevo orden mundial que se está construyendo -como siempre a base de destrucción- está claro que han decidido que Naciones Unidas no pinta nada, un organismo devaluado por la capacidad de veto de las grandes potencias. Ahora toca construir un nuevo foro global que serán dos: El de los países occidentales en declive y el de los países asiáticos en ascenso imparable. España ha elegido su lugar esperando ser recompensada con la disminución de la presión migratoria africana, garantías de pesca, alguna base militar más o suministros americanos. Sin embargo, nada de eso está garantizado y el precio a pagar es muy alto, implica participar abiertamente en los conflictos armados que puedan venir y abandonar a su suerte a quienes se les arrebató su tierra y su casa por la fuerza y contra todas las resoluciones de los organismos internacionales. 

El mundo global se mueve en el caos generado por la hegemonía yanqui y su temor a perderla y es la evitable guerra de Ucrania la que está abriendo todas las costuras. La bandera del nuevo mundo se llama desigualdad, dictadura de los mercados y de los grandes mercaderes que mueven valor y precio a su antojo. No existe ninguna razón para que el petróleo y la luz tengan el precio que tienen porque no hay escasez, ni hay ninguna justificación para que los países de Europa consientan un atropello de tal envergadura a cargo de los especuladores y las grandes corporaciones. La inacción de Europa es sinónimo de rendición ante los poderes supraestatales y la decisión temeraria de España de mostrar su apoyo a Estados Unidos sacrificando a los saharauis una decisión tan injusta como incierta. No habría estado mal que ante la situación que vivimos, España hubiese usado esa temeridad para intervenir con decisión los beneficios especulativos de eléctricas y petroleras anticipándose a cualquier resolución de la Unión Europea. 

La desgobernanza mundial