sábado. 27.04.2024
acnur
Foto: Acnur

Podría describir un mero paisaje y soltar el bolígrafo con la misma levedad que lo tomé. Podría contaros una historia insulsa adornada con adjetivos, o retratar a un niño pobre que ni siquiera conocí. Podría cometer mil despropósitos, pero ya hay mediocres que se encargan de ello. Me encuentro en el lugar más árido del mundo, a medio camino entre Marruecos y la nada. Algunos conocidos que tratan de entender el motivo preguntan: “¿Y ahí qué hay?” Pues, en efecto, nada. Ni distracciones ni turistas; solo mis asuntos y yo.

Desde que he llegado, suelo pasar noches conversando con nativos, tratando de resolver la crisis cultural que me ha provocado este sitio. Pero durante el día, cuando el sol resbala por el Atlántico y las dunas acogen a los camellos, soy el viajero más despreocupado del país. Dada mi condición de europeo, lo que menos entiendo hasta la fecha es que los autóctonos puedan considerarse creyentes. Siglos de hambrunas, climas extremos, guerras internas, aislamiento global y fauna peligrosa. Llamadme acomodado, pero sus dioses están ciegos o están locos. ¿No es acaso África la imagen de un castigo divino? ¿Una cura de humildad para un mundo avaro? 

Sea lo que fuere, creo que más de un occidental cambiaría su estatus por unos meses aquí. Os parecerá impensable, pero si hubierais tenido en frente estos surcos dorados, estas montañas de polvo hasta donde alcanza la vista. Si hubierais encontrado cataratas y pozas cristalinas entre las montañas del Atlas. Si hubierais visto la extensión de los páramos ocupados por animales exóticos, amigos, solo entonces, compartiríais mi opinión.

Las gentes son de lo más extrovertido. Dos mujeres ayer mismo entablaban charla conmigo a causa de mis tatuajes, que aquí son una profanación extraña del cuerpo. Contaban historias sobre las grandes ciudades del norte, gobernadas por un Rey de buena fama y plagadas de mezquitas árabes. Decían que, en comparación con el resto del continente, estos núcleos eran multiculturales y caóticos, algo así como capitales informales. 

No les faltaba razón. Pasé unos días en Marrakech, casa de creyentes y ateos, nativos y foráneos, mercaderes y ladrones. Bien podrían ser óleos algunas de sus calles, disueltas entre arena o perfiladas por juncos que emergen de la nada. Cuando la ciudad se apagaba, solía permanecer en la azotea de mi riad, con ginebra en una mano y un cuaderno en la otra, escribiendo fragmentos de lo que ahora estáis leyendo.

El norte resultó un paseo, pero la África profunda es tan cruda que da vértigo. Imaginad que vuestro hijo está esclavizado en una mina de Sierra Leona, vuestro hermano murió de hambre el año pasado y a vuestra mujer la han mutilado. Y aun así, seguís creyendo que Dios es bueno, que todo pasa por algo. Son humanos diferentes, en serio: su lógica vital, su ecosistema, su concepción de la muerte. Podrían comerse Europa con la mitad de recursos que nosotros, por eso nadie se esfuerza en sacarles de ahí. En definitiva, no soy nadie para soltar moralejas, pero si os quedáis con algo que sea eso mismo: África sigue donde está por conveniencia.

Desde el Sáhara