¿Dónde están las democracias y sus demócratas?
Colombia está pasando por uno de los momentos más vergonzantes de su historia reciente y no hay una reacción internacional denunciándolo con contundencia. ¿Dónde están las Naciones Unidas? Apenas algunas declaraciones tibias y tardías.
¡Ay, si fueran Cuba o Venezuela!
El país del sagrado corazón está asesinando y desapareciendo el cuerpo y el alma de su valor más importante: la juventud. Una juventud educada pero ignorada, una juventud pacífica pero violentada, una juventud crítica pero criticada. Para el Gobierno colombiano solamente son una panda de vándalos.
Según datos de la ONG Temblores durante estos días de movilizaciones que iniciaron el 28 de abril, y hasta el 4 de mayo, se han producido 1.443 casos de violencia policial, 31 asesinatos, 814 detenciones arbitrarias de manifestantes, 216 víctimas de violencia física y 10 de violencia sexual por parte de la fuerza pública. A eso habría que sumar las personas desaparecidas. Son cifras que alarmarían a cualquiera si los hechos fueran de cualquier “dictadura” o república bananera.
Lo que está pasando en Colombia no es nuevo. En una tierra hermosa llena de buena gente, se ha instaurado una falsa democracia desde hace doscientos años que mantiene los privilegios de unos pocos y excluye a los muchos; se vive una guerra encubierta camuflada bajo el eufemismo de “conflicto armado”, y se sufre el asesinato sistemático de líderes y lideresas, sociales, políticas, sindicales, campesinas… Si hay un país inequitativo e injusto, y violento contra los suyos, ese es Colombia.
La nación que siempre mira al norte, al gran hermano, y sigue políticas neoliberales en lo económico y neofascistas en lo social y político. No es que nunca haya mirado al sur, al este o al oeste, es que nunca ha mirado hacia dentro; nunca se ha preocupado por los suyos, por los campesinos, por los indígenas, por los afrodescendientes, por los criollos… por sus mayores, por sus mujeres ni por sus jóvenes.
Solamente explotar y vender sus recursos para beneficio de las élites, solamente firmar tratados de libre comercio que empobrecen al país y a sus gentes, solamente gastar en armamento y olvidar la educación, la salud y la justicia. Pero la culpa es del castrochavismo, de las guerrillas, de las izquierdas en general que “quieren acabar con el país”. No, no y mil veces no. Me duele Colombia y me duele la indiferencia.
La desigualdad, la inequidad, la injusticia social no se arreglan mirando para otro lado y militarizando las calles del país. No se arreglan con violencia, y menos si es la del Estado y sus brazos armados. La gente ha dicho ¡basta ya! Basta ya de violencia estructural, basta de falta de oportunidades, basta de exigir esfuerzos a la ciudadanía mientras los ricos mantienen sus privilegios, basta de gastar la plata en armamento y en glifosato mientras la población tiene que sobrevivir de la economía informal y el rebusque, basta de señalar a las víctimas y disculpar a los victimarios, ¡basta ya de tanta vergüenza nacional!
Hoy la bandera tricolor colombiana está cabeza abajo: tiene menos amarillo, menos azul y mucho más rojo por la sangre derramada. Y no confundan, ni dentro ni fuera del país, el perdón con el olvido. Colombia necesita un cambio profundo adentro y también un cambio radical en la mirada de los de afuera. Hoy por hoy no es una democracia, aunque haya elecciones periódicas; no es una sociedad abierta y diversa porque se mata por ser distinto y por pensar diferente. No lo olviden cuando tengan que votar. Me duele Colombia.
Ahora, si quieren ser demócratas, firmen por un cambio y denuncien, en los medios, en las calles, en las aulas, en las empresas, en los parques, en el transporte público, en sus casas… denuncien que en Colombia los están matando y no pasa nada.
¡Vergüenza!