miércoles. 24.04.2024
La pésima gestión de la pandemia de coronavirus por parte de Bolsonaro ha sumido al Brasil en una crisis en la que los militares han ganado protagonismo.

La llegada de la pandemia de coronavirus a Brasil ha sacudido el tablero político en todo el territorio. Con una población estimada de casi 212 millones de personas, profundas distancias de desarrollo entre regiones y áreas de residencia, y socioeconómicas entre clases sociales, incluso una gestión responsable del virus tendría difícil la tarea de conseguir bajar el impacto negativo de sus consecuencias.

Pero al gigante suramericano lo gobierna, al menos formalmente, un presidente que, desde el día cero del arribo de la pandemia, se ha dedicado a minimizarla sistemáticamente. Ello ha conducido a la generación de tensiones del Ejecutivo con gobiernos locales y regionales -algunas inesperadas, como con el otrora aliado de Bolsonaro, Joao Doria, gobernador de Sao Paulo- y con los otros dos poderes del Estado. Es decir, el combate al virus también incluye la neutralización de las acciones de un presidente que promueve deliberadamente no tomar medida alguna de protección individual y colectiva, y deja los resultados de la tragedia a la “vontade de deus”.

Breve radiografía de la pandemia

En el último reporte del Ministerio de Salud, de la noche del sábado 4 de abril, Brasil superó la marca de 10 mil infectados y ya cuenta con 432 muertos por la enfermedad. 24 horas antes se habían registrado 1.222 casos nuevos de contagio y 73 muertes. La tasa actual de mortalidad es del 4,2%[1].  La propagación del virus se acelera en ciudades medianas y pequeñas del país, y ya alcanza a 397 municipios, además de las capitales y regiones metropolitanas.

En cuanto a las proyecciones, según el Núcleo de Operaçoes e Inteligencia em Saúde (Nois), para el 20 de abril el número de infectados debería rondar los 41 mil. En un escenario pesimista, la evolución podría ser peor que la de Italia y España y alcanzar, para esa fecha, la cifra de 60 mil casos. Y en el caso de que las medidas de protección se abandonen o disminuyan lo suficiente, se estima que la cifra podría llegar a 267 mil casos. El estado de Sao Paulo es el que reúne la mayor proporción de personas afectadas (44% del total)[2].

El accionar de Bolsonaro frente a la pandemia fue todo lo contrario a lo que se recomendó desde la OMS y desde la experiencia de los países asiáticos y europeos que vienen lidiando con ella desde hace meses: llamó reiteradamente a la vida normal, aduciendo que las alertas eran sólo producto de la “histeria”. Apeló a una pretendida inmunidad basada en la identidad del pueblo –“si los brasileños pueden nadar en alcantarillas y no les pasa nada, podrán sobrevivir a este resfriado miserable”-, a la virilidad –“al virus hay que enfrentarlo como un maldito hombre, no como un niño”- y, como no podía faltar en sus discursos, a “la gracia de dios”. También afirmó que si no producía y consumía normalmente, la gente moriría antes de hambre que por el virus. Y, como ya es costumbre, inundó de información falsa sus redes sociales –cuestión que le valió, luego, que fueran censuradas por Twitter, Instagram y Facebook-.

Los primeros en reaccionar a semejante despropósito fueron quienes están al mando de los gobiernos estatales y locales, inicialmente los del nordeste brasileño que desde hace meses han conformado una especie de consorcio regional para discutir y aplicar políticas comunes de desarrollo social y económico. Ellos, incluso, han pedido ayuda a la Embajada de China en el país sin pedir autorización al Ejecutivo. Pero también se han alejado exaliados como el mencionado Doria, el ultrarreaccionario gobernador de Río de Janeiro, Wilson Witzel, Carlos Moises (gobernador de Santa Catarina) y Ronaldo Caiado (gobernador de Goias). A ellos se fueron sumando los alcaldes y, de a poco, el propio Ministro de Salud, el Congreso y el Supremo Tribunal Federal -estos dos últimos, blanco de una manifestación masiva de protestas promovida por el titular del Ejecutivo a mediados de marzo-.

Frente al contexto, no sólo las oposiciones partidarias fueron costurando una unidad que hace bastante no se veía: un manifiesto pidiendo la renuncia de Bolsonaro juntó a los presidentes del PT, PDT, PSB, PC do B, PSOL y PCB, con el acompañamiento de los principales liderazgos y últimos candidatos presidenciales –Fernando Haddad, Ciro Gomes, Guilherme Boulos y  Flavio Dino, entre otros/as. También se fueron aglutinando espacios científicos y universitarios (que en el caso brasileño son importantes, por ejemplo, como para poder readecuar determinada estructura industrial a la producción de insumos y materiales sanitarios) e intelectuales y personalidades de la cultura en general. Todos abogando por la priorización de la defensa de la salud – y, para el caso, la red pública de salud– por encima de las estrambóticas teorías de Bolsonaro sobre el coronavirus.

Así, el escenario político quedó dividido en dos. Por un lado, Bolsonaro y su grupo cada vez más pequeño de seguidores, quizás tan sólo los principales líderes religiosos evangélicos –hasta los representantes camioneros lo dejaron sin apoyo-; ni militares, ni medios de comunicación, ni la comunidad internacional. Del otro lado, casi todo el país: gobernadores, principales empresarios, el mismo ministro de Salud, los generales del gabinete, todos, observando la escena con preocupación y reivindicando la necesidad de articular las respuestas de forma organizada, dando relevancia a la cuarentena y al Sistema Unico de Salud, esa inmensa red pública con capilaridad territorial consagrada en la Constitución de 1988 que, según los especialistas en la materia, es uno de los pilares sobre los que debe estructurarse la capacidad de respuesta del país a la pandemia.

En este contexto la Cámara de los Diputados, a contramano de lo indicado por Bolsonaro y en un acuerdo inusitado, aprobó el 4 de abril un “presupuesto de guerra” que separa el gasto vinculado al combate al coronavirus de las cuentas principales del Gobierno hasta el 31 de diciembre; dicho presupuesto debe ser aprobado en el Senado esta semana. El Legislativo ya antes había aprobado un auxilio de 600 reales (117 dólares) mensuales para trabajadores informales y firmado mayoritariamente un manifiesto respaldando las medidas dispuestas por el ministro de Salud, Luiz Henrique Mandetta. Semanas atrás, Rodrigo Maia y Davi Alcolumbre, presidentes de Diputados y del Senado, respectivamente, habían criticado duramente la falta de acción del presidente.

El Supremo Tribunal Federal también ha emitido señales sobre su oposición a la gestión de la crisis sanitaria por parte de Bolsonaro: (i) José Días Toffoli llamó a cumplir las medidas propuestas por la OMS; (ii) Alexandre de Moraes dio 24 horas a Bolsonaro para que informe sobre las medidas adoptadas; (iii) Luis Barroso afirmó que “No se trata de una cuestión ideológica. Se trata de una cuestión técnica. Y el Supremo Tribunal Federal tiene el deber constitucional de tutelar los derechos fundamentales a la vida, a la salud y a la información de todos los brasileños” y; (iv) el magistrado Marco Aurélio Mello remitió a la Fiscalía para su evaluación un pedido para apartar de su cargo al presidente por 180 días por haber puesto al país en riesgo.

La cuarentena de Bolsonaro y el nuevo Gobierno

La petición cursada por Mello, en la práctica, parece ya ser una realidad. El declive en la autoridad de Bolsonaro, a partir de las confrontaciones mencionadas, se ha cristalizado en un incremento del poder de decisión y gestión de su ministro de la Casa Civil, el general Walter Braga Netto, exjefe del Estado Mayor hasta su entrada al gabinete. Braga Netto, con el respaldo del vicepresidente, el general Hamilton Mourao, y las caras visibles de la corporación militar brasileña, han cerrado filas con el ministro de Salud para comandar las acciones de combate a la pandemia. En la última encuesta conocida, realizada entre los días 1 y 3 de abril en todo el país, mientras la evaluación del Ministerio de Salud tiene un 76% de aprobación (buena y muy buena), Bolsonaro tiene 33% (tenía 35% hacia el 20 de marzo)[3].

Pero no sólo es una cuestión de salud pública. Toda debacle económica que sucede a este tipo de flagelos afecta, en mayor o menor medida, también a los grandes consorcios financieros y exportadores, entre otros. Aun con la simpatía que éstos le tienen a Bolsonaro, tal agrado no es suficiente como para permitir que su inacción interfiera con sus ganancias. El nuevo “comité de crisis”, conducido con mano de hierro, es en estos momentos una mejor opción para el establishment: asegura medidas para minimizar pérdidas y ofrece garantías de control social en caso de que se produzcan situaciones caóticas, como saqueos.

Nada indica que esto se trate -por ahora- de un “golpe”. El Gobierno de Bolsonaro desde su inicio ha sido cívico-militar y, a pesar de algunos desencuentros, tanto Braga Netto como Mourao mantienen una buena relación con el presidente. Así como en circunstancias de crisis económica profunda se suele dar “superpoderes” a un ministro de Economía, aquí se ha asumido un mayor protagonismo de la corporación castrense en la gestión de la crisis sanitaria. De todos modos, no hay que perder de vista la escasa vocación democrática de los militares brasileños: días atrás, en el marco del 56 aniversario del golpe de Estado, Mourao reivindicó el papel de las FF. AA. en su intervención en la política nacional para “enfrentar el desorden, la subversión y la corrupción” imperantes, y el ministro de Defensa destacó el papel del “movimiento” de 1964 en su objetivo de asegurar una democracia en peligro.

Lo que resta ver es si este reacomodamiento de gabinete y esta deshidratación de la figura de Bolsonaro se desliza hacia su exclusión del poder –sea por renuncia, juicio político u otra vía judicial que ya se está considerando- y si se conforma algo que podría identificarse como un “nuevo Gobierno”. El panorama está tan políticamente abierto como preocupante la situación por la pandemia. Las circunstancias actuales son de una disminución muy acentuada de la autoridad (y legitimidad) de Bolsonaro, en las que la pérdida de aliados y sostenes políticos ha sido muy veloz: toda la apuesta de proyecto de poder que comenzó a  organizar desde agosto del 2019 (alineándose más aún con EE. UU., formando otro partido, colocando más militares en el Gobierno, apostando aún más a una comunicación alienante y estridente, etc) comenzó a desarmarse frente a la necesidad de tener que gestionar una circunstancia como llegada de la pandemia al Brasil.

Bolsonaro insistió mantenerse a partir de esos mismos pilares, sin lograrlo; esa misma orientación es la que terminó por arrastrarlo hacia un lugar muy reducido de poder y, desde hace unos días, a no tener casi protagonismo público más allá de los guiños al movimiento evangélico. Es que, al final, terminaron imponiéndose los gobernadores (aumentando incluso su popularidad), el Congreso, la Corte Suprema, y el propio Ministro de Salud. incluso con China, el “clan Bolsonaro” continuó siendo muy agresivo aún cuando el propio Trump ya había moderado sus posturas. Evidentemente se trata de un impasse, con una trayectoria que parece dirigirse hacia un nuevo Gobierno, aunque no se puede saber muy bien con qué integrantes; en el camino, el angustioso desafío de moderar los impactos de la pandemia.

[1] https://saude.estadao.com.br/noticias/geral,brasil-tem-431-casos-e-mais-de-10-mil-casos-confirmados-de-coronavirus,70003260542

[2] https://exame.abril.com.br/brasil/pesquisadores-estimam-41-mil-casos-de-coronavirus-no-brasil-ate-o-dia-20/

[3] https://g1.globo.com/politica/noticia/2020/04/03/bolsonaro-tem-aprovacao-de-33percent-e-reprovacao-de-39percent-na-gestao-da-crise-do-coronavirus-diz-datafolha.ghtml

Brasil: el coronavirus y la cuarentena política de Jair Bolsonaro