sábado. 20.04.2024
AFGANISTAN

Las imágenes dramáticas de masas de personas intentando saltar las vallas del aeropuerto de Kabul en busca de poder aferrarse a la libertad vendidas por los medios de comunicación occidentales han impactado fuertemente durante los últimos días en todo el mundo, especialmente en Occidente. No es la primera vez que se ven, se vieron en Saigón y en otros lugares en los últimos 50 años. No son falsas realmente, ni son un montaje, aunque buscan más un titular bueno que contar el fondo del problema. Esas personas, esos peligros, esas amenazas existen, no son una invención. La propia izquierda y la progresía occidental están profunda y justificadamente preocupadas por el destino de las mujeres afganas, y de muchas minorías del país. Pero ¿esas imágenes del aeropuerto de Kabul, incluso otras del cruce de fronteras menos impactantes son reflejo real de la situación del Afganistán? Esas imágenes tan estremecedoras son casi todas de varios miles de personas en los alrededores del aeropuerto de Kabul, algunas de las fronteras terrestres, donde se agolpan varias decenas de miles de personas buscando huir de los talibanes. Se calcula que se ha evacuado más de 120.000 personas, que hay que sumar a las de cientos de miles que ya llevaban tiempo fuera sin atención mediática. Se estima que han quedado en el interior otras 250.000 personas con necesidad, más que con deseo, de abandonar el país. Sin embargo, casi no hay información de qué está pasando en el resto de las provincias. Afganistán tiene unos 38 millones de habitantes. ¿Cómo han recibido a los talibanes en las zonas ocupadas? ¿Por qué la victoria talibán, a la que los propios americanos daban un plazo de unos meses, se ha producido en cuestión de días? ¿Por qué el ejército afgano se ha rendido con tanta facilidad? ¿Por qué toda la estructura política y militar se ha desmoronado como un castillo de naipes y tan rápidamente? De momento los medios sólo tienen tiempo para testimoniar la salvación de los occidentales, la huida de los colaboradores o de los directamente amenazados, y amenazadas, y para difundir los temores de los que no lo han logrado. Imposible no recordar la experiencia de Dith Pran llevada por Hollywood al cine en “The Killing Fields”; eso sí con escasos resultados prácticos, porque los países occidentales ya se están apresurando a poner límites y problemas a la acogida de refugiados, ajustar los presupuestos y buscar vías para que los refugiados se queden por los países de la zona.

La intervención de EEUU y sus aliados no fue para llevar la democracia a un país perdido en el centro de Asia sino para destruir a Al Qaeda

De momento desde las redacciones de los medios o como mucho desde los alrededores del aeropuerto de Kabul, priman los artículos sobre las expectativas pesimistas para las mujeres, quienes habían logrado algunas cotas de libertad; aunque más basados en la anterior experiencia de hace 20 años del régimen de los talibanes que en informaciones fidedignas de qué está pasando en estos momentos. Poco a poco se van abriendo paso artículos de análisis bien informados y documentados que explican que el desmoronamiento del régimen apoyado por EE.UU. y sus aliados se veía venir por todos los expertos, que los análisis de la capacidad de resistencia del régimen apoyado por la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF) eran irreales y optimistas. Pero sobre todo empieza a vislumbrarse que el problema de fondo es que la intervención de EE.UU. y sus aliados no fue para llevar la democracia a un país perdido en el centro de Asia, sino para destruir a Al Qaeda en sus bases y vengar ante la sociedad americana la afrenta de haber sido atacados por el terrorismo islamista en pleno Manhattan, y de paso para instaurar un régimen democrático de corte occidental que no diera problemas; régimen con el que supuestamente la sociedad afgana llevaría soñando desde hacía tiempo según los corresponsales y las películas de Hollywood. Sin embargo, el nuevo fiasco histórico de otra guerra sin salida podría haberse evitado si los occidentales, empezando por los medios políticos norteamericanos y siguiendo por los periodísticos, hubieran prestado más atención a los informes internos de los propios ocupantes, a los puntos de vista de observadores de otros países del Tercer Mundo cercanos, y evidentemente a los de los propios afganos no relacionados directamente con occidentales.

Ante todo, Afganistán es un país muy pobre. Sus 500 dólares de renta per cápita le colocan en el último lugar del ranking mundial -Dos de cada tres afganos viven con menos de 2 dólares al día-, último lugar en el que también está en el ranking de consumo de calorías. El 90% de la población vive de la agricultura -primer país del mundo en producción de adormidera, básica para el opio-. Como suele ocurrir en los países muy pobres la gestación de hijos es el principal medio para salir de la miseria; de tal modo que las mujeres afganas tienen una media de 6,64 hijos por mujer. Ni siquiera aparece en la lista de respeto de los derechos humanos. Aunque tiene firmados varios tratados internacionales al respecto es considerado el país que menos respeta los derechos de las mujeres. Esta situación y el dinero gastado a mansalva por los occidentales para consolidar el nuevo régimen explican los altos niveles de corrupción existentes, y es la primera razón de por qué se han diluido tan rápidamente el ejército y todas las instituciones del Estado. El analfabetismo alcanza al 50% de los hombres y al 80% de las mujeres; de hecho, los problemas de formación han lastrado multitud programas y cualquier tipo de intentos para introducir organización, tecnología o inclusos simples usos que sirvieran para modernizar el país y sus instituciones.

Afganistán sigue siendo una sociedad tribal con sus tradiciones, usos y costumbres típicos, derivados de múltiples influencias culturales recibidas a lo largo de su historia. El aspecto de las minorías de Kabul, de sus tiendas, negocios, calles, restaurantes, etc. y de alguna otra ciudad importante visitada por los corresponsales especiales no refleja bien la realidad profunda de la mayor parte del país. Además, presenta un crisol de grupos étnicos muy diverso y de difícil convivencia, entre otros el de los pastunes (42%), etnia mayoritaria de los talibanes y el de los tayikos (27%), etnia del norte enfrentada y perseguida. Sin embargo, el persa es la lengua del 50%, frente al 35% del pastún. Como en otros países del Turquestán el budismo y el zoroastrismo fueron desplazados por el islamismo -aunque aún se practican clandestinamente-, básicamente en su versión sunnita -la de Pakistán, Arabia Saudí y la mayoría del Islam- (80-85%), frente a la chiita -la de Irán- (15-20%).

biden

A pesar de todo el atraso económico y cultural de Afganistán la derrota militar de EEUU y la OTAN -según la Universidad de Brown estas dos décadas de guerra han costado 800 mil millones de dólares a EEUU- es seguramente lo que más ha sorprendido, y especialmente la velocidad a la que el ejército afgano se ha derrumbado, prácticamente en dos semanas. Un ejército levantado con 300.000 efectivos teóricos, pero que a la hora de los combates se ha quedado en 60.000 por bajas, deserciones y sobre todo corrupción. Un ejército pertrechado y formado durante 21 años por los EE.UU. y sus aliados y en el que han invertido 85.000 millones de dólares. Sin embargo, y a pesar de las críticas del propio Biden sobre su falta de combatividad, numerosos informes internos americanos ya alertaban de todas sus carencias y problemas; entre otros el del inspector general especial para la reconstrucción de Afganistán (SIGAR, en inglés), el cual concluye que EEUU sobrestimó seriamente la capacidad de las FFAA afganas. No ha habido apoyo logístico, ni médico, ni aéreo, dado que la retirada prematura de controladores y personal técnico dejó al ejército afgano sin fuerza aérea. Las condiciones salariales eran malas, los retrasos continuos y la corrupción desviaba continuamente el dinero al bolsillo de los señores de la guerra, a menudo a través de pagos secretos directos de los servicios de inteligencia norteamericanos. Las estructuras jerárquicas militares montadas para sustituir a las tribales tradicionales no funcionaron y encima los oficiales corruptos -algunos de los cuales señores de la guerra reconvertidos- perdieron todo su liderazgo militar. El SIGAR reconoció que el uso de sistemas avanzados de armas y logística occidentales estaba fuera de las capacidades de un personal afgano carente de formación general y militar, cuando no simplemente analfabeto. Algunas voces críticas estadounidenses no hablan de errores de exceso de optimismo o desconocimiento sino de ocultación y engaño por parte de las diferentes administraciones republicanas y demócratas.  

La retirada precipitada, desordenada y sin planificación de EE.UU. y sus aliados, que no tenía previsto un desplome tan brusco del régimen afgano. Esta unida a la falta de moral y de fe en el Gobierno -el presidente Ashraf Ghani se marchó del país el fin de semana del 15 de agosto-, ha producido una terrible sensación de abandono y desmoralización en el ejército afgano, muy mermado por las bajas y las deserciones continuas. “No nos hemos rendido, ellos nos han abandonado” se quejan los pocos que han intentado resistir. El propio David Petraeus, general excomandante de la ISAF y la USFOR-A les da la razón. Y encima los acuerdos de Trump con los talibanes, sin participación alguna del gobierno afgano, liberó a 5000 combatientes decisivos en la reconquista de los ultras islamistas. Al parecer los talibanes se han hecho con los archivos del ministerio de Defensa antes de que fueran destruidos, y el temor a las represalias ha alimentado aún más las deserciones. Ha sido revelador que los notables de muchas ciudades y provincias hayan pedido a los talibanes y a los restos del ejército que no combatieran.

La situación del ejército es perfectamente trasladable al resto de la administración y hasta cierto punto a la estructura social y económica que durante los últimos 20 años se ha intentado montar en Afganistán. Al margen de los 240.000 muertos -más de la mitad víctimas civiles colaterales- que según los últimos cálculos se estima que ha costado la guerra, los 145.000 millones invertidos por EEUU en reconstruir el país y adaptar su administración y los cientos de miles de millones de dólares invertidos por el resto del mundo en hacer negocios, que han remozado la economía afgana, parecían haber cambiado el aspecto y los usos sociales; si bien más en las ciudades que en el campo. Pero lo cierto es que una gran parte de ese dinero se ha ido por el amplio agujero de la corrupción o del profundo y arrogante desconocimiento occidental de la realidad socio cultural afgana. El caso del sistema judicial es bastante paradigmático. Según el SIGAR entre 2003 y 2015 EE.UU. destinó mil millones de dólares a desarrollar un sistema judicial de corte moderno y occidental. Sin embargo, la desconfianza de la población local ante un sistema desconocido llevó a que en el primer año los jueces sólo vieran media docena escasa de casos; en tanto que entre el 80% y el 90% de las disputas según las zonas se resolvieron por los medios tradicionales. En general la necesidad de sustituir un sistema tribal basado en el liderazgo de notables locales con sus usos, leyes, costumbres y tradiciones seculares por un sistema moderno de administración basado en instituciones parlamentarias y políticas, por lo general con lealtades salidas de elecciones de una legitimidad poco asumida, provocó un conflicto total. El nuevo sistema mal funcionó en Kabul y algunas ciudades, pero poco o nada en las provincias y medios rurales.

En esta segunda “oportunidad” los talibanes parecen más preocupados por su imagen internacional, y han intentado frenar venganzas y pillaje, así como no dar muestras de descontrol y desconexión en su comportamiento. Aunque se negaron a pactar un traspaso de poder pacífico con el gobierno anterior y no han aceptado un gobierno de transición, han buscado una ocupación no demasiado violenta y con la menor sangre posible; de hecho, muchas ciudades y provincias han caído a través de negociaciones. Esta vez es muy sintomático el aumento de influencia en el país de nuevas potencias como China, Rusia, en parte Irán y sobre todo Pakistán, si es que en algún momento éste último ha dejado de tenerla. 

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La debilidad y carencias del régimen establecido por EEUU y la OTAN explican en gran parte la facilidad y la rapidez con la que los talibanes han recuperado el país; pero también es cierto que ha habido escasa oposición o resistencia en muchas zonas del país y en amplias capas sociales, cuando no cierta simpatía. Para muchos afganos partidarios de los talibanes el movimiento de estos es de liberación nacional, más representativo de la identidad afgana que el vendido gobierno anterior. Como en otros países musulmanes o del Tercer Mundo la progresía occidental y la izquierda en particular tienen que asumir, al menos de momento, que los avances progresistas de estos países tienen un apoyo social importante, pero no mayoritario, por mucho que cueste reconocerlo. Las imágenes impactantes transmitidas por los medios no suelen reflejar la realidad social del país, sino que está emocionalmente sesgada. Los valores occidentales de cualquier lado del espectro ideológico no han acabado de calar en estas sociedades, o sólo poco y en algunos sectores más abiertos. Lo que realmente admiran o envidian de Occidente es su nivel de vida y su poder, para todo lo demás prefieren lo que tienen. Aunque todo ello lleve a grandes contradicciones en Afganistán, y en Occidente.

La debilidad y carencias del régimen establecido por EEUU y la OTAN explican en gran parte la facilidad y la rapidez con la que los talibanes han recuperado el país

Otra cosa es que los cambios producidos durante estos últimos veinte años, unidos a los que ya se iniciaron en la época de influencia o invasión soviética han cambiado muchas cosas en la sociedad afgana, sobre todo en algunas capas sociales, desde todos los puntos de vista. Y los efectos de esos cambios no van a desaparecer a golpe de autoritarismo integrista y de intransigencia del nuevo sistema talibán. A pesar de que esa incipiente dictadura política, económica, religiosa, social y cultural tenga un apoyo social más o menos mayoritario. Como siempre el error occidental, y el propio talibán también, viene de la negativa o incapacidad para valorar qué grado de apoyo social, en qué medida y en qué aspectos existe para cada opción en el país. Por no hablar de la incapacidad democrática para convivir con un sector social con una perspectiva diferente o con el respecto a sus derechos más elementales, sea éste mayoritario o minoritario. De momento, además de las mujeres en las ciudades, las minorías de los tayikos, uzbekos, hazaras y turcomanos, localizadas sobre todo en las regiones del norte, la minoría religiosa de los chiitas y las élites occidentalizadas de las ciudades que no han huido y que por razones profesionales son muy necesarias, etc. todas ellas van a presentar problemas.

Bien es cierto que algunos cambios de estos años, muchos ya iniciados antes de la llegada de los occidentales, ya han sido medio asimilados, incluso por los propios talibanes. Muchos progresos han logrado cierto arraigo en la mentalidad social, en las costumbres -por muy lejos que se queden aún de las nuestras-. Ciertas mejoras y comodidades los mismos talibanes van a intentar que se mantengan, más por pragmatismo que por convicción. Las nuevas autoridades están pidiendo a los funcionarios, técnicos y profesionales que vuelvan a sus trabajos, incluso a mujeres de escalafones laborales bajos o imprescindibles en sus puestos. Hay algunos indicios que apuntan a que el nuevo régimen no será liberal ni democrático, pero tampoco será tan estricto como el del periodo 1996-2001, y a que Al Qaeda y el ISIS no van a seguir operando desde el país; aunque sólo sea para evitar más invasiones o un bloqueo internacional asfixiante. El régimen talibán se va a encontrar también por su parte con algunos problemas similares a los del recién derribado; básicamente el de la falta de control de muchas zonas del país, incluidos los de algunos de sus miembros tentados a seguir una política excesivamente autónoma; de hecho, ya están teniendo dificultades para trasmitir y hacer cumplir sus políticas. Con otra correlación de fuerzas distinta las rivalidades tribales y el clientelismo van a seguir ahí, pero también es cierto que con bastante menos corrupción. Otra cosa es que la precaria situación económica le impida abandonar el cultivo de las amapolas.

Ramón Utrera | Hormigas Rojas

Afganistán: la necesidad de otra visión desde Occidente