viernes. 19.04.2024
afganistan

Resulta cuanto menos sorprendente el tono general del aluvión de críticas, y autocríticas, a la intervención militar de Occidente en suelo afgano, desencadenadas por el rápido triunfo de los talibanes sobre un Estado y un ejército al que se le suponían mayores fortalezas. Todo, después de 20 años de costoso intento (en vidas y dinero) en construir de un nuevo Afganistán, libre y democrático, capaz de combatir el terrorismo islámico en su territorio (1). No niego que muchos de estos análisis críticos y mea culpa lacrimógenos no sean certeros, y estén más que justificados, aunque algunos adolecen de falta de perspectiva al describir una realidad en la que se hace tabula rasa de lo ocurrido en este tiempo, como los avances en libertades y derechos particularmente de mujeres y niñas, el aumento notable de la educación, un crecimiento económico sostenido, las mejoras en infraestructuras, el desarrollo de actividades hace dos décadas prohibidas, etc (2) Conquistas que, de momento, no se han perdido del todo, y que está condicionando a los talibanes su capacidad de gobierno, enfrentados a heroicas manifestaciones, particularmente de mujeres, y a la resistencia a renunciar a algunos hábitos de vida, particularmente en las ciudades, donde se concentra la población más educada. Es una muestra más del sesgo de confirmación de una intelectualidad occidental incapaz de ver, y por lo tanto analizar, la complejidad de los fenómenos socioeconómicos y geopolíticos, a fin de poder sacar conclusiones desde una perspectiva emancipadora (en lo político, económico, social y cultural). Lo que supone extraer algunas lecciones de la tragedia afgana que sea provechosas para quienes se enfrentan al renacido terror talibán, particularmente las mujeres y niñas. De manera destacada, el papel de la comunidad internacional ante todo ataque sistémico a los derechos humanos. Desde esta perspectiva, la cuestión afgana adquiere otra dimensión y relevancia. Rebobinemos:

En 2011, antes de los atentados de las Torres Gemelas, los talibanes llevaban cinco años desarrollando su actividad criminal en Afganistán a la vista del mundo: lapidaciones, decapitaciones, amputaciones, flagelaciones, prohibición de estudiar a las niñas y de trabajar a las mujeres, sometidas ambas al cruel y anacrónico dominio de los hombres en una brutal androcracia totalitaria, de raíz salafista. A lo que cabría añadir los atentados a la cultura en nombre de una interpretación aberrante de la religión islámica, como la voladura de las estaturas de los Budas de Bāmiyān, la prohibición de la música, el cine, la televisión, y la danza, incluso la risa de las mujeres. Un panorama de atentados y desprecio por los derechos humanos a la vista de todos, sin que hubiera reacción de la comunidad internacional. Ante esta situación cabe preguntarse qué habría hecho la comunidad internacional de no haberse producido el 11S, aparte de escandalizarse con la violencia oscurantista de los talibanes. Obviamente, nadie lo sabe. Pero lo cierto es que, si las vidas negras importan, si los derechos del colectivo LGTBI importan, si la plena igualdad de las mujeres importa, si la defensa de la infancia y sus derechos importan, ¿por qué no deberían importar igualmente la vida de las mujeres, la educación de las niñas, la integridad física de los homosexuales, la conservación de los monumentos patrimonio de la humanidad, etc. en Afganistán? Porque si no se reacciona adecuadamente, el dramático fracaso de la intervención y las dos décadas de avances socioeconómicos en Afganistán puede convertirse en un cheque en blanco para futuros genocidios y presentes tiranías hoy en el mundo. De ahí que nos debamos plantear si resulta tolerable que en el siglo XXI se instaure una sangrienta dictadura basada en la interpretación más radical de la sharia (ley islámica) sin que Naciones Unidas haga algo. ¿Cuántas lapidaciones, decapitaciones, mutilaciones y flagelaciones está dispuesto el mundo a tolerar? ¿Qué nivel de violencia sobre mujeres y niñas estamos dispuestos a consentir sin reaccionar? Por supuesto no se trata de repetir los errores ni volver a intentar una nueva invasión militar para desalojar a los talibanes del poder, ya que si algo han demostrado los hechos es que depende de los propios afganos el desarrollo de su país y la consolidación de un régimen constitucional respetuoso con los derechos humanos.

Pero eso no supone que los responsables de haber provocado la actual situación de barbarie se limiten a esperar que la anunciada y publicitada moderación de los talibanes sea una realidad si quieren ser reconocidos y ayudados económicamente. La comunidad internacional, y particularmente la Unión Europea, que debe ejercer el liderazgo una vez comprobada la incapacidad de EE.UU. para ejercerlo eficazmente, necesita desarrollar su autonomía estratégica geopolítica si quiere ejercer adecuadamente un papel mediador y modulador de los conflictos donde estén en juego los principios democráticos y los derechos humanos. Y hacerlo por imperativo moral, bajo el principio ninguna violación de los derechos humanos, y muy especialmente de mujeres y niñas, nos es ajena. Los que rechazan, sin más, la intervención humanitaria deberían plantearse la respuesta a la siguiente pregunta: ¿Se habría tolerado el holocausto si la Alemania nazi no hubiera invadido por Polonia? Prefiero no aventurar cuál habría sido la respuesta. Sé que el rechazo se debe, la mayoría de las veces, a la lógica repulsa y condena que suscita el colonialismo (pasado y presente). Y con razón. Porque como señaló Walter Benjamin, no existe testimonio de cultura que no sea, al mismo tiempo, testimonio de barbarie (3). Todos los avances en justicia universal, están orientados a romper ese maleficio. De ahí que la intervención militar deba no solo contar con el acuerdo de la comunidad internacional, sino estar al servicio de un plan que excluya todo atisbo de tendencia colonialista. Y, salvo el caso de extrema necesidad, siempre debe ser el último recurso.

Vivimos en un mundo globalizado e interconectado donde priman los intereses económicos y geopolíticos, pero donde los derechos humanos están lejos de ser la esencia de la globalización. Como proclamó el Secretario General de las Naciones Unidas, Koffi Annan en La Haya (mayo de 1999): En un mundo en que la globalización ha limitado la capacidad de los Estados para controlar su economía, regular sus políticas financieras y aislarlos del deterioro ambiental y la migración humana, el último derecho de los Estados no puede y no debe ser el derecho a esclavizar, perseguir o torturar a sus propios ciudadanos. Claro que los derechos humanos, sin una protección jurídica adecuada, se vuelven entes celestiales de nula relevancia práctica.  En un mundo-sistema como el nuestro lo que ocurre en una de sus partes afecta, en mayor o menor medida, al resto. Por eso es urgente avanzar en la institucionalidad global que garantice y proteja los derechos comunes de todos los humanos. Como señala Javier Solana en un excelente artículo publicado en El País, si con el 11S se dijo que todos éramos americanos, con la instauración de un gobierno talibán hay que proclamar que todos somos afganos. Y convertir la solidaridad universal en hechos. Es evidente que todavía no existe un llamado derecho de intervención o, si se quiere, derecho a la injerencia, pero el derecho internacional avanza y transforma ante los desafíos que se le plantean a la humanidad, como ocurrió con el Tribunal de Núremberg tras la Segunda Guerra Mundial. En la era de la globalización los derechos humanos, recogidos en el artículo 28 de la Declaración Universal de Derechos del Hombre, trascienden las fronteras (4). Como dice el profesor de Derecho Internacional Público, y rector de la Universidad Austral de Buenos Aires, José Alejandro Consigli, la inexistencia actual de un derecho a la injerencia no nos hace titulares de un derecho a la indiferencia frente a las tragedias humanas, que aguardan la creación de cauces jurídicos que garanticen el respeto a la justicia y la seguridad de todos los sujetos del derecho internacional. (5) De ahí que la intervención humanitaria, avalada por la comunidad internacional, solo pueda ser el último recurso ante una situación extrema. Y cuando ya no sean efectivos otros medios no violentos como la ayuda económica, la presión diplomática, las sanciones y el aislamiento preventivo. En otras palabras, la comunidad internacional debió intervenir frente a la barbarie talibán desde que empezaron a aplicar su criminal política. Si se hubiera hecho tal vez no habría ocurrido el atentado del 11 S. En todo caso la intervención occidental debió estar inscrita y subordinada a un plan internacional de protección de los derechos humanos, controlado por Naciones Unidas, que evitara el torpe militarismo, y errores de bulto como apoyarse y apoyar a los señores de la guerra, corrompiendo, con el cáncer de corrupción, la ingenuidad justificadora de exportar la democracia… ya que estábamos allí.


(1) 48.000 civiles y 66.000 soldados afganos, 3.500 soldados de la OTAN, 1,7 billones de euros.
(2) Entre los ejemplos más significativos se encuentra el análisis del escritor, director de cine e historiador pakistaní, Tariq Ali, en su artículo La debacle afgana, causas y consecuencias (Contexto). Por contra, destacan las voces de mujeres afganas como la activista Fariha Esar, la luchadora por los derechos de la mujer Rahima Radmanesh, o la feminista Shukria Mashaal. En el mismo sentido cabe destacar el excelente artículo de Soledad Gallego No permitamos que les suceda esto a las mujeres afganas (El País), o la entrevista a Heather Barr, experta en derechos de la mujer en Human Rights Watch (El País).
(3) Walter Benjamin. Sobre el concepto de historia. Alianza Editorial, 2021.        
(4) “Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamadas en esta Declaración se hagan plenamente efectivos”. A su vez, la Carta de las Naciones Unidas, en su Artículo 55, exige el respeto universal a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión, y la efectividad de tales derechos y libertades”, y en el Artículo 56 establece que Todos los Miembros se comprometen a tomar medidas conjunta o separadamente, en cooperación con la Organización, para la realización de los propósitos consignados en el Artículo 55.
(5) José Alejandro Consigl. La intervención humanitaria a la luz del derecho internacional actual (https://www.corteidh.or.cr/tablas/R21642.pdf)

Afganistán …ya que estábamos allí