jueves. 18.04.2024
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Este 6 de enero los norteamericanos revivirán los bochornosos acontecimientos de hace un año. Una turba de miles de individuos de extrema derecha, milicias, paramilitares, y fanáticos de todo tipo tomaron al asalto el Congreso con la declarada voluntad de impedir que se certificara el triunfo de Joe Biden en las elecciones presidenciales, dos meses antes.

Una Comisión parlamentaria de investigación, encabezada y dominada por los demócratas, intenta esclarecer los hechos y, sobre todo, determinar la responsabilidad política de Donald Trump y un puñado de fieles colaboradores. Pero no sólo eso: podría también emitir una recomendación al Departamento de Justicia para que emprenda acciones legales contra el expresidente y sus cómplices (1).

Los republicanos más recalcitrantes han tratado de impedir por todos medios que la Comisión avance en sus trabajos. El último Jefe de Gabinete de Trump, Mark Meadows, después de una actitud inicial de aparente cooperación, se ha negado a seguir facilitando documentación a los investigadores. Trump y su último equipo de conspiracionistas invocan el denominado “privilegio ejecutivo”, un recurso que no tiene amparo legal, para sustraerse al escrutinio del legislativo. Los demócratas y los republicanos contrarios al expresidente hotelero, liderados por Liz Cheney, están dispuestos a utilizar todos los medios a su alcance para acorralar a quienes alentaron, respaldaron y posiblemente organizaron el mayor motín contra el sistema democrático desde el Watergate (2).

El comportamiento de Trump durante todo aquel día es más que sospechoso. Tardó tres horas en hacer una declaración pública sobre el asalto y cuando lo hizo fue de lo más ambigua y equívoca, pese al consejo desesperado de sus hijos para que condenara los actos (3). El expresidente había alentado públicamente a denunciar el proceso de certificación de los resultados. Sus coqueteos con los grupos racistas más activos y violentos jalonaron sus cuatro años de mandato. Exoneró a los autores de algunas de las agresiones cometidas contra negros y miembros de otras minorías, cuando no simpatizó abiertamente con ellas. Fue un aprendiz de brujo, por no decir un líder en la sombra de la América más oscura.

Hasta la fecha, han sido detenidas más de 700 personas relacionadas con acciones violentas cometidas durante el asalto al Congreso (4). El condenado que ha recibido la condena más grave es un ultra de Florida, que lanzó un extintor contra las fuerzas de policía que trataron a duras penas de contener a la turbamulta.

La nación se encuentra más dividida que nunca. Según una última encuesta que parece fiable, tres de cada diez norteamericanos creen firmemente que hubo fraude electoral para robarle a Trump la reelección

La gestación de la intentona    

En Estados Unidos, la explosión del 6 de enero de 2021 no fue en absoluto una sorpresa. La maquinación contra el proceso electoral empezó antes incluso de que se votara. Los intentos de Trump de impedir el traspaso de poderes eran públicos y continuos. Las milicias que simpatizaban con Trump campaban a sus anchas: los Proud Boys (Chicos Orgullosos), los Oath Keepers (Guardianes del Juramento) fueron los grupos más activos durante las seis semanas que transcurrieron entre las elecciones y el  6 de enero. Pero amplios sectores del GOP (Great Old Party) se sumaron a la tesis conspirativa con cientos, miles de demandas de fraude en numerosos condados, lo que ralentizó el proceso y estuvo a punto de alterar el calendario legal de traspaso de poderes. Otro grupo denominado First Amendment Praetorian (Pretorianos de la primera enmienda) fueron muy activos en la provisión de datos a los abogados que orquestaron las demandas de fraude (5).

La nación se encuentra más dividida que nunca. Según una última encuesta que parece fiable, tres de cada diez norteamericanos creen firmemente que hubo fraude electoral para robarle a Trump la reelección; y entre los republicanos, se invierte la proporción: siete de cada diez. Poco importa que no se haya podido acreditar la alteración de la voluntad popular. No son los hechos o las pruebas lo que moviliza a este sector de la población, sino un impulso cada vez más ciego e irracional. Creen en la existencia de una gigantesca conspiración entre las élites liberales, oscuros dirigentes y potencias extranjeras para llevar al cabo el “gran desplazamiento” o la marginación de los blanco en beneficio de las minorías étnicas, raciales o ideológicas (6).

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Esta teoría, racista, supremacista y potencialmente fascista está viva y en auge también en Europa, en cada país con sus rasgos diferenciales y percepciones diferentes de amenaza, según la composición étnica de la población (en Hungría, en Francia, en Polonia, etc.).

La democracia, en cuestión

El 6 de enero es una caja de Pandora de la democracia norteamericana. Pero se trata de un síntoma más de algo más profundo y peligroso: la decadencia del sistema adquiere ya niveles alarmantes. Cincuenta años después del escándalo Watergate, EEUU toca de nuevo fondo, pero en esta ocasión las instituciones que entonces gozaron de credibilidad para depurar las responsabilidades del poder ejecutivo se encuentran hoy también bajo el peso de la sospecha. Los medios no se percibe como fiables. El poder judicial es se contempla como una herramienta y no como un contrapeso. Las fuerzas de seguridad están penetradas por los extremistas en proporciones cada vez más inquietantes (7).

En estas condiciones, la democracia se antoja una cáscara vacía. Los sectores más extremistas del GOP están decididos a socavar sus fundamentos con tal de preservar los privilegios de los más favorecidos. Los demócratas son más plurales que nunca; también más divergentes. Los moderados temen una deriva radical del partido y se aferran a unos mecanismos formales completamente caducos. Los progresistas se muestran decepcionados por las manipulaciones, la hipocresía y el inmovilismo de los dirigentes de ambos partidos. En los ámbitos locales crecen las opciones socialistas, sin miedo ya al nombre.

La farsa electoral

Lo más paradójico de las denuncias de fraude electoral es que son precisamente los republicanos quienes están perpetrando la mayor adulteración de la expresión democrática. Las Cámaras estatales bajo control del GOP han sacado adelante medidas legislativas que restringen o condicionan el ejercicio de voto (8).  No es algo nuevo, pero la intensidad y convergencia de esfuerzos amenazan seriamente con desnaturalizar los procesos electorales. Los republicanos temen que la evolución demográfica los relegue a un papel político secundario. Quieren recuperar el control de las dos Cámaras si es posible este mismo año y conservarlo a todo costa.

Un año después de llegar a la Casa Blanca, la promesa de Biden de restauración de una democracia plena parece un sarcasmo. El abismo norteamericano se presenta cada vez más profundo y siniestro.

Los demócratas tratan de revertir este proceso de privación del derecho al voto reformando y reforzando una Ley federal sobre derecho al voto, que había sido parcialmente derogada por sentencias del Tribunal Supremo, cómplice de los republicanos en el empeño restrictivo, bajo una insidiosa defensa de las prerrogativas de los estados frente al poder federal: un debate tan viejo como el Estado norteamericano. Biden no se ha implicado en la lucha (9).

La adulteración de la voluntad popular mediante torticeras maniobras de gestión del censo o de reestructuración de los distritos electorales (gerrymandering) no es privativo de los Estados Unidos. Pero la virulencia y el descaro con los que allí se legisla para proteger y ampliar los abusos son especialmente escandalosos. Un estudio de la Universidad de Virginia indica que en menos de dos décadas un 30% de la población controlará el 70% de los puestos del Congreso. En la actualidad, ya existe ese desequilibrio pero en proporción algo menor.

Aparte de los derechos políticos, el país se encuentra ante otra falla decisiva de la convivencia: la galopante desigualdad social. El programa de protección de Biden, que sería pálidamente socialdemócrata en Europa, se ha atascado en el Congreso por fuego amigo de dos senadores demócratas. El empate técnico en el Senado ha sido roto a favor de los adversarios por dos elegidos demócratas enfeudados a intereses corporativos de todos conocidos. El mandato de Biden pende de un hilo. Los progresistas le reprochan falta de coraje para poner en evidencia a los dos traidores. En realidad, nunca confiaron en un presidente demasiado apegado a unas reglas viciadas de las que ha sido exponente y fiel defensor durante cuarenta años.

Un año después de llegar a la Casa Blanca, la promesa de Biden de restauración de una democracia plena parece un sarcasmo. El abismo norteamericano se presenta cada vez más profundo y siniestro.


NOTAS

(1) “The Jan. 6 Committee’s consideration of a criminal referral explained”. THE NEW YORK TIMES, 3 de enero.
(2) “Why the January 6 investigation is weirdly static”. QUINTA JURECIC. THE ATLANTIC, 11 de diciembre.
(3) “Un an après l’asaut au Capitole, retour sur le jour oú la démocratie americaine a vacillé”. PIOTR SMOLLAR (Corresponsal en Washington). LE MONDE, 4 de enero.
(4) “Prosecutors breakdown charges, convictions for 725 arrested so far in Jan. 6 attack on U.S. Capitol”. THE WASHINGTON POST, 31 de diciembre.
(5) “Another far-right group is scrutinized about its efforts to aid Trump”, THE NEW YORK TIMES, 3 de enero.
(6) “How extremism went mainstream”. CYNTHIA MILLER-IDRISS. FOREIGN AFFAIRS, 3 de enero.
(7) “The next U.S. civil war is here -we just refuse to see it”. STEPHEN MARCHE.THE GUARDIAN, 4 de enero.
(8) “The Republican are shamelessly working to subvert democracy. Are the Democrat paying attention?”. SAM LEVINE Y DAVID SMITH. THE GUARDIAN, 19 de diciembre.
(9) “Biden’s rhetoric aside, Democrats end the year still stuck on advancing voting rights”. DAN BALZ. THE WASHINGTON POST, 31 de diciembre.

El abismo norteamericano