sábado. 20.04.2024

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Lo grave es que un amplio número de ciudadanos, no ve el problema en la pobreza sino en los pobres

Es curioso como el lenguaje nos moldea. Las elites (con acento en la i) emplean el lenguaje como instrumento de poder. Generan un léxico propio que poco a poco nos va mutando, porque como dijera José Martí “así como cada hombre trae su fisonomía, cada inspiración trae su lenguaje”. El dogma neoliberal, no es menos: tiene su liturgia, sus mandamientos y, sobre todo (incluso sobre todos), sus términos. Es una fe que ha conseguido que lo que antes llamábamos pobres ahora sean “sin techo”, “marginales”; y, en un ejercicio que más que lingüístico es metafísico, que acabemos cayendo en el riesgo de olvidar que son personas acuciadas por la pobreza, la enfermedad. Personas que muy probablemente son víctimas de un sistema depredador basado en el usar y tirar al que no le importa dejar a nadie a la intemperie, como si fueran restos de naufragio.

Pareciera que la pobreza, ya que no quiere desterrarse de la realidad, ha de desterrarse del lenguaje, ocultando con el término “sin techo” la palpable presencia de los que nada tienen. Y en el siguiente quiebro -ideológico, sin duda- se construye un discurso en el que el “sin techo” es a la vez “marginal”: un individuo al margen de la sociedad y que, además, es culpable de su condición. No en vano, los marginales beben, se drogan, van desaliñados… Si están así, seguramente es porque quieren, piensan casi con total seguridad algunos. Y molestan; ante todo molestan; ocupan un espacio público que esos algunos consideran propio y del que es preciso expulsarlos, incluso por la fuerza. Ya que no tenemos intención de acabar con la pobreza, acabemos con los pobres.

El lector podrá pensar que exagero, pero por desgracia no. En Santiago de Compostela, eso es lo que propuso un amplio número de comerciantes de la zona antigua, cansados de que la presencia de lo que llaman “marginales” afectase negativamente a sus negocios. O el Ayuntamiento los echaba de las calles o ellos mismos solucionarían el “problema” creando una suerte de patrulla. Todo ello pregonado en ciertos medios de comunicación que sin el menor empacho pasaban en menos de una semana de glosar las excelencias de bajar impuestos a exigir la actuación de las autoridades para poner fin a la amenaza de los “marginales”.

Podría ponerme estupendo con aquello del monopolio de la fuerza por el Estado y escandalizarme porque unos comerciantes quisieran revivir el somatén, pero eso me parece casi nimio. Lo grave es que un amplio número de ciudadanos, -respetables según los estándares de nuestra sociedad- no ve el problema en la pobreza sino en los pobres. A los comerciantes no les parece digno de queja que esas personas estén en una situación de exclusión social, sin medios económicos, muchos de ellos con problemas de salud física y mental; por ellos los pobres pueden seguir siéndolo con todos sus problemas por siempre jamás mientras sea lejos, porque cerca afectan al negocio.

Compostela: El arte de cazar pobres