jueves. 25.04.2024
LA REFORMA DE LA EUROZONA (IV)

Dos vías para cambiar las instituciones europeas

Existen dos vías principales a la hora de encarar los cambios institucionales que necesitan la eurozona: la vía conservadora que está en marcha y la vía progresista que pugna por construirse como alternativa viable.

2406634

Es insuficiente establecer mecanismos y fondos de estabilidad para absorber los choques asimétricos que afecten a algunos de los Estados miembros o aplacar las crisis que inevitablemente genera la fragmentación estructural

Existen dos vías principales a la hora de encarar los cambios institucionales que necesitan la eurozona y el proyecto de unidad europea: la vía conservadora que está en marcha y la vía progresista que pugna por construirse como alternativa viable.

La fragmentación de estructuras y especializaciones productivas ya era grande antes de la constitución de la eurozona y de la crisis global de 2008 y ambos acontecimientos (la tendencia natural de una unión monetaria a concentrar las actividades de mayor productividad y valor añadido en los países o regiones más avanzados y la estrategia de austeridad extrema y devaluación salarial impuesta a los países periféricos) han incrementado y agravado esa fragmentación. En tales condiciones, la disminución del desequilibrio de las cuentas públicas y exteriores conseguida mediante la estrategia de austeridad aplicada en los países periféricos es de baja intensidad y coyuntural, ya que resulta fácil de lograr en condiciones de estancamiento económico, pero muy difícil de mantener en situaciones de crecimiento. La aplicación de las políticas de austeridad ha supuesto (y seguirá ocasionando si no se acaba con ellas) graves costes económicos, productivos y sociales que debilitan los factores de crecimiento potencial y alientan nuevas divergencias.

En la situación actual y con la vigente estrategia conservadora de salida de la crisis, los países del sur de la eurozona deben perpetuar la presión sobre la demanda interna para intentar cumplir las reglas impuestas, pero la debilidad del crecimiento efectivo y la pérdida de crecimiento potencial terminan impidiendo la consecución de los objetivos que pretenden.

Es imprescindible aumentar el presupuesto de la UE y definir políticas económicas europeas con objeto de reducir asimetrías estructurales, compensar desventajas comparativas e impulsar la cohesión económica, social y territorial

No se trata, por tanto, como se ha hecho en los últimos años, de parchear o contener las manifestaciones de desigualdad de estructuras y especializaciones productivas existentes en la eurozona para evitar que se desborden, dificulten el funcionamiento del mercado único y el euro o acaben desperdiciando las ventajas que se les supone. No basta con dotar a la eurozona de mecanismos de resolución de crisis de deuda soberana que se pueden volver a repetir en cualquier momento ni con limitar su impacto sobre el sector bancario. Siendo necesario, es insuficiente establecer mecanismos y fondos de estabilidad para absorber los choques asimétricos que afecten a algunos de los Estados miembros o aplacar las crisis que inevitablemente genera la fragmentación estructural.

Hay que afrontar abiertamente las causas de la divergencia económica, productiva y financiera. Es imprescindible aumentar el presupuesto de la UE y definir políticas económicas europeas con objeto de reducir asimetrías estructurales, compensar desventajas comparativas (de localización geográfica, por ejemplo) e impulsar la cohesión económica, social y territorial.

Algunas reformas ya se han comenzado a poner en acción con dificultades (por ejemplo la unión bancaria, tanto por la necesidad de menguar la fragmentación de los mercados financieros como para intentar evitar futuros riesgos sistémicos asociados a situaciones de insolvencia patrimonial de los grandes grupos bancarios), de forma muy insuficiente (como el plan Juncker de inversión en áreas comunes de carácter estratégico que ha empezado a dar sus primeros pasos) o forzando los mandatos establecidos (en el caso del BCE y su intensa y diversificada actuación, frente a la indolencia del resto de instituciones comunitarias, para impedir la implosión del euro), pero la mayoría de las propuestas siguen sin ser tomadas en consideración.

La vía alemana o conservadora, que apuesta por mantener una unión monetaria mínima y otorga la máxima prioridad a la multiplicación de reglas y sanciones

Más allá de esos cambios apenas iniciados, existen dos vías principales para llevar a cabo la reforma institucional que resulta imprescindible para lograr mejorar el funcionamiento de la eurozona: la vía alemana o conservadora, que apuesta por mantener una unión monetaria mínima (algo más que un sistema de tipos de cambio fijos, pero bastante menos que una verdadera unión monetaria) y otorga la máxima prioridad a la multiplicación de reglas y sanciones, mientras posterga el grueso de la reforma a una fase posterior en la que se haya logrado una rigurosa disciplina presupuestaria y por cuenta corriente; y la vía europeísta o progresista, que pretende avanzar al tiempo en la consecución de los equilibrios macroeconómicos básicos y en la realización de los cambios institucionales que permitan alcanzarlos para no condenar a los socios menos desarrollados (y más desequilibrados) a un estancamiento secular que, éste sí, cuestiona su mantenimiento en la eurozona y el propio proyecto de unidad europea.

La vía europeísta o progresista, que pretende avanzar al tiempo en la consecución de los equilibrios macroeconómicos básicos y en la realización de los cambios institucionales que permitan alcanzarlos para no condenar a los socios menos desarrollados a un estancamiento secular

La vía alemana se impuso en 2010 y sigue en vigor desde entonces. Los rescates financieros de los países periféricos se llevan a cabo siempre que éstos acepten cumplir y apliquen unas reglas estrictas que eviten el temido riesgo moral que podría ocasionar una precipitada mutualización de riesgos que, hipotéticamente, alentaría la laxitud en el control del gasto público y el déficit corriente. Esas reglas se han ido extendiendo a múltiples terrenos a medida que revelaban su ineficacia y obligaban a cumplir una lista creciente de objetivos cuantitativos (en buena parte sustentados en criterios ideológicos) que acaban sustituyendo la necesidad real de alcanzar niveles encajables y sostenibles de desequilibrio. Las reglas impuestas abarcan cada vez más ámbitos (salarios, pensiones, privatización de bienes públicos, productividad o competitividad) y dejan menos espacio para atender las necesidades propias de cada socio y respetar márgenes irrenunciables de decisión democrática y soberana de la ciudadanía de cada Estado miembro.

Por la vía conservadora, la cohesión deja de ser un principio constituyente del proyecto de unidad europea y en su lugar imperan y se consolidan la fragmentación productiva, la desigualdad social, la divergencia en los niveles de productividad del trabajo (y, como consecuencia, de renta por habitante) y la distancia entre los diferentes intereses y necesidades particulares de los Estados miembros, con el consiguiente crecimiento de la tensión política.

La otra vía, la progresista, es por ahora puramente teórica, requiere mayor grado de elaboración y concreción, no cuenta con apoyos políticos y sociales suficientes y necesita, para ser practicable, forjar una amplia alianza de fuerzas progresistas y de izquierdas capaz de disputar la hegemonía al bloque de poder conservador y (formando parte del mismo paquete) romper la posición adoptada por la mayoría de los partidos socialdemócratas europeos, especialmente la de los países del norte de la eurozona que frecuentemente aparecen subordinados a las fuerzas conservadoras en gobiernos de gran coalición.

La idea conductora de la vía europeísta y de izquierdas es la necesidad de hacer cambios institucionales que permitan desarrollar la solidaridad, aumentar la eficiencia en el funcionamiento de la unión monetaria, compartir los costes pero también las ventajas y mutualizar riesgos. Objetivos que exigen mayores niveles de transferencias públicas (especialmente en una situación como la actual en la que los flujos financieros privados son muy insuficientes) desde los países ricos a los de menor nivel de desarrollo y una utilización más eficaz de esas transferencias para comenzar cuanto antes a impulsar el crecimiento sostenible de los países periféricos y reducir las divergencias en el seno de la eurozona. Sin tales reformas, los países periféricos no podrán equilibrar de forma sostenible sus cuentas públicas y exteriores ni será posible llevar a la práctica los principios de cohesión y solidaridad en los que necesariamente debe sustentarse el proyecto de unidad europea, tanto por razones económicas como para facilitar la gestión de las tensiones políticas y sociales.

La denuncia del carácter injusto e ineficaz de las políticas de austeridad y devaluación interna va a seguir siendo una poderosa herramienta de desgaste de la estrategia de salida de la crisis impuesta por la derecha europea, pero es insuficiente. Es necesario también completarla con el desarrollo de un plan de reforma institucional que facilite una salida más justa, rápida y solidaria de la crisis y, al tiempo, refuerce el proyecto de unidad europea.

La vía conservadora liderada por Alemania debe ser descartada por múltiples razones: en la práctica ha dado muestras claras de su ineficacia para lograr los objetivos que pretende; relega a una fase posterior indeterminada los elementos centrales de la imprescindible reforma institucional de la eurozona; y, mientras se espera la aparición de las condiciones que den luz verde a ese cambio institucional, impone ciegas y estúpidas normas aritméticas que provocan un injusto reparto de costes entre los socios (a favor de los países del centro y en contra de los países de sur de la eurozona) y entre clases y sectores sociales de cada Estado miembro (a favor de las rentas de capital y en contra de los salarios y los derechos laborales de amplios sectores de las clases trabajadoras vinculados a las actividades menos rentables y productivas).

Una eurozona tan heterogénea y fragmentada como la que existe en estos momentos no puede ser estable y podría llegar a ser inviable si no se ponen en pie dosis adecuadas de federalismo y mutualización de deuda pública, costes y riesgos encaminadas tanto a lograr niveles asumibles de desequilibrio en las cuentas públicas y exteriores de los países periféricos como a impedir la ampliación de las divergencia de estructuras y especializaciones productivas.

Las fuerzas partidarias de la vía europeísta y solidaria deben reflexionar y debatir más sobre qué reforma institucional puede y debe llevarse a cabo. No basta con constatar que una unión monetaria compuesta por economías muy heterogéneas no es estable ni viable en ausencia de un sistema fiscal federal o una unión financiera, hay que concretar qué tipo de federalismo, qué líneas y etapas principales debe recorrer el cambio institucional y de qué forma se pueden hacer compatibles las medidas contracíclicas encaminadas a absorber crisis específicas de algunos de los Estados miembros y las políticas destinadas a menguar las disparidades estructurales entre los socios.

Dos vías para cambiar las instituciones europeas