martes. 19.03.2024
teresa may

Las últimas semanas han sido un calvario. Theresa May ha tenido que emplear todas sus habilidades y exprimir su aparentemente inagotable capacidad de paciencia para mantener a flote la barca, en espera de que apareciera el horizonte

Theresa May no es la sucesora de Margaret Thatcher para los conservadores británicos. Ni en la felicidad del triunfo, ni en la desdicha del fracaso. Ni siquiera en el drama shakespeariano de la conjura o la traición. La premier de este atribulado inicio de siglo carece de la pasión que derramaba su antecesora a finales de la centuria pasada. Cada una es producto de su tiempo, como casi todos los líderes políticos. Pero Thatcher contribuyó a definir el suyo, mientras May se acomoda al que le ha tocado vivir, que no protagonizar. La dama de hierro fue una transformer; la mujer que ocupa ahora el 10 de Downing Street apenas si pudiera ser definida como una adapter.

El pasado martes, Rafael Behr, articulista de THE GUARDIAN, escribía, a cuenta de este turbulento proceso de separación británica de la Unión Europea que Theresa May era una remainer en lo económico y una brexiter en lo cultural. Estas dos almas, que unos pueden considerar paralelas y otros contradictorias, reflejan en realidad el oportunismo político de la dirigente británica, una constante de su carrera política. Nunca se ha sabido bien qué línea defendía Theresa May cuando llegó a la cúspide de un sistema tan masculinizado como el de los tories.

Cuando el malhadado David Cameron quiso cortar el nudo gordiano de la cuestión europea que estrangulaba el debate en su partido convocando un referéndum supuestamente clarificador, May se posicionó con la tibieza habitual en ella en el lado de los remainer, de los que, de mala gana pero con pragmatismo sin disimulo, consideraban preferible quedarse, eso sí, modificando las condiciones de pertenencia. Participó en la campaña del referéndum como si no fuera con ella, como si tuviera miedo a comprometerse demasiado, más por una estética del deber que como una manifestación sincera de lealtad.

Triunfó el NO a Europa, ganó el Brexit, Cameron se marchó a casa y, con mayor o menos convencimiento, el derrotado primer ministro abrió las puertas de la sucesión a su secretaria del Interior. May, formalmente del lado de los remainers, se convirtió en ejecutora de los designios de los brexiteers. Ni siquiera necesitó cambiar el discurso, porque nunca tuvo uno que mereciera tal nombre. Su estilo político no consiste en marcar el rumbo, sino en navegar con el menor desgaste político, surfear sobre el oleaje y llegar a puerto como sea.

Brexit means Brexit fue su mantra durante el inicio de su mandato. Una consigna con la que quiso apaciguar a los euroescépticos que desconfiaban de ella para encabezar el sonoro divorcio con Europa. Para apalancar esta confianza forzada, pobló de brexiters su gabinete, y en puestos no precisamente menores, como el de Exteriores (el mercurial Johnson) o el propio encargado del divorcio (el taimado Davis). A los conservadores euroresignados alarmados por el resultado de la consulta, May les pareció una partenaire sospechosa. Nunca la tuvieron, y con razón, como fiable defensora de sus tesis.

May se adaptó al espíritu imperante marcado por el orgullo del nacional-populismo tory, aunque ella, por carácter y temperamento, se encuentre muy alejada de ese sentimiento político. Comenzó a mostrarse muy brexiter, sin serlo, mientras navegaba por las aguas agitadas de Westminster, pero se protegía con su armadura adapter al visitar Bruselas u otras capitales europeas, componiendo el pragmático gesto de it’s this way (esto es lo que hay).

Esta ambigüedad calculada fue brillantemente captada por el semanario liberal The Economist (sólidamente remainer), que motejó a la primera ministra como Theresa Maybe. Theresa quizás o Theresa tal vez. Es decir, Theresa... depende de las circunstancias.

Pero esta argucia exitosa o resultona tenía fecha de caducidad, marcada por la lentitud de las negociaciones de separación con Bruselas y por la exasperación de sus colegas políticos, incluyendo los propios miembros de su gabinete. Incluso los más templados empezaron a preguntarse si May tenía una estrategia o sólo seguía instrucciones de un manual de supervivencia. Hubo deserciones, proliferaron las caras largas en las reuniones de Downing Street y se creó en una atmósfera confusa, de niebla política, de futuro incierto, de todo es posible... incluido un referéndum de salida. El Brexit means Brexit empezó a ser asaltado por la duda sobre si Brexit means whatever... o será lo que sea.

Este pasado verano, May, auxiliada por sherpas y apoyada solamente por unos pocos ministros más o menos fieles, o tan escurridizos como ella, alentó el Plan de Chequers, con el convencimiento de que había dado con la piedra filosofal, es decir, tomar de la UE lo conveniente (los beneficios económicos) y zafarse de lo molesto (las exigencias de la libre circulación de personas, es decir la inmigración, o la justicia europea). El gambito era un wishfull thinking, tan indefinido que hizo desconfiar a los brexiters duros y obtuvo sólo el apoyo tibio de los brexiters más pragmáticos. Con esta debilidad sin disimulo se presentó May en Bruselas en octubre. Y se vino con las orejas calientes. Macron, en su habitual tono tenor, y Merkel, casi siempre barítona, le descalificaron el expediente.

Las últimas semanas han sido un calvario para Theresa, la dúctil. Ha tenido que emplear todas sus habilidades y exprimir su aparentemente inagotable capacidad de paciencia para mantener a flote la barca, en espera de que apareciera el horizonte. El escabroso asunto de Irlanda, el backstop o barrera de seguridad, para garantizar una frontera que no pareciera una frontera, que conciliara el acuerdo de pacificación en Irlanda del Norte con la sacrosanta vinculación del Ulster al Reino Unido, estuvo a punto de arruinar definitivamente el acuerdo. Finalmente, se optó por la frialdad de las soluciones técnicas, para intentar aplacar el ardor de los sentimientos nacionalistas. Pero se trata de un apaño, no hay que engañarse.

El proceso del Brexit ha sido, estos dos años y medio, un relato bífido, un solapamiento de las negociaciones técnicas UE-UK con las pasiones políticas en Londres. Lo anticipó Barnier, el negociador jefe de la UE, unos días antes de que sustanciara el acuerdo latente: la suerte dependerá de lo que pase en Westminster, no de lo que puedan pactar los europeos con el gobierno británico. Y así ha sido.

Al final, la propuesta de acuerdo consiste, en realidad, en prolongar el partido, no en resolverlo. En Europa se ha preferido no precipitar una situación caótica que la clarificación de la espina británica. May pretende disponer de algo con lo que blindarse para prolongar su paciente lucha por mantenerse. Ha variado ligeramente de guion al elegir el órdago para desafiar a los brexiters más recalcitrantes, sabedora de que no hay una alternativa mejor que la suya. May opera con una lógica pura de poder. No es una ideóloga, es una superviviente.

Esta ambivalencia dialéctica entre sus dos almas le ha servido para resistir, pero ambas han quedado deterioradas o perdidas en el empeño. Ha capeado la rebelión impotente en su gobierno y ha abortado la sangría de las cartas de desconfianza en el Comité 1922, otra antigualla del conservadurismo tory, que opera como una suerte de tribunal donde se prescribe el camino del calvario de los  premiers desventurados.

Dijo Churchill que a los primeros ministros conservadores se les debía de apoyar hasta la reverencia mientras gozaran de la confianza del partido, pero merecían ser lanceados cuando la perdían. Esta sentencia del histórico referente de los tories parece haber sido aprendida por Theresa May, aunque muy a sus manera. Después de todo, lo suyo no es la convicción, sino la condición.

Las dos almas perdidas de Theresa May