viernes. 29.03.2024

Conviene que el cienmilmillonario árbol de la deuda griega no impida ver el bosque de una economía devastada que ha perdido gran parte de su sustancia productiva, ha visto seriamente deteriorado y disminuido su crecimiento potencial y no dispone de un modelo de crecimiento ni de los recursos humanos y de capital para reconstruirlo por sus propios medios

Schäuble, ministro alemán de Finanzas y mandamás del Eurogrupo, piensa y lo dice en público que la salida de Grecia del euro hubiera sido una solución mucho mejor que el acuerdo aprobado el pasado 12 de julio. Tsipras, primer ministro griego, declara en televisión que pondrá en práctica un mal acuerdo en el que no cree.

Si el primer damnificado y el principal hacedor valoran que no es un buen acuerdo, ¿quién va a decir lo contrario o desmentirlo? Se trata, sin duda, de un mal acuerdo impuesto por los que tienen la capacidad y el poder de forzar ese implacable e ineficaz nivel extremo de austeridad…  a extraños. Contando con el respaldo activo de buena parte de los socios y un lamentable juego de representación de una meliflua posición propia por parte de Hollande y demás.

La ciudadanía griega y el Gobierno de Tsipras se han resistido todo lo que han podido o, si se prefiere, se han acercado mucho a ese nivel máximo de resistencia que no conlleva el suicido o el martirio. Habrá habido errores en la gestión de las negociaciones, pero solo publicistas (personas que ejercen la publicidad, por mucho que pretendan hacerse pasar por analistas) al servicio del amedrentamiento del pueblo griego y que sirvieron en la infame campaña que equiparaba el referéndum con la salida del euro y tenía por objetivo la derrota de Syriza y Tsipras, son capaces de escribir ahora que los niveles de dureza introducidos en el acuerdo, “nunca vistos en la eurozona”, se deben a la convocatoria del referéndum, la estrategia de confrontación, trufada de provocaciones a Alemania, seguida por el Gobierno griego, etcétera.

Hay que repetirlo porque tiene su importancia: supuestos analistas y descarados publicistas de la causa que lideran Merkel y Schäuble han puesto su grano de arena en la imposición y mantenimiento de ineficaces e injustas medidas de austeridad en Grecia. Ni a unos ni a otros se les ocurriría plantear tales medidas en Alemania, en ningún caso y bajo ninguna circunstancia. Que no se escondan bajo lastimosos intentos de equidistancia entre Shäuble y Tsipras. El acuerdo alcanzado es más de lo mismo. Más de los mismos recortes que pretendieron aprobar a lo largo de varios meses de negociación y que impusieron en los dos rescates anteriores, sin referéndum y con plena sumisión de los gobernantes griegos. Más de la misma austeridad, es cierto, que la contenida en propuesta planteada por el Eurogrupo antes de la convocatoria del referéndum. Pero, ¿cuestiona en algo ese último intento de resistencia de la ciudadanía griega ante lo que considera injusto e ineficaz que no lo haya conseguido?, ¿hacen mejores a las diferentes propuestas del Eurogrupo que se han impuesto finalmente que sean tan injustas e ineficaces como todas las anteriores? 

La voluntad de resistencia del pueblo griego no ha logrado que los líderes de la eurozona entren en razón, pero su fracaso no le da a la Troika ni un gramo más de legitimidad o razón para imponer de nuevo las mismas ideas y políticas a Grecia.

Tsipras admite que es un mal acuerdo que no ha sabido o podido evitar, frente a la catástrofe económica y social que hubiera supuesto la alternativa que prefería Schäuble. Es una posición discutible. Y en eso están la ciudadanía griega y sus legítimos representantes políticos, discutiéndolo. Respeto y solidaridad con ésta y futuras decisiones. Y deseos de que acierten a desbrozar la vía menos mala. Ya habrá tiempo de examinar las decisiones y sus resultados. Analizar. No contaminar, mentir o mezclar dislates, opiniones, indicios y evidencias al servicio de una posición o causa predeterminadas.

Al margen de lo que pueda pasar en los próximos días con la aprobación del acuerdo, conviene observar el acuerdo entre Grecia y sus acreedores con algo más de perspectiva.          

Alemania, país que lidera el bloque conservador que mantiene las riendas de Europa y ha mangoneado el proceso negociador con Grecia, quiere preservar lo esencial de la estrategia de salida de la crisis que impuso en 2010 y sus bases de austeridad y devaluación salarial. Merkel y sus aliados (entre los que se incluye, para su vergüenza, la socialdemocracia europea visible) no están dispuestos a tolerar que un Gobierno díscolo de un país periférico rechace las políticas de austeridad. Grecia tiene un peso económico cercano a la insignificancia y muestra una fragilidad económica y financiera que reduce al mínimo sus opciones de ofrecer una estrategia alternativa. Merkel y compañía no van a permitir que ese pequeño y díscolo socio modifique la política europea. Que nadie sueñe tampoco que un posible eje de la izquierda alternativa de Syriza y Podemos vaya a modificar sustancialmente ese escenario y la relación de fuerzas. La tarea de construir una alternativa económica viable es mucho más difícil y compleja.

Las reformas de la eurozona, que sigue siendo una obra inacabada cargada de debilidades e incoherencias institucionales, se harán cuando Merkel y sus aliados consideren. En ningún caso antes de que los países del sur de la eurozona pongan en orden sus cuentas públicas y exteriores, acepten las prioridades establecidas y respeten los objetivos marcados. Y mientras tanto van a seguir presionando al Gobierno de Syriza, en estas y futuras conversaciones, y a cualquier otro Gobierno que agite las aguas. Aún a riesgo de que la presión se les vaya de las manos. 

El poder de negociación de Grecia no residía, como han demostrado los hechos, en la amenaza que pueda representar para el resto de los socios que suspenda pagos o salga de la eurozona. El poder de negociación de Grecia se ha sustentado en dos pilares: primero, el compromiso de Syriza con sus electores y con la mayoría social griega; segundo, su propuesta a favor de otra Europa, solidaria, cooperativa, cohesionada y democrática, que resulte acogedora y útil para todos los Estados miembros y el conjunto de la ciudadanía europea. Su poder negociador no ha sido suficiente, pero ahí están las claves de cómo se puede desarrollar una alternativa social y política en Europa a una estrategia de austeridad que va a seguir viva y causando estragos en el corto y medio plazo.

¿Y en el largo plazo? Todos calvos, sin duda. Pero puede también que las izquierdas y fuerzas progresistas europeas acierten en la muy difícil tarea de construir una estrategia alternativa que rellene su propuesta, por ahora poco más que una carcasa, de más Europa con mejores instituciones y más solidaridad y cohesión.

Quedan días cargados de incertidumbre y dificultades, hasta que se refrende por parte de varios parlamentos de la eurozona los compromisos incluidos en la Declaración de la Cumbre del Euro del pasado 12 de julio. Al tiempo, hay que buscar soluciones para las urgentes necesidades de financiación de Grecia, que ascienden a 7.000 millones de euros para el 20 de julio y otros 5.000 millones para el 20 de agosto, y la no menos urgente recapitalización del sistema bancario griego, que supondrían de forma inmediata otros 10.000 millones y el establecimiento de un colchón de varios miles de millones más destinado a afrontar los costes imprecisos pero seguros de resolución bancaria. Y quedan semanas, de no menor incertidumbre y nuevos episodios críticos, de negociación del nuevo memorando de entendimiento.

La reestructuración de la deuda griega

La victoria del no en el referéndum griego ha tenido la virtud, entre otras muchas, de poner encima de la mesa de negociación la necesidad de una nueva reestructuración de la deuda pública griega. Problemas económicos y políticos de enorme entidad dificultaron el tratamiento abierto de esa cuestión en pasadas conversaciones y van a seguir dificultándolo en la nueva ronda negociadora que se abre con el reciente acuerdo.

Algo se ha conseguido en el acuerdo de 12 de julio. Con todas las precauciones que eran de esperar, en ese acuerdo aparece la cuestión de la reestructuración: “… el Eurogrupo está preparado para considerar, de ser necesario, posibles medidas adicionales (periodos más largos de gracia y amortización), a fin de garantizar que las necesidades financieras totales permanezcan en un nivel viable. Tales medidas estarán condicionadas a la plena aplicación de las medidas que habrán de convenirse en un nuevo posible programa con Grecia y se tomarán en consideración una vez haya finalizado satisfactoriamente la primera revisión.”

Nada que pueda cambiar el sentido del acuerdo ni ser interpretado de forma explícita como una concesión que ofrezca ventajas de algún tipo a Syriza y la izquierda europea contraria a la austeridad.

Pocos dudan hoy de la necesidad de aligerar el fardo de una deuda pública de 321.700 millones de euros (177% del PIB) si se quiere dar una oportunidad de recuperación a la economía griega y, por tanto, hacer mínimamente creíble la posibilidad de que devuelva parte del dinero que se le ha prestado. La enorme cuantía de la deuda pública griega es un problema importante, pero no es el problema. La reestructuración de la deuda es parte de la solución, pero no es la solución. Conviene que el cienmilmillonario árbol de la deuda griega no impida ver el bosque de una economía devastada que ha perdido gran parte de su sustancia productiva, ha visto seriamente deteriorado y disminuido su crecimiento potencial y no dispone de un modelo de crecimiento ni de los recursos humanos y de capital para reconstruirlo por sus propios medios. Ni fuera de la eurozona ni en esta unión monetaria y esta Europa. Ni con una deuda pública del 120% del PIB a la que se aspira ni, mucho menos, con su actual nivel de 177%.

La economía griega es insolvente y la solución a ese grave problema no pasa por camuflar esa situación (como ya se hizo en el primer rescate de 2010 y se volvió a hacer en el segundo rescate de 2012) con un tercer plan que exige más recortes y austeridad a cambio de un dinero destinado a mantener la ilusión de que la deuda se puede pagar y que la solución a todos los problemas pasa por equilibrar las cuentas públicas a como dé lugar. Tampoco puede pasar por una salida de la eurozona que representaría una gran incógnita para el futuro del euro, un importante quebranto para el conjunto de los socios y una catástrofe para Grecia si fuera desordenada o sin contar con un acuerdo negociado con sus socios de la eurozona para encajar los inevitables costes.

Nadie en Europa, ni siquiera Merkel y compañía, se opone por principio a una quita que elimine parte de la deuda pública griega o a una reestructuración que disminuya la carga financiera o aplace los pagos de su devolución. De hecho ya se produjo una importante eliminación de deuda en 2012 y se aprobaron varias medidas importantes de reestructuración. Bien es verdad que aquella quita sirvió para aminorar las pérdidas de los acreedores privados y se hizo en el momento más adecuado a los intereses de esos acreedores, cuando los bancos concernidos ya se habían desprendido de una parte de la deuda griega y provisionado el resto, escalonando en varios ejercicios la contabilización de las futuras pérdidas.

La oposición de los líderes políticos europeos y de su principal guía, Merkel, a eliminar una parte o reestructurar la deuda griega no se sustenta en principios económicos o  dosis de maldad intrínseca e indiferencia ética ante el sufrimiento que causan sus decisiones a extraños. Tampoco, en su subordinación al ciego discurrir de los mercados y a los intereses de los grandes poderes económicos. Aunque ninguno de esos factores haya que descartarlos del todo y, probablemente, ejerzan su influencia.

El problema es mucho más prosaico e inmediato, Merkel no está dispuesta a que le marquen la agenda. Lo que toca ahora es que los países del sur de la eurozona alcancen un cierto equilibrio de sus cuentas públicas y exteriores mediante la aplicación de las recetas de austeridad y devaluación interna que están en marcha. Ya veremos cuando toca abordar, en su opinión que es la que cuenta, la quita de la deuda griega, llevar a cabo las reformas institucionales que requieren la eurozona y la propia UE o modificar la austeridad a ultranza que se ha impuesto. Mientras tanto, disciplina, rigor y que nadie ose salirse de la fila. Y menos aún, una izquierda situada en posiciones de poder institucional y contraria a la estrategia de austeridad que intenta disputar la hegemonía a la derecha conservadora y pretende un reequilibrio de las relaciones de poder en la UE y un nuevo rumbo para Europa. Merkel y compañía no han podido, como pretendían, desplazar a Tsipras del Gobierno y aislar a Syriza, pero no van a renunciar a seguir intentando desgastarlos.    

Gracias al segundo plan de rescate de 2012 y a una quita de la deuda griega en manos de los acreedores privados que supuso borrar 107.000 millones de euros se resolvió la delicada situación patrimonial de los bancos y fondos de pensiones privados europeos que detentaban esa deuda y a los que la declaración de impago por parte de Grecia ocasionaba pérdidas millonarias y situaba en posición de quiebra técnica.

Tras el fracaso de los dos primeros rescates, muchos economistas e instituciones financieras (en primer lugar, el FMI) han reconocido el error del tratamiento de la deuda griega, por haber aportado financiación a una economía insolvente que hubiera necesitado una quita importante desde el principio de la crisis, porque no es capaz de equilibrar sus cuentas públicas sin causar destrozos mayores en su economía ni generar recursos para pagar la deuda existente o, mucho menos, la acumulación de deuda que generan los nuevos préstamos. De hecho, el FMI y su actual presidenta, Lagarde, siguen siendo partidarios de una quita por parte de las instituciones europeas que detentan ahora la mayor parte de la deuda soberana griega. La quita de la deuda griega ya se ha producido una vez, al igual que diferentes modalidades de reestructuración. Y volverán a producirse de nuevo, pero en su momento.

Ahora, las instituciones europeas rechazan aceptar una nueva quita por, al menos, tres motivos o temores: primero, la creación de un precedente que suponga un premio para Grecia y un agravio para los otros países rescatados; segundo, la reacción de sus respectivas opiniones públicas, que tendrían que soportar como contribuyentes parte de la eliminación de la deuda griega; y tercero, el impacto sobre la solvencia de algunos de los Estados miembros que realizaron directa o indirectamente esos préstamos. Temores racionales y comprensibles, más aún en momentos tan delicados como los actuales, si no fuera porque con su negativa absoluta a buscar soluciones ocasionan pérdidas y riesgos de mayor calado y extensión y un alcance económico y político incalculable. 

La legitimidad añadida por el referéndum a Tsipras no ha impedido que el nuevo acuerdo y las bases de la nueva ronda de negociación sean muy parecidos a las de la última propuesta realizada por la Troika justo antes de la celebración del referéndum. El problema mayor para alcanzar este acuerdo no ha sido qué mejoras ha intentado lograr Grecia respecto a las concesiones ya realizadas anteriormente, sino de qué forma concreta se han plasmado esas concesiones en la Declaración de la Cumbre del Euro de pasado 12 de julio y, sobre todo, hasta qué punto podría servir como contrapeso la leve admisión de que quizás sea necesario aprobar nuevas modalidades de reestructuración de la deuda con posterioridad. La breve referencia obtenida en la Declaración no parece suficiente contrapeso.

Hace falta tiempo y debate político de altura para que la ciudadanía griega se haga cargo de la nueva situación. También la ciudadanía alemana necesita armarse de una visión más ajustada de los intereses alemanes en juego y un diagnóstico menos ideológico de los problemas de los países del sur de la eurozona. Dichos problemas no están asociados al calor o el relajo de las costumbres sino al mal funcionamiento de la eurozona antes de la crisis, las políticas de austeridad aplicadas después y una mala gestión política, antes y después de la crisis, que no ha permitido abordar las debilidades e incoherencias institucionales que caracterizan a esta unión monetaria.   

Así como la intensificación y prolongación de la crisis económica y social griega y la falta de vías de salida pueden deteriorar aún más los apoyos políticos y sociales del Gobierno de Syriza en las próximas semanas. En el otro lado, en Alemania, también ha crecido el hartazgo frente a lo que se ha entendido como un nuevo intento de Grecia de vivir a costa de Alemania y los otros países de la eurozona.

Entre la ciudadanía alemana ha crecido el rechazo a que la UE haga “más concesiones a Grecia”. Y ese rechazo ya es abrumador. Según el Politbarometer publicado el pasado 12 de junio por la cadena de la televisión pública alemana ZDF, un 70% de los encuestados se oponía a hacer más concesiones a Grecia mientras tan solo un 24% se mostraba favorable. En el último Polibarometer publicado el pasado 3 de julio (justo antes del referéndum), el rechazo a realizar más concesiones había crecido hasta el 85% frente a un 10% que consideraba conveniente hacerlas. La adscripción ideológica de los encuestados parece pesar menos que el hartazgo nacional alemán ante una Grecia a la que consideran despilfarradora y holgazana. A su entender, los griegos viven a costa del sufrido contribuyente y productivo trabajador alemán y no están dispuestos a que las cosas sigan así. Y esa visión sobre Grecia y sus ciudadanos era compartida por los votantes de todo el espectro político alemán. Ni siquiera entre los votantes de Die Linke (La Izquierda), que comparte grupo en el Parlamento Europeo con Syriza, ganan los partidarios de hacer nuevas concesiones a Grecia: tan solo el 28% de sus votantes se mostraba a favor de hacerlas; les seguían los votantes del socialdemócrata SPD (18%), Los Verdes (15%), CDU/CSU (4%) y AfD (3%). Malos políticos con pésimos argumentos y estrechas miras nacionales causan estragos en el proyecto de unidad europea. En tal situación, ni siquiera Merkel puede actuar con total libertad.

En la negociación entre Grecia y la Troika,  todos los temas a debate y las discrepancias giran en tono a la deuda, pero recuperar la economía griega exige algo más que preocuparse de la deuda. Hay otros muchos problemas económicos que deben incorporarse al debate y ocupar un espacio de similar importancia que el de la deuda, porque sin recuperar la economía y el crecimiento potencial será imposible recuperar la solvencia y Grecia se verá abocada una y otra vez a afrontar nuevas crisis de deuda.

La devastada economía griega

Sin recuperar el crecimiento a largo plazo, Grecia no puede pagar su deuda, ni ahora ni en un futuro en el que lo previsible esté relativamente acotado. Grecia es insolvente y lo seguirá siendo por mucho que reciba dinero fresco de sus socios europeos para atender sus pagos inmediatos y prolongar la ficción de que puede pagar sus deudas.

Grecia necesita con urgencia que sus socios de la eurozona le proporcionen nueva financiación para evitar la paralización de la economía. Pero los problemas fundamentales de Grecia no surgen de su deuda, ni de su origen o cuantía. Son las estructuras y especializaciones productivas de Grecia las que generan deuda (pública y exterior) y muestran su insolvencia. A esos factores se suman el despilfarro y la corrupción propios de administraciones públicas laxas, con tan escasa regulación como control ciudadano, que han practicado durante décadas el clientelismo y se han sustentado en él. Pero hay que repetirlo, los problemas de insolvencia de Grecia surgen de su estructura económica.

Debe actuarse sobre el insoportable fardo que supone la deuda, para aligerarlo. Probablemente, aceptando que primero se reduzcan aún más los costes financieros y se aplacen pagos y, posteriormente, anulando parte de la deuda; pero hay que actuar también sobre las estructuras económicas e institucionales que generan el endeudamiento, tanto antes como después de la crisis de 2008 y los rescates, tanto si Grecia permanece en la eurozona como si, dentro de unos meses o años, acaba siendo  expulsada por sus socios o se acuerda una salida ordenada del euro.

El nuevo acuerdo económico sigue centrado, casi exclusivamente, en los recortes y el incremento indiferenciado de la carga fiscal que sufren las personas físicas. Y como en anteriores rescates se producirá una nueva compresión de la demanda interna que desanimará la inversión de las empresas domésticas y extranjeras y un nuevo deterioro de la solvencia presupuestaria que acabará impactando sobre el crecimiento potencial y alimentando una nueva espiral recesiva. De poco sirve en ese contexto una quita, porque la lógica económica volvería a engordar la deuda pública, si no va acompañada de medidas destinadas a impulsar la productividad global de los factores productivos y recuperar el crecimiento potencial. Haría falta abrir la puerta a una negociación que, en lugar de darle una patada a la bola de los problemas para ganar tiempo y que parezca que la economía está viva y se mueve, apueste por una salida inteligente y duradera.   

Recuperar sustancia económica, tejido empresarial y músculo industrial exige ocuparse de algo más que la deuda. Habría que empezar a reforzar los sectores en los que Grecia tiene ventajas comparativas (por todas partes se habla, como ejemplo, del turismo, el sector agroalimentario y las energías renovables) y para ello es imprescindible el apoyo de fondos de inversión productiva europeos. Hay que revertir el proceso de deformación de la estructura productiva griega hacia los sectores menos productivos. Y hay que dotar a la economía griega de un músculo industrial mínimo, ya que el valor añadido bruto generado por el sector manufacturero es el segundo más bajo de la eurozona, después de Chipre, y apenas suponía un 7,4% del PIB o, lo que es lo mismo, la mitad que la media europea. Y para ello es imprescindible también, además de una política industrial propia, el apoyo de fondos europeos de inversión productiva.

El impulso de la reindustrialización y la productividad global de los factores es tan necesario para equilibrar las cuentas públicas y exteriores como un manejo razonable y muy medido, para no ahogar el crecimiento, del alza de los tributos sobre aquellos sectores sociales y agentes económicos que pueden encajarla. Tan importante como la reducción de los gastos públicos de carácter superfluo o prescindible, no de la inversión pública ni de aquellos gastos que son necesarios para el crecimiento (educación y salud) o afectan a los bienes públicos y la protección social.    

La vía que se ofrece a Grecia para recuperar la solvencia se ha demostrado intransitable. Y llevan cinco años empeñados en lograrlo a base de austeridad, recortes y devaluación salarial. Y solo han conseguido empobrecer a la mayoría social, deteriorar el crecimiento potencial y elevar la deuda pública hasta niveles estratosféricos.  

En el marco de la estrategia de austeridad, conseguir la solvencia externa exige aumentar las exportaciones y, tanto o más importante, impedir un aumento paralelo de las importaciones. Los recortes en los costes laborales y el presupuesto público pretenden, sin conseguirlo, ambos objetivos: incrementar la competitividad sustentada en la reducción de los precios de exportación y conseguir una compresión de la demanda interna que limite las importaciones y genere un superávit por cuenta corriente que, al menos, mantenga la deuda externa neta controlada, sin que se incremente su peso porcentual respecto al PIB.

Por otro lado, conseguir la solvencia presupuestaria a corto plazo exige un recorte brutal e injusto del gasto público o un incremento tan brutal e injusto de los ingresos tributarios que no afecten a la rentabilidad de las empresas y, por tanto, permitan impulsar la inversión interna y atraer al ahorro y la inversión directa del resto del mundo. Esas políticas de austeridad han cosechado un rotundo fracaso en Grecia: han aumentado sus desequilibrios macroeconómicos, han devastado su tejido productivo, empresarial y político, han empobrecido a la mayoría social, han tensado el conflicto sociopolítico y, a la postre, han consolidado y profundizado la situación de insolvencia de la economía griega.     

El problema y los impactos de las medidas de austeridad impuestas a Grecia también reflejan los graves problemas que afrontan el proyecto de unidad europea y las bases económicas e institucionales que lo sustentan. ¿Cómo alcanzar niveles de cohesión que son imprescindibles para que la unión monetaria funcione adecuadamente, difunda sus potenciales ventajas y resulte beneficiosa para todos los socios? ¿Cómo justificar una unión monetaria y un proyecto de unidad europea que no promueven la convergencia entre sus socios y contribuyen a incrementar las fracturas productivas, económicas y sociales entre los Estados miembros?

Tras el nacimiento del euro, la reducción de las diferencias en los niveles de renta por habitante de los Estados miembros se produjo a costa del sobreendeudamiento exterior de los países periféricos de menor desarrollo (Grecia, Irlanda, Portugal y España). El estallido de la crisis financiera global demostró que tal modelo de crecimiento y convergencia era inviable. Los mercados financieros se cerraron a los países del sur de la eurozona y los sistemas bancarios de los países excedentarios del norte de la eurozona interrumpieron de forma radical el flujo de préstamos a los agentes económicos públicos y privados de los países periféricos (que habían alcanzado niveles de deuda externa neta próximos al 100% del PIB). La actividad económica vinculada a la burbuja financiera se desplomó y el consiguiente aumento de los tipos de interés y el desempleo se hicieron insoportables. El estallido de la burbuja financiera mostró que la convergencia económica de los países de baja renta del sur de la eurozona respecto a los países del norte no puede sostenerse de forma duradera en flujos de financiación que generan una deuda externa neta insostenible.

Una unión monetaria como la eurozona, que no cuenta con una mínima unidad presupuestaria y fiscal, no puede tener Estados miembros sobreendeudados. Solo hay dos herramientas para mantener la convergencia económica y un mínimo nivel de cohesión económica, social y territorial en tal situación. Primera, favorecer la productividad global de los factores de los países de menor renta por habitante para que crezcan de forma saludable y sostenible  y se aproximen a la renta por habitante de los socios de mayor desarrollo. Segunda, garantizar suficientes transferencias de renta (en un marco federal que suponga un desarrollo institucional y avances sustanciales en la unidad fiscal y presupuestaria) que permitan reducir las diferencias.

Ambas opciones son compatibles o complementarias y se basan en la cooperación y la solidaridad entre los Estados miembros; todo lo contrario de la insolidaridad y la competencia entre los socios que alientan las políticas de austeridad. Ninguna de las dos opciones está sobre la mesa de debate de las instituciones europeas ni, en consecuencia, se van a ofrecer a corto o medio plazo a Grecia. De este modo, las negociaciones entre Grecia y sus acreedores permitirán, en el mejor de los casos, salir del paso, lo cual no deja de ser muy importante en la crítica situación actual, pero mantendrán a la economía griega en una situación próxima a la congelación o el bloqueo. Pueden evitar lo peor, en función de los intereses y los objetivos que el poder hegemónico conservador considere en cada momento, pero no permiten avanzar en la búsqueda de soluciones duraderas como propone con sobradas razones y una perseverancia digna de mejores resultados el Gobierno de Tsipras.

Por ello, el diálogo emprendido hace algo más de cinco meses, tras el triunfo electoral de Syriza, ha tenido tan poco recorrido. Y algo parecido puede ocurrir tras el acuerdo, en la nueva etapa  negociadora que pugna por abrirse paso. Puede conseguir que la pelota siga rodando y prolongar la situación sin agravar los problemas. Lo peor de este mal acuerdo es que no puede arreglar nada y va a seguir dañando a la economía y la sociedad griegas.

Para las instituciones europeas, las negociaciones con Grecia van a seguir siendo un método de desgaste y división de Syriza y un aviso para la ciudadanía griega, portuguesa y, sobre todo, española, de lo que van a tolerar o no. El Gobierno griego pretende no perder el apoyo de la mayoría social que hasta ahora le respaldaba, lograr una amplia unidad de acción con el resto de fuerzas democráticas, resistir en algunas  posiciones fundamentales, aceptando que las concesiones forman parte indisoluble de la resistencia a las políticas de austeridad, y seguir alimentando la necesidad de negociar soluciones duraderas a la espera de que otras fuerzas alternativas alcancen posiciones de poder institucional y ayuden a disputar la hegemonía al bloque conservador en Europa. 

Tsipras pretendía un acuerdo que le permitiera cumplir sus compromisos, tanto con los electores que le habían votado para acabar con las políticas de austeridad como con la mayoría social que le ha respaldado en el referéndum. No parece haberlo conseguido. Hay indicios, sin embargo, de que Tsipras tiene la voluntad y la fuerza de intentar hacer compatibles ese mal acuerdo y la perspectiva de construir a largo plazo una nueva estrategia de crecimiento que tenga presente los intereses de una mayoría social empobrecida y permita protegerla. Es dudoso que pueda conseguirlo, pero su pretensión y su esfuerzo merecen respeto y solidaridad. Y no estaría mal, por si pudiera valer de algo, echarle una mano en nuestras próximas elecciones generales y lograr un doble objetivo: cerrar la pésima etapa de Rajoy y que Grecia no se encuentre tan sola en el escenario de las instituciones europeas y en la tarea de impulsar la nueva Europa.

P.S.: Lo acaba de aprobar el Parlamento griego, a pesar de la fuerte división existente en el comité central y, en menor medida, en el grupo parlamentario de Syriza o entre los integrantes del Gobierno. Se necesitaban 151 votos de un total de 300 parlamentarios y el resultado definitivo ha sido de 229 diputados a favor del acuerdo y 64 en contra. Tanto los comunistas del KKE (15 parlamentarios) como los neonazis de Amanecer Dorado (17 parlamentarios) rechazaban el acuerdo. De un total de 149 diputados de Syriza, 32 han votado “no” (entre ellos el exministro Varoufakis y la presidenta del Parlamento, Konstantopoulou) y otros 6 se han abstenido. Lo cual no debe interpretarse como aquiescencia o sumisión del resto de diputados de la coalición gubernamental (que incluye a ANEL, con 13 diputados). En Syriza y en el Gobierno de Tsipras existe, como no puede ser de otro modo, mar de fondo. Al igual que en la sociedad griega. Demasiados acontecimientos y demasiado rápidos para encajarlos. Y suficientes experiencias en carne propia como para saber que un rescate similar a los dos anteriores va a dar parecidos malos resultados.  

Además de la mayoría de los diputados de la coalición gubernamental, los partidos que habían votado “sí” en el referéndum han vuelto a votar “sí” en el Parlamento: 76 parlamentarios de Nueva Democracia, 17 de To Potami y 13 del Pasok.

Salvado el primer obstáculo, el acuerdo todavía debe ser refrendado obligatoriamente por seis Parlamentos nacionales y, de forma voluntaria, por los Parlamentos de otros Estados miembros de la eurozona que lo consideren conveniente. Así lo ha hecho ya, por amplia mayoría, el Parlamento francés (412 votos a favor, 69 en contra y 49 abstenciones) y así lo hará, también por una mayoría aún más amplia, el Parlamento español antes de su aprobación definitiva en el Eurogrupo. Y después, una larga y dura negociación para concretar la condicionalidad.

Como decía Keynes, lo inevitable no sucede nunca; lo inesperado, siempre. En la crisis griega todavía están por ocurrir muchos acontecimientos y giros inesperados.    

Lo peor de un mal acuerdo