jueves. 28.03.2024
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Entre el décimo distrito de París y Monchy-Saint-Eloi hay apenas 70 kilómetros y un abismo en términos electorales

París no acostumbra a domingos soleados, ni siquiera en primavera. En estas latitudes, las familias, los lectores solitarios y los deportistas se dejan llevar por la fuerza de atracción del sol para llenar hasta el último rincón de cada jardín como si no hubiera mañana, o sabedores de que el próximo fin de semana quizá la lluvia cambia el césped por el sofá. Entre los cerezos en flor y los picnics improvisados, quedaba la esperanza de un enésimo sondeo inexacto, de una toma de consciencia masiva de la figura del abstencionista eterno, de una alternativa a la segunda vuelta que el sistema mediático anhelaba: la indecencia contra la decencia; el peligro contra la estabilidad; el caos contra el rigor ; la amenaza contra el sistema. En el autoimpuesto mundo binario de hoy, no había mejor guión posible.

Entre el décimo distrito de París y Monchy-Saint-Eloi hay apenas 70 kilómetros y un abismo en términos electorales. Uno de los grandes símbolos de la gentrificación de la capital otorgó casi el 38 por ciento de los votos a Emmanuel Macron y apenas el 4 por ciento a la líder del Frente Nacional. Por su parte, el pequeño municipio de Picardía con algo más de 2000 habitantes vio a Marine Le Pen cosechar el 31 por ciento de los sufragios mientras que solo uno de cada seis electores votó por el candidato de En Marche. Algunos de sus habitantes comparten espacio cada mañana en las calles o en las oficinas de la capital; pero la realidad de ambos mundos es cada vez más opuesta. La reducida distancia geográfica no impide la presencia de una fosa entre dos Francias opuestas : la urbana, carrusel de oportunidades -y de una violencia social no verbalizada-; y la periférica, carcomida por el desempleo, por las deslocalizaciones industriales, por la ausencia de porvenir y por un rencor fabricado por las políticas económicas de los gobiernos de Sarkozy y Hollande y por una desigualdad creciente entre lo que podríamos llamar los vencedores y los derrotados de la globalización.

El caso de la región de Picardía es precisamente un claro ejemplo de zona en grave crisis económica. Desde los fabricantes de neumáticos Goodyear y Continental hasta el constructor de electrodomésticos Whirlpool recientemente, decenas de empresas han cerrado -o se han desplazado a otros países- en las últimas décadas, convirtiendo a esta región próxima a la capital en un páramo sin actividad económica y en un vivero de votos para el Frente Nacional de Marine Le Pen. 

El voto tiene dos motivaciones: la primera es la visión de la sociedad que el ciudadano ambiciona para el conjunto de su país ; la segunda es el interés personal. En el voto a Macron -mayoritario en la capital- hay una suerte de optimismo patológico y de pérdida de consciencia de la fractura territorial, del incremento de las desigualdades y de la ausencia de expectativas en las clases populares de las regiones despobladas y con altas tasas de desempleo; el programa abiertamente liberal y marcadamente europeísta de Emmanuel Macron no deja espacio a una visión crítica de las desastrosas políticas acometidas en el Reino Unido o en Alemania por «presuntos» líderes de centro-izquierda en los últimos lustros -y menos todavía del Eurogrupo y de la Comisión Europea frente a los países del sur de Europa-. En la burbuja de la capital, quien pierde un trabajo consigue rápidamente otro; quien asiste a la jubilación de su médico de cabecera, tiene a su disposición un largo abanico de opciones en apenas algunas manzanas. Francia en Europa no es una mala receta a fin de cuentas. Sin embargo, el ejercicio de repliegue sobre sí mismo promovido por el Frente Nacional, basado en la construcción de un castillo invulnerable, con el turbio foso del proteccionismo y de la xenofobia bajo el puente levadizo, es un análisis fácil de asimilar para quienes, aislados y pese a tener un apellido de origen español o italiano, creen que Europa no ha resuelto absolutamente nada en sus vidas. Si a ello le añadimos la responsabilidad de Emmanuel Macron en la deriva liberal acometida por François Hollande -fundamentalmente en la reforma del mercado de trabajo, con un efecto si cabe más notable en las clases sociales más vulnerables-, el potaje del voto frontista presenta una cocción inmejorable. 

La ceguera del voto a Macron -unido a la vacuidad de su programa- cree que no merece la pena cambiar prácticamente nada sino realizar pequeños ajustes (5.000 policías más en las fronteras para reforzar la seguridad, 15.000 plazas de prisión suplementarias, prima de 1000 euros para la compra de un vehículo menos contaminante, supresión de los impuestos municipales, reducción del número de parlamentarios...). Cosmética de mercadillo frente a un verdadero cambio social que no se estima necesario. De hecho, los apoyos al candidato de En Marche desde su afianzamiento como candidato con opciones vinieron del ala liberal del Partido Socialista, del desaparecido centro de François Bayrou, de una buena parte de los grandes grupos de prensa -que fabricaron el mito y lo conducirán seguramente hacia el triunfo- y de una parte del sector empresarial del Hexágono. Unos avales que muestran quién pretende comerse el gran pedazo de la tarta preparada por Emmanuel Macron. 

Marine Le Pen, por su parte, forma parte de esa Francia privilegiada que ha buscado su nicho de mercado en la periferia de las grandes ciudades y en las regiones más vulnerables. La rica heredera al servicio de los desamparados con pasaporte francés arremete contra los todavía más desamparados emigrantes o refugiados de cualquier raza u origen. En este contexto, Europa (el Euro, la Comisión, las directivas europeas, la libre circulación de personas...) atenta contra la soberanía de Francia y contra su bienestar económico y contra su seguridad interior. La salida de la Unión Europea es así la solución a todos los problemas. El etnocentrismo convertido en programa político satisface a quien no sabe por qué su empleo de siempre se evaporó de un día para otro, por qué los servicios públicos de proximidad desaparecieron y por qué su poder adquisitivo es hoy más bajo que nunca. La patria convertida en bandera para ahuyentar la miseria.  

En este contexto desesperanzador a solo nueve días de la segunda vuelta que decidirá quién se convierte en el omnipotente Rey Sol democrático, habría que analizar la frase del traicionado y vencido candidato socialista la noche del 23 de abril. Benoît Hamon dijo: «Hago una distinción clara, total, entre un adversario político y una enemiga de la República». Si se considera a Macron como un simple adversario político, el voto del 7 de mayo no presenta demasiada discusión; frente al fascismo enmascarado de proteccionismo social, una dosis de « más de lo mismo » se impone como necesidad. Sin embargo, si se considera al candidato de En Marche como uno o como el gran artífice del vigor electoral de la extrema derecha gracias a la sibilina terapia de choque económica y social impuesta por él mismo en los últimos cinco años, la papeleta a elegir no parece tan evidente; dicho de otro modo, si Macron no es un adversario sino un enemigo político, si su modelo de sociedad basado en el desprecio de clase se convierte en realidad a partir del próximo mes, la necesidad de abandonar la almohada el domingo por la mañana y de pasar por el colegio electoral de vuelta del mercado parece más incierta. 

Quedan pocos días de campaña: jornadas en las que el discurso del miedo se impone desde los medios, en las que el racismo del día a día -el de la policía, el de las agencias inmobiliarias, el de los responsables de Recursos Humanos...- se olvida como siempre y se enarbola la bandera del antirracismo «filosófico», quizá solamente porque la amenaza del Frente Nacional atenta directamente contra ciertos privilegios del sistema. Después del Brexit y de la elección de Donald Trump, probablemente sería más razonable desde el «macronismo militante» optar por el discurso positivo, por la deconstrucción inteligente del programa frontista, por martillear al público con algunas -de las pocas- reformas que pueden suscitar una adhesión masiva y olvidar los discursos vacíos y la falsa moral de púlpito. Y es que la sorpresa parece tan improbable como cada vez más posible. En los últimos meses, varios muros del centro de la capital francesa aparecieron pintados con el adagio: «Está oscuro en el país de las Luces». Pocas veces la pintura negra de un aerosol había anticipado tan bien la realidad de todo un país.  

¿Patria o patrón?