martes. 19.03.2024
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La OTAN atravesó momentos de incertidumbre tras el derrumbamiento de la URSS, ante las dudas razonables sobre la necesidad de su mantenimiento, desaparecido el enemigo que había justificado su creación en 1949

Que no haya sorprendido a cualquiera mínimamente informado no impide que la tronada de Donald Trump contra sus aliados atlánticos en Bruselas deje de ser asunto de interés máximo en Europa. La OTAN soporta fuego interno, del principal socio, en un momento especialmente inoportuno, si es que alguno pueda ser oportuno en una alianza político-militar. Trump regaña a los amigos y éstos temen que se entregue a los abrazos con Putin en Helsinki, capital evocadora de las más célebres ambigüedades durante la guerra fría.

La OTAN atravesó momentos de incertidumbre tras el derrumbamiento de la URSS, ante las dudas razonables sobre la necesidad de su mantenimiento, desaparecido el enemigo que había justificado su creación en 1949. La amalgama de intereses políticos, económicos, empresariales y militares que sostienen la organización encontraron la manera de justificar su viabilidad por los desafíos que los nuevos escenarios posguerra fría planteaban.

Se realizaron interpretaciones libres o dudosas del Tratado de Washington, se formuló un nuevo concepto estratégico muy dinámico (adaptado a una coyuntura muy variable) y se convino en definir un “nuevo orden internacional” que transformaba la naturaleza misma de la Alianza. En efecto, en lugar de un pacto contra alguien (la URSS), una especie de gran compañía de seguridad para amigos y exenemigos: una nueva arquitectura de seguridad continental, ahora euroasiática. Con este planteamiento se inició el crecimiento de la OTAN, como efecto ineludible esa nueva visión optimista (no necesariamente realista).

Pero esa oferta de brazos abiertos no fue una barra libre. A los países satélites se les recibía con entusiasmo (más aún: se les invitaba a entrar), pero para la heredera de la URSS se orquestó un procedimiento más alambicado (un Consejo de Cooperación). Entre otras cosas, porque la nueva Rusia nunca se sintió cómoda como un “aliado externo”, cuando había sido uno de los polos del poder militar en Europa durante medio siglo.

Tampoco Moscú tragó de buena gana que sus antiguos satélites se convirtieran en entusiastas conversos de los antiguos enemigos. A medida que las ilusiones del proclamado por Bush Sr. como “nuevo orden internacional” se convertía en creciente desorden y en Rusia se imponía el nacionalismo como confusa referencia ideológica, la nueva Pax europea se agrió.

Superado el shock económico, político y social de finales de los noventa, la flamante Federación Rusa comenzó a resurgir, engrasada por las retribuciones de sus materias primas en los nuevos mercados y alimentada por el sentimiento de orgullo patrio inducido desde el Kremlin. La alianza entre los viejos aparatchiks de seguridad y los nuevos ricos (oligarcas) que surgieron de la delincuente privatización y otros procesos de “transición a la economía de mercado” fue la base de la nueva Rusia de Putin, un personaje de segunda fila convertido en el ‘cirujano de hierro’ que  numerosos sectores de la torturada sociedad rusa anhelaban.

La crisis chechena fue la oportunidad que el proyecto encabezado por Putin necesitaba para iniciar el camino de regreso a los esplendores de antaño. Años después, la intervención en Georgia (sesgadamente contada en los medios occidentales), acabó definitivamente con el nuevo orden. Empezó a hablarse del regreso a la “guerra fría”, o de otra “guerra fría”, distinta de la anterior, pero igualmente inquietante. La evolución de este enfriamiento en Europa es conocida y tiene en Crimea su punto de referencia fundamental, definitorio. La visión que en Occidente se ha venido construyendo sobre la actual política exterior de Rusia (ambiciosa, asertiva, sin complejos) ha colocado el debate sobre la seguridad europea (y global) bajo la perspectiva de la confrontación. De Gorbachov a Putin: treinta años de un recorrido en círculo.

El mensaje de Trump a sus socios europeos es simple: Ustedes disfrutan del producto militar, Estados Unidos paga el coste y, en señal de “agradecimiento”, nos devuelven una estructura comercial que nos hace soportar un déficit de miles de millones de dólares

 ... Y EN ESO LLEGÓ TRUMP           

El actual presidente norteamericano tiene la insólita virtud de destrozar casi todo lo que toca (e incluso lo que no toca). Y uno de los estropicios más sonoros ha sido el manotazo al mecano de la seguridad europea, que era, hasta ahora, uno de los elementos más sólidos del llamado “orden liberal internacional”.

Con su simplista fórmula del America First, Trump ha atentado contra la noción misma de alianza. El presidente-hotelero no es capaz de ver más allá de la relación cliente-proveedor, ni tiene otra referencia que el contrato o la factura. No puede apreciar las ventajas para EE.UU. de una Europa segura o confiada si no le cuadran las cuentas, es decir, si los clientes no pagan lo que consumen. Lo decía antes de ganar la mayoría de los votos del Colegio electoral y lo ha seguido machaconamente recordando en sus tuits y otros conductos de sus regañinas (1) .

El mensaje de Trump a sus socios europeos es simple: Ustedes disfrutan del producto militar, Estados Unidos paga el coste y, en señal de “agradecimiento”, nos devuelven una estructura comercial que nos hace soportar un déficit de miles de millones de dólares. Poco importa que el singular empresario sea poco riguroso con las cifras o que haga lecturas tramposas de las balanzas comerciales. Se mantiene en sus trece, pese a todos los intentos de sus colegas por encauzarle hacia una discusión más racional (2).

EL DEBATE SOBRE EL ESFUERZO EUROPEO EN DEFENSA

Estrategas y cabezas de huevo de la seguridad occidental admiten que algo de razón lleva Trump en sus reproches. Sus antecesores en la casa Blanca no han dejado de reclamar un reparto más equitativo de la factura. Pero lo han hecho con diplomacia, con tiento, sin poner en peligro la solidez de la alianza. A Trump no le van esos modales. Habla para los americanos que no gozan de las virtudes de la finura, que no gustan de entretenerse en los detalles.

Algunos especialistas llevan años planteando modificar el sentido del debate. El verdadero problema de la OTAN, argumentan, no es que los aliados europeos gasten poco o menos de lo que deberían en defensa, sino que gastan mal. Lo peor de la presión de Trump sería que esos países aumentaran sus gastos militares, pero lo hicieran en lo que no deben (3).

Hubo un tiempo en que las iniciativas europeas de defensa, casi siempre impulsadas por París, suscitaban recelos no sólo en Washington o en Londres, si no en Berlín (o Bonn, en su día), porque se contemplaban como rivales. Ya no. Y Trump ha ayudado a desvanecer esos temores. Merkel no lo pudo decir más claro tras visitar la Casa Blanca el año pasado: los europeos tenemos que empezar a garantizar nuestra propia seguridad (4).

En los últimos años se ha avanzado en una iniciativa de defensa europea autónoma basada en la integración de las fuerzas armadas nacionales, la compatibilidad de armamento,  recursos, dispositivos y estructuras de mandos (5). Ese esfuerzo se ha hecho sin ignorar a la OTAN. Al contrario, la Alianza ha reforzado sus capacidades lo más cerca posible de la frontera rusa. Ha crecido y se ha hecho más flexible la fuerza de intervención rápida, con un ojo puesto en los débiles estados bálticos, se está planificando un dispositivo similar para Polonia y ya se plantea un esfuerzo de parecido alcance para las regiones del Mar Negro y los Balcanes (6). Se van a crear dos nuevos mandos para la defensa adelantada y a reforzar la ciberseguridad para las amenazas informáticas, la guerra futura (presente, en realidad. No en vano, se avanza en el cumplimiento del compromiso de Gales (2004) de aumentar las inversiones militares de los países miembros hasta llegar al 2% de PIB en 2024. Ocho aliados ya han alcanzado ese umbral.

Alemania, principal objetivo de los ataques de Trump, ha hecho un esfuerzo notable. Después de un lustro de incrementos ininterrumpidos, el presupuesto militar se ha elevado a 38,5 mil millones de euros, todavía medio punto por debajo del objetivo fijado en Gales. Los socialdemócratas han opuesto resistencia, porque sus líderes, militantes y mayoría de votantes no terminan de entender esta necesidad, cuando hay desafíos sociales más apremiantes, pero casi la mitad de los alemanes, quizás contagiados de la fiebre nacionalista, parece ver con buenos ojos estas “atenciones” hacia sus fuerzas armadas, aunque consideren al señor Trump como el mayor peligro actual para la paz mundial (7).

Pero a Trump no le van los proyectos a largo plazo. No piensa estratégicamente. No se lo permite su visión populista y egomaníaca. Trabaja en corto y quizás no se vea mucho tiempo como Presidente. Esa es, tal vez, la mejor noticia para la Alianza Atlántica: que la tormenta perfecta del fuego amigo sea efímera.

NOTAS

(1) “Why NATO matters (Editorial)”. THE NEW YORK TIMES, 8 de julio.
(2) “Worried NATO partners wonder if Atlantic allies can survive Trump”. JULIAN BORGER. Editor-Jefe de Internacional. THE GUARDIAN, 8 de julio.
(3) “Trump’s meaningless debate on NATO spending debate”. JEREMY SHAPIRO (Director de Investigación del Consejo Europeo de Relaciones Internacionales), 9 de julio.
(4) “NATO allies prepare to push back at Trump (but not too much)”. STEVEN ERLANGER. Corresponsal diplomático en Europa. THE NEW YORK TIMES, 9 de julio.
(5) “Letting Europe go on its own way. The case for strategic autonomy”. SVEN BISCOP (Director del departamento de Europa del Instituto Egmont de Relaciones Internacionales de Bruselas). 6 de julio.
(6) “NATO in the age of Trump”. JULIANNE SMITH Y YIM TOWNSEND. FOREIGN AFFAIRS, 9 de julio.
(7) “Spare a thought for the Bundeswehr”. ELISABETH BRAW (Centro para el análisis de la política europea). FOREIGN POLICY, 9 de julio.

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