martes. 19.03.2024
austria
Heinz-Christian Strache, líder de extrema derecha del Partido de la Libertad de Austria (FPO).

Las agendas xenófobas y populistas han seguido avanzando y han logrado contaminar el discurso europeo global hasta sintonizarlo con el ruido demagógico triunfante en EEUU

Las recientes elecciones austríacas han confirmado el auge de la ultraderecha nacionalista. El Partido de la Libertad (engañoso nombre, como ocurre en tantos otros casos análogos) ha desplazado a la socialdemocracia y se ha convertido en la segunda fuerza política del país. Su entrada en el próximo gobierno se da casi por segura, de la mano del nuevo líder conservador, Sebastian Kurz, muy moderno en su estilo y maneras, pero cómodamente cercano a los postulados ultranacionalistas. De hecho, estos le reprochan, no sin razón, que les haya robado el programa.

En la vecina República Checa, otro magnate mediático, Andrej Babis, combinación local de la fórmula Berlusconi-Trump, ha ganado las elecciones legislativas, consolidando el ascenso iniciado en 2013, que le permitió participar en un gobierno de coalición. Los socialdemócratas, socios malaventurados de aquella extraña alianza, han caído al quinto puesto y se han convertido en irrelevantes, como en la mayoría del antiguo bloque comunista, o en otros países de la Europa occidental. La formación de Babis se llama ANO, nombre que suena sarcástico en castellano, pero que en la lengua local significa “SI” y responde al acrónimo de Acción de Ciudadanos insatisfechos. Y ése es su leit-motiv: la supuesta expresión/manipulación del malestar de un sector de la población, por los efectos de la crisis y el impacto de la inmigración. Igual que en Austria, por cierto.

Estas dos nuevas manifestaciones triunfantes del nacionalismo populista y turbador se suman a otros casos más consolidados y amenazantes, en Polonia, Hungría y Eslovaquia, para componer un panorama inquietante en eso que un día se conoció como la Mittleuropa.

INFARTOS EN EL CORAZÓN DE EUROPA

La Mittleuropa es un concepto con resonancias geoestratégicas, políticas y culturales que surgió en el periodo de entreguerras, aunque estuviera arraigado en ideas y realidades ya un siglo antes. Reapareció luego, con formulaciones adaptadas al momento, en la fase terminal de la Unión Soviética, cuando se deshizo el bloque que se apretaba bajo el paraguas político-militar del Pacto de Varsovia. Desde entonces acá, ese espacio difuso que se extiende desde el Báltico al Mar Negro, con su centro de gravedad en el núcleo del extinto Imperio austrohúngaro, se ha visto sacudido por una transición que no termina de cuajar en una realidad sociopolítica estable y satisfactoria.

A día de hoy, la práctica totalidad de los estados que podían reunirse bajo ese concepto de la Mittleuropa presentan las realidades políticas y axiológicas más inquietantes del vasto espacio europeo. Polonia, la República Checa, Eslovaquia, Hungría constituyeron el llamado Grupo de Visegrado para defender sus intereses en la Europa ampliada a la que se incorporaron durante los noventa. Posteriormente, ese mecanismo ha servido para componer un frente nacionalista duro e intransigente frente al europeísmo abierto y liberal.

Esos países centroeuropeos presentan peculiaridades distintivas, pero no resulta forzado detectar un patrón común: el rechazo visceral de la inmigración, la recuperación retórica de la identidad nacional amenazada, la demonización de cualquier crítica procedente del exterior, la asimilación de la disidencia interior con la traición y la conspiración extranjera, el debilitamiento de los mecanismos de control democrático o la paulatina desaparición de la división de poderes.

Durante los últimos años, el liderazgo europeo, ejercido por el eje franco-alemán con el apoyo institucional de Bruselas y Estrasburgo, ha tratado de embridar las acometidas más inaceptables de este desafío autoritario. Se han empleado los mecanismos institucionales y las más informales presiones políticas y diplomáticas, pero con escaso éxito. Las agendas xenófobas y populistas han seguido avanzando. Peor aún: han logrado contaminar el discurso europeo global hasta sintonizarlo con el ruido demagógico triunfante en Estados Unidos.

LA FRAGILIDAD DEL EJE FRANCO-ALEMÁN

La supuesta fortaleza alemana como bastión y muro de contención de estos brotes nacionalistas perturbadores ha quedado en entredicho después de las elecciones de septiembre

Ese frío inclemente que llega desde la Mittleuropa se torna gélido con la aportación de los vientos que soplan en el gigante alemán. La fuerza tantos años residual del nacionalismo irredento germánico acaba de encontrar desahogado acomodo en el establishment político, al conseguir casi un centenar de asientos en el Parlamento federal y consagrarse como la tercera fuerza política.

La supuesta fortaleza alemana como bastión y muro de contención de estos brotes nacionalistas perturbadores ha quedado en entredicho después de las elecciones de septiembre. La autoridad moral de Angela Merkel, fruto tanto de méritos propios como de una excesiva e interesada adulación mediática, se encuentra más cuestionada que nunca. Se le puede reconocer a la canciller un esfuerzo inicial para combatir el auge antiliberal en sus fronteras, pero su tradicional estilo sobrecalculador ha terminado por traicionarla. Bastante tendrá, en el ocaso de su carrera, con limitar daños en casa como para liderar un movimiento de regeneración paneuropeo.

El alivio con que se acogió el frenazo del Frente Nacional en Francia puede resultar prematuro. El sistema electoral galo camufló el peligro y anestesió el malestar que sigue subyaciendo en el país. El inicio de la era Macron ha puesto al descubierto la fragilidad de su programa. La ambigüedad resultó muy rentable para ganar unas elecciones que se plantearon como una lucha existencial contra la deriva xenófoba. Pero cada día que pasa se le hace más difícil al presidente aglutinar una mayoría social que avale las acciones de un gobierno difuso y demasiado ocupado en presentar sus políticas como algo distinto de lo que son.

Consciente de estas contradicciones, Marine Le Pen, líder del Frente Nacional, parece dispuesta a efectuar una nueva mutación, limar sus propuestas más chirriantes y avanzar en su propósito de convertirse por fin en opción de gobierno, seguramente convergiendo con una derecha republicana, siempre tentada por el nacionalismo rampante.

EL APLACAMIENTO DE LAS FUERZAS CENTRÍFUGAS ITALIANAS

Este panorama se completa con las recurrentes manifestaciones de inestabilidad italiana, aunque últimamente parecen más apagadas. El abrumador efecto corrosivo de la crisis catalana ha opacado los referéndums autonomistas en las regionales italianas de la Lombardía y el Véneto. Otrora defensora de proyectos confusa pero insidiosamente independentistas, la Liga Norte y sus asociados septentrionales han ido suavizando sus posiciones hasta hacerlas más tragables a una población que lleva mucho tiempo escuchando una música a la que no termina de ponerse una letra convincente. Recuérdese el fallido proyecto de la Padania.

El resultado de la consulta del pasado fin de semana parece arrojar un respaldo sólido a un nuevo equilibrio territorial. Pero no da la impresión de que vayamos a vivir allí lo que está ocurriendo de este lado de los Pirineos. En Italia, el indigesto plato de la independencia, nunca seriamente cocinado, ha sido introducido en el congelador. Como maestros consumados del drama y de la farsa políticas, los italianos se han tomado este último gambito nacionalista con el escepticismo que les caracteriza. Acostumbrados a ir muchas veces a la contra, o a la suya, los distintos partidos políticos italianos parecen convencidos de poder encontrar la fórmula para encajar la última manifestación de la indignación septentrional. Curiosa inversión de talantes entre la pasión italiana y el seny catalán.

El nacionalismo plurifacético, agitador del malestar europeo