viernes. 19.04.2024
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Italia atraviesa lo que en términos gramscianos se define como crisis orgánica, en el que “la clase dominante ha perdido el consentimiento, ya no es dirigente, sino solo dominante”

Un año después de las últimas elecciones generales en Italia, y a punto de que se cumpla el primer aniversario del que algunos han bautizado como “Gobierno soberanista”, conviene detenernos a pensar que ha pasado durante este año tan turbulento. Vivimos tiempos frenéticos, en los que la política cada vez gira menos en torno al discurso político y el debate parlamentario, y se convierte en un constante flujo de imágenes, twits, y políticos que desayunan pan con Nutella mientras dejan varadas a 200 personas en el Mediterráneo. 

Matteo Salvini -héroe patrio para unos, villano sin escrúpulos para otros- es la escenificación de estos nuevos tiempos, y lo mismo aparece en un acto público con un uniforme de la policía, que sube a Instagram un entrañable “selfie” mientras desayuna. Sin embargo, el líder lombardo reserva su faceta de padre de familia afable y campechano para las redes sociales, y prefiere la de “tipo duro” sin complejos para sus labores de gobierno, donde ha demostrado que es capaz de llevar su eslogan “prima gli italiani” hasta límites profundamente despiadados.

A pesar de los esfuerzos de Di Maio por robarle protagonismo, el líder de la Liga se ha erigido a nivel nacional e internacional como la cara visible del nuevo gobierno, y por el momento parece que el viento sopla en su favor. Los últimos sondeos darían a la Liga en las próximas elecciones más de un 30% de votos, y tan solo un 25% al Movimiento 5S, que hace menos de un año obtuvo un 34%. Datos escalofriantes si tenemos en cuenta que en las generales de marzo pasado, el Movimiento prácticamente dobló a los de Salvini en votos y escaños. En menos de un año como Vicepresidente y Ministro de Interior, el líder de la Liga ha aprobado un decreto de seguridad que hace blanda a la Ley Mordaza de Rajoy y Fernández Díaz; ha llevado a cabo una insensata política de cierre de puertos que ha puesto en peligro la vida de cientos de migrantes; y ha bajado los impuestos a los más ricos con una flat tax que por poco deviene inconstitucional por no respetar la progresividad de los impuestos que establece el artículo 53 de la Constitución Italiana.

Europa que hace no mucho contemplaba el panorama horrorizada, una vez aprobados los presupuestos, parece incluso haberse acostumbrado a las excentricidades de Salvini; mientras que en Italia unos jalean y otros no quieren ni mirar lo que está sucediendo. Lo más preocupante es que a pesar del aparente rechazo que han recibido las primeras medidas del gobierno a nivel internacional (exceptuando a Trump, Le Pen y demás compinches de la extrema derecha), dentro de sus fronteras Salvini no tiene en frente una oposición capaz de frenar sus aspiraciones neofascistas. Más allá de esporádicos estallidos de indignación popular y airadas intervenciones parlamentarias de diputados del centro izquierda, no se ha articulado un contrapoder capaz de plantear una alternativa seria al racismo institucional fomentado por el nuevo ministro del interior. 

CRISIS ORGÁNICA

Los últimos años no han sido fáciles para los italianos. Tres gobiernos (dos de ellos sin salir de las urnas) en una legislatura que ha estado marcada por la pauperización de las clases medias, el elevado desempleo juvenil (desde 2011 alrededor de un 30% según datos de Eurostat) y el fenómeno migratorio entre otros tantos problemas. Italia es un país en el que los puentes caen como si fueran castillos de naipes, donde los jóvenes huyen en masa fuera de sus fronteras en busca de oportunidades, los trenes se estropean, la administración no funciona y donde mejor se paga a los parlamentarios de toda Europa. Un cóctel perfecto para la reacción. 

Italia atraviesa lo que en términos gramscianos se define como crisis orgánica, en el que “la clase dominante ha perdido el consentimiento, ya no es dirigente, sino solo dominante, lo que significa que las grandes masas se han desprendido de las ideologías tradicionales y ya no creen en lo que antes creían”. En palabras del propio Gramsci, en los periodos de crisis orgánica “muere lo viejo sin que pueda nacer lo nuevo, y en ese interregno ocurren los más diversos fenómenos morbosos”. Como ya le sucediera veinte años atrás, la Italia que acudió hace un año a votar en masa a dos partidos que se autodenominan “antiestablishment”, se encuentra en este interregno entre la muerte de un sistema con aún más vicios que el que precedió y un futuro todavía por decidir. 

En los noventa el “fenómeno morboso” que surgió de la crisis de régimen se llamó Silvio Berlusconi, qué con un enérgico discurso contra la clase política tradicional, y que abogaba por la libertad y el emprendimiento sedujo a gran parte del electorado, aun en shock por el grado de putrefacción al que había llegado el sistema. Sin embargo, el remedio resultó ser peor que la enfermedad; y dos décadas después pocos confían ya en la integridad del Cavaliere, igual de corrupto o más que sus predecesores. El “american dream” a la italiana que Berlusconi vendió a sus electores como si fuera uno de sus programas de televisión resultó ser una estafa, al igual que las promesas de un “gobierno limpio”, de modernización del país, o de mejoras en el funcionamiento de la Administración Pública

El resultado de dos décadas de Berlusconismo es un país sumido en una decadencia que se palpa a todos los niveles; con una deuda pública estratosférica, una brecha norte-sur cada vez mayor, unos servicios públicos en su mayoría precarios e insuficiente y devastado culturalmente por el Imperio Mediaset. Mas allá de cualquier dato que se pueda ofrecer, la decadencia italiana se respira en las calles, y como no podía ser de otro modo, se ha visto reflejada en las urnas. 

ITALIA Y LA POSPOLÍTICA

Chantal Mouffe utiliza el término “pospolítica” para referirse al “desdibujamiento de la frontera política entre derecha e izquierda, resultado del consenso establecido entre los partidos de centroderecha y de centroizquierda sobre la idea de que no había alternativa a la globalización neoliberal”. La convergencia hacia el centro de los partidos políticos lejos de ser un fenómeno exclusivamente italiano, ha sido una constante durante las últimas décadas en las democracias occidentales. En Europa; primero Maastrich, y después la unión monetaria, precipitaron esta deriva de los sistemas democráticos, hasta llegar al punto de que en ocasiones las diferencias entre un programa económico conservador y uno progresista son prácticamente imperceptibles. Buen ejemplo de ello es el centro-izquierda italiano; cuya progresiva pérdida de identidad desde los tiempos de la disolución del PCI en adelante, y la ambición desmesurada de líderes como Renzi, capaces de cualquier cosa con tal de mantener su cuota de poder, le ha llevado hasta el descalabro de las últimas elecciones generales. 

La izquierda italiana, más acostumbrada a lamerse las heridas que a frenar hemorragias, debe tratar de articular un discurso en el que ponga por delante a la gente, alejándose de la noción de patria estrecha y excluyente que propone Salvini

En Italia, los restos del naufragio han sido recogidos por la Liga y el Movimiento 5S, que han roto este consenso y dibujado un mapa político completamente nuevo, en el que dos partidos “populistas” aúnan a más del 50% del electorado.  Pero, ¿qué debemos entender por populismo? El auge de formaciones como AFD en Alemania, el Frente Nacional de Marine Le Pen, o la misma Liga, ha puesto el término en primera página de la agenda política europea; a menudo con connotaciones claramente peyorativas e identificándolo directamente con demagogia. Este uso por parte de la crítica oficial, del término populista como un mero descalificativo, no solo no ha resultado eficaz para combatir estas fuerzas, sino que además ha reforzado su discurso permitiéndoles aumentar aún más su popularidad.  

En este punto, resultan muy esclarecedores los trabajos de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Laclau concebía el populismo como “un modo de construir lo político” a través de la dicotomización del espacio político entre un nosotros y un ellos. Una forma de hacer política opuesta al modelo tecnocrático neoliberal que sitúa al “pueblo” -el nosotros- como actor colectivo en el centro del discurso político. He aquí el mayor reto, pero a su vez el mayor peligro: el cómo configurar este nuevo sujeto, el cómo se construye el pueblo. Mouffe y Laclau eran conscientes de este peligro, el cual advertían en su obra conjunta “Hegemonía y estrategia socialista”; donde señalaban que “las resistencias a las nuevas formas de subordinación son polisémicas y pueden ser perfectamente articuladas en un discurso antidemocrático”. 

Volviendo a Italia, hoy vemos que el proyecto de Matteo Salvini encaja perfectamente en este tipo de articulación del que prevenía Laclau. Salvini no es simplemente un xenófobo, o un loco que circula por los platós diciendo barbaridades, sino no tendría más de cinco millones de votos a sus espaldas. El líder de la Liga ha comprendido perfectamente el momento que atraviesa un país en el que reina el desencanto, y que se siente abandonado por su clase política, a merced de los imperativos económicos de la UE. Su receta: seguridad, protección económica, trabajo y una defensa a ultranza de la familia y la tradición. Como decíamos, las resistencias a las nuevas formas de subordinación son polisémicas y dependiendo de quién las dirija, acabar con la precariedad laboral puede significar legislar para fortalecer los derechos de los trabajadores, o expulsar del país a los extranjeros “que roban el trabajo a los nacionales porque aceptan salarios más bajos”.

En medio de este panorama pospolítico, la Liga ha irrumpido con fuerza, volviendo a introducir en el debate político conceptos como soberanía económica o defensa de la nación, que ya parecían olvidados y que habían sido sustituidos por otros como déficit o techo de gasto. Pero sobre todo, ha conseguido que muchos italianos vuelvan a sentirse protagonistas; les ha devuelto una identidad, y les ha proporcionado un enemigo sobre el que desfogar sus frustraciones. 

Salvini ha tenido siempre muy claro a quien escoger como el principal enemigo del pueblo italiano: los inmigrantes, un blanco fácil al que culpar de la inseguridad y el desempleo. La “invasión” de la que habla Salvini es mentira -la llegada de inmigrantes se redujo un 55% en el último año según datos de la OIM-, pero además de ser muy rentable electoralmente, sirve para centrar la atención mediática y tapar las carencias y contradicciones de su discurso. 

En este interregno del que hablaba Gramsci, la Liga es la reacción contra la crisis de un régimen agotado; eso sí, una reacción antidemocrática y altamente peligrosa. La campaña del miedo permanente orquestada por los de Salvini -otro punto clave de su éxito- no hecho más que alimentar un conflicto social basado en el enfrentamiento de italianos contra inmigrantes, y está erosionando la convivencia hasta unos niveles estremecedores. Si la Liga vence la batalla cultural al antirracismo y consigue legitimar la discriminación y dar impunidad a la xenofobia, las secuelas pueden ser terribles. 

Pero, ¿cómo frenar a Salvini? ¿Cómo frenar a un tipo que a pesar de prometer llevar a cabo políticas que atentan contra los Derechos Humanos sigue creciendo en los sondeos? La pregunta no es de fácil respuesta, pero sí de extrema urgencia. Ante una derecha complaciente, cuando no en estrecha colaboración con Salvini, la responsabilidad de articular una alternativa recae necesariamente en la izquierda italiana. La victoria de Zingaretti en las primarias del PD la semana pasada, perteneciente a la corriente más progresista del PD y contrario en ideas y manera de ser a Matteo Renzi, ha conseguido generar algo de ilusión en ciertos sectores, pero muy probablemente no bastará con un nombre para reconstruir la izquierda italiana, y menos viniendo del Partido Democrático, causa y no consecuencia de la situación actual. 

La izquierda italiana, más acostumbrada a lamerse las heridas que a frenar hemorragias, debe tratar de articular un discurso en el que ponga por delante a la gente, alejándose de la noción de patria estrecha y excluyente que propone Salvini; y que sea capaz de conjugar tanto las reivindicaciones feministas y LGTBI de los nuevos movimientos sociales con las reivindicaciones materiales de los sectores excluidos que hoy votan a Salvini y Di Maio. Un proyecto alternativo con un contenido, unas ideas y un programa detrás, rechazando tanto el ideario posfascista de la Liga como la futilidad del M5S. Queda aún mucho trabajo por hacer y enormes abismos que superar, como el que separa desde los años 70 a los movimientos sociales de la política institucional o a los intelectuales de la población. En Italia no sobra gente como dice Salvini, todo lo contrario, faltan manos y voces, para ponerse a trabajar en un nuevo proyecto de país, y sobre todo falta esperanza, y sobra miedo. En Italia debe caber todo el mundo; desde los jóvenes que emigran y los parados calabreses hasta los migrantes, víctimas y no culpables de los males de Europa, y se debe decir bien alto y bien claro. Cualquier otra cosa será darle la guerra por ganada a la extrema derecha.

Decía Lenin, que hay décadas en las que no pasa nada y semanas en las que pasan décadas. La izquierda italiana no puede permitir que estas semanas y meses en las que ocurre de todo, y que marcarán los próximos años del país sean escritas por la extrema derecha. Y sobre todo, debe impedirlo antes de que entremos en una de esas décadas en las que no ocurre nada.

La Italia pospolítica