jueves. 28.03.2024
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El socialismo europeo pierde a un líder poco carismático pero muy capaz. Es lícito discrepar de su ideario político pero resulta imposible no honrar su inteligencia

Con la muerte de Helmut Schmidt desaparece uno de los últimos pioneros de la unidad europea, el político más agudo de la Alemania de posguerra y un ejemplo de cómo la jubilación política no debe implicar dejación del servicio público o decadencia personal. Helmut Schmidt ha muerto con 95 años. Su vida y su obra han sido el reflejo de todo un siglo, convulso como pocos en Europa y escenario de una transformación mundial de inusitada amplitud y velocidad vertiginosa.

En todas sus dimensiones públicas –alemana, europea y mundial-, demostró paciencia, personalidad y resolución. Su legado no debe buscarse en la presciencia de sus planteamientos ideológicos o en la autoría de una obra histórica. Será recordado por lo que, durante el ejercicio de su tarea, fue no pocas veces criticado: su pragmatismo, su capacidad para conducir el país en tiempos difíciles y su empeño constante en asegurar logros tangibles.

Nacido en Hamburgo, en el seno de una familia humilde durante la turbulencia de Weimar, sus años de infancia y juventud fueron un reflejo contundente de una generación marcada. El primer logro práctico de su vida fue camuflar la condición judía de su abuelo, para eludir la locura antisemita nazi. Coqueteó con las juventudes hitlerianas, pero nunca se afilió al Partido Nacional-Socialista. En la guerra desempeñó un papel profesional de artillero en el frente ruso, lo que le valió una Cruz de Hierro. Contrariamente a otros políticos germano-parlantes, nunca escondió estos orígenes.

Llegó al socialismo por orígenes sociales y por una breve experiencia con la visión solidaria del cristianismo. Su carrera política se inició pronto, en su Hamburgo natal, tras formarse en economia. En dos periodos divididos por una breve y poco alentadora presencia en el Bundestag, construyó su perfil de gestor eficaz y laborioso en el gobierno de la ciudad, en particular durante unas pavorosas inundaciones a comienzos de los sesenta.

Las primeras responsabilidades de alto nivel en la política estatal fueron en el terreno militar, en el cénit de la guerra fría. Willy Brandt lo escogió para el sensible puesto de Ministro de Defensa cuando ganó las elecciones de 1969. Schmidt contribuyó a la construcción de la Ostpolitik, la política de acercamiento al Este, uno de los pilares de la distensión y fundamento de la reconciliación inter-alemana. Cuando el escándalo del espionaje tumbó al entrañable canciller alemán, pocos en el SPD dudaron de quién debía tomar el relevo.

Schmidt se convirtió en jefe del gobierno alemán en 1974, cuando el mundo occidental se encontraba bajo la sacudida del desafío petrolero árabe, tras la guerra del Yom Kippur, que tendría réplica no menos intensa a finales de la década, por los efectos de la revolución iraní.

En estos años terribles, el político de Hamburgo se distinguió por dos afanes: gestionar la crisis económica con el menor coste social posible y construir una respuesta europea ambiciosa para proteger las conquistas y avances de posguerra en el continente.

Si Adenauer y De Gaulle tuvieron la visión de cimentar, en los sesenta, la reconciliación franco-alemana y convertirla en la piedra fundacional de una nueva Europa, serían Helmut Schmidt y Valery Giscard D’Estaign a quienes correspondería consolidar el eje París-Bonn como motor de ese ambicioso proyecto.

Schmidt y Giscard no pasarán a la historia por la dimensión histórica de sus logros conjuntos pero, como se ha dicho justamente, quizás haya sido la pareja franco-alemana mejor avenida, la que supo desarrollar el trabajo cotidiano más fructífero y la relación política más sólida, pese a sus concepciones políticas dispares y sus orígenes sociales bien diferentes. A ellos se debe el sistema monetario europeo, indiscutible precursor del euro o la creación de un Parlamento europeo elegido por sufragio universal. La complicidad que generaron en el ejercicio de su liderazgo político no ha sido superada por sus continuadores. 

Uno de los episodios más amargos de su mandato fue la emergencia de un terrorismo nacional (la Fracción del Ejército Rojo) más anclado en el sectarismo ideológico que en la realidad social del país. El malestar de una generación a la que no bastaba la mejora de las condiciones materiales de vida despertó las contradicciones del “milagro alemán”. El brote terrorismo hizo asomar algunas amenazas contra las libertades que parecían definitivamente abolidas en la atormentada historia alemana.

La Alemania, frontera de la ‘guerra fría’, no podía escapar a los efectos del deterioro en las relaciones Este-Oeste a finales de los setenta. El episodio de los euromisiles y la invasión soviética de Afganistán, complicadas luego por la descomposición física y política del Kremlin y la combativa irrupción de la pareja Reagan-Thatcher, impusieron un clima de confrontación internacional contrario al estilo y la trayectoria del canciller alemán.

Schmidt se enfrentó a la mayoría de sus correligionarios socialdemócratas al defender la instalación de los misiles Pershing y Cruise en suelo alemán, pero no se privó de criticar a Washington y a la OTAN (entonces bajo la dirección del británico tory Lord Carrington) por su falta de tacto e insensibilidad hacia la realidad alemana.

El contexto internacional contribuyó, sin duda, a debilitar el liderazgo de Schmidt. Los liberales, hasta entonces socios del gobierno de coalición con el SPD, decidieron en 1982 cambiar el fusil de hombro y adoptar una posición más acorde con los nuevos aires gélidos de la política mundial. Respaldaron al democristiano Kohl en la primera moción de censura contra un canciller alemán desde 1945.

Los analistas siempre sostuvieron, sin embargo, que no fue la política exterior, es decir, las divergencias del canciller socialdemócrata con sus aliados occidentales, la causa inmediata de su caída, sino el enrarecimiento del panorama político interno. Schmidt, con su verbo afilado y su actitud altiva, se había ganado el resentimiento de sus adversarios democristianos y hasta de sus aliados liberales. Entre los propios militantes socialdemócratas, el canciller en desgracia nunca tuvo el cariño que despertó Willy Brandt, por su aire a veces tecnocrático y distante en los duros años de gestión de la crisis.

Después de su caída, Schmidt conservó una gran influencia en la política alemana. Pero lejos de querer jugar a mandarín de las turbulencias del SPD durante la larga travesía en la oposición durante década y media, se erigió en observador crítico y agudo desde las páginas de Die Zeit, donde tenía la responsabilidad de coeditor.

Helmut Schmidt no pretendió ser nunca un político popular o, mejor dicho, “populista” aunque algunos elementos de su biografía personal lo avalaran, como sus orígenes humildes, su trayectoria de hombre hecho a sí mismo y un matrimonio longevo y feliz con su novia de juventud, la muy querida Hannelore. Su muy moderada política económica le enfrentó con los poderosos sindicatos alemanes, pero su estilo independiente le hizo chocar a menudo con los sumos sacerdotes de la ortodoxia económica alemana. Una de sus axiomas más famosos fue que siempre era preferible “un 5% de inflación a un 5% de desempleo”. Algo impensable de escuchar en boca de un canciller alemán en la generación posterior.

Helmut Schmidt no fue protagonista principal de la distensión, ni de la unificación alemana, ni de los momentos más rimbombantes de la Unión Europea. Pero en todos esos procesos no es difícil encontrar las huellas de su labor sólida y paciente. El socialismo europeo pierde a un líder poco carismático pero muy capaz. Es lícito discrepar de su ideario político pero resulta imposible no honrar su inteligencia.

Helmut Schmidt: la inteligencia del pragmatismo