jueves. 25.04.2024
Charlie-Hebdo

El año 2014 fue pavoroso para la paz social en Francia. Comenzó con el “Día de la Cólera” contra el gobierno de François Hollande, manifestación multitudinaria que se convirtió en un espectáculo circense de las diferentes corrientes de la extrema derecha (antisemitas, neonazis, islamófobos, integristas católicos contrarios al matrimonio homosexual, monárquicos tradicionalistas...). La manifestación, que pretendía de manera ilusa forzar la dimisión del inquilino del Elíseo, se aderezó con saludos fascistas y terminó con disturbios frente a la Policía en la explanada de los Inválidos.

Meses más tarde, Marine Le Pen convertía al Frente Nacional en primera fuerza política del hexágono en las elecciones europeas. Por primera vez, el principal partido de extrema derecha ganaba unas elecciones y lo hacía con cuatro puntos de ventaja respecto a la UMP y más de once respecto al partido socialista. El descontento se expresó desde el rechazo de Europa, Schengen y la fraternidad entre ciudadanos solamente iguales ante el deber. Contrariamente a España o Grecia, Francia tomaba el camino de la división entre franceses de origen y franceses de adopción, consideraba el control inmigratorio como gran prioridad europea y pronunciaba abiertamente la eterna letanía de la prioridad nacional.

Pocas semanas después, el ensayista (léase polemista) Eric Zemmour se convertía en el gran éxito editorial de la segunda mitad del año con su libro Le suicide français (o “El suicidio francés”), panfleto apocalíptico que profetiza la destrucción de la nación francesa bajo la herencia del “individualismo nihilista” de mayo del 68, de la feminización de la sociedad y del antirracismo, convertidos en grandes epidemias de una sociedad decadente.  Zemmour fusiona la noción de inmigración con la de asimilación (si no con la de delincuencia), critica toda forma de comunitarismo y dibuja un escenario más propio de un lienzo de Hubert Robert que de la realidad social que vive el país.

En este contexto, la intolerancia se ha apoderado del espacio público y toda exhibición verbal o electoral de las fuerzas reaccionarias en Francia se ha convertido en un ruido de fondo que ni siquiera inquieta. Mientras tanto, la redacción de Charlie Hebdo seguía publicando cada semana decenas de sátiras políticas, desde una perspectiva casi ácrata, ajeno a toda preferencia política, arremetiendo contra todos los credos, partidos e instituciones. Tras 45 años de viñetas insolentes, la publicación había vivido varios años de amenazas tras la polémica de las caricaturas de Mahoma del periódico danés Jyllands Posten en 2006. Incluso a finales de 2011, sus oficinas en París fueron incendiadas después de varias portadas en las que se ilustraba al gran profeta del islam.

Charlie Hebdo representaba uno de los últimos bastiones de la Francia des Lumières, una respuesta indomesticable a la dinámica actual que alterna la reflexión reaccionaria con el discurso políticamente correcto. En este clima, sólo era posible destruir la pluma incómoda de una sátira corrosiva y casi vulgar. Y el brazo ejecutor no fue sino el oscurantismo revanchista de una parte ínfima de la comunidad musulmana que tiene demasiada voz.

Como en cada atentado, tras el sonido de las sirenas de las ambulancias llegó el gran vacío retórico del discurso político que habla de “unidad nacional” y de “valores republicanos”. En los próximos días habrá que explicar por qué en el trío ilustre de dichos principios republicanos, la igualdad camina con bastón y la fraternidad solamente se encuentra tras las murallas de comunidades religiosas o culturales de dudosa decencia, en algunos casos, y que poco tienen que ver con los valores universales defendidos por las esferas institucionales.

Lejos quedan los grandes atentados de los años 50 enmarcados en un contexto colonial, en plena guerra de Argelia. En estos más de cincuenta años, Francia ha intentado -y ha integrado- a millones de personas que tenían un color de piel, una lengua o unas creencias religiosas diferentes. Gracias -o por culpa- de Indochina, de la Françafrique o de l'Algérie Française, la sociedad del Hexágono ha convertido de manera natural a cada francés en un cosmopolita dentro de su propio microcosmos.  Y  el discurso mayoritario se ha orientado siempre hacia la oposición a toda amalgama entre islam e intolerancia, fruto del contacto permanente entre personas de ambos credos.

La tarde del miércoles 7 de enero, París vivía en silencio, atestada de rostros afligidos y de policías armados. Era una ciudad más dolida que en duelo. Una ciudad a la que le habían intentado arrebatar los últimos granos de fraternidad. En esta resistencia, no podremos quizá convencer a los fanáticos; pero sí podremos construir los cimientos de una sociedad en la que la convivencia y el vivre ensemble sean algo más que una ilusión.

¿La fraternidad ha fracasado?