jueves. 18.04.2024
Torre-Eiffel
París fue la ciudad que convirtió una torre de comunicación no particularmente refinada (Torre Eiffel) en el símbolo de todo un país.

París, como todas las grandes capitales del planeta, debe plantearse cuál es el modelo de ciudad que pretende exportar a lo largo de este siglo

En una gran capital europea de apenas 2,2 millones de habitantes que acoge a 32 millones de turistas cada año, los grandes proyectos urbanísticos parecen anclados en el pasado. París fue la ciudad que convirtió una torre de comunicación no particularmente refinada en el símbolo de todo un país; también la que instaló un museo de arte contemporáneo en forma de fábrica futurista en pleno centro y la que impulsó durante el reinado de Napoleón III la idea haussmaniana de urbe exportada a los cuatro rincones del globo desde hace siglo y medio.

El futuro de la capital francesa parece escribirse de manera diferente. El consejo municipal de París rechazó a mediados de noviembre la construcción de la Tour Triangle, un rascacielos de 42 plantas y 180 metros de altura que hubiera albergado varias decenas de oficinas, una galería comercial y un centro internacional de conferencias. Por razones ecológicas, estéticas o simplemente electoralistas, toda la oposición (conservadores, verdes y comunistas) votó unánimemente contra esta torre piramidal que amenazaba con alterar para siempre el panorama de la ciudad. Para comprender esta oposición política -acompañada por una movilización ciudadana liderada por varias asociaciones locales- parece necesario recordar que París alberga más de un millón de metros cuadrados de oficinas vacías a la vez que el precio medio del metro cuadrado supera los 7.800 euros.

Esta decisión parece el resultado de una regresión histórica en materia de obras públicas en la capital francesa. Pompidou creó el gran centro de arte contemporáneo que lleva su nombre y “autorizó” la construcción de la torre Montparnasse, detestada por buena parte de los parisinos. Bajo el gobierno de Giscard, se impulsó la creación del Museo de Orsay en una antigua estación ferroviaria a orillas del Sena. Mitterrand fue el artífice del desarrollo de grandes obras como la simétrica Bibliothèque Nationale de France, el faraónico complejo del Ministerio de Economía, la controvertida Pirámide del Louvre, el recinto de la Ópera Bastilla o el Instituto del Mundo Árabe. Ya con Chirac solamente cabe destacar la inauguración del excelso museo de antropología del Quai Branly, a escasos metros de la torre Eiffel. Desde la llegada de Nicolas Sarkozy al palacio del Elíseo, ya se deba al dogma de la austeridad o a la creciente oposición ciudadana, todos los grandes proyectos arquitectónicos de la ciudad han sido suspendidos o abandonados.

París busca su utopía urbanística

París, como todas las grandes capitales del planeta, debe plantearse cuál es el modelo de ciudad que pretende exportar a lo largo de este siglo. Los debates son, mientras tanto, numerosos. Algunos urbanistas consideran que la verticalidad permite a la ciudad disponer de amplias zonas verdes y de espacios públicos de convivencia. Sin embargo, en las banlieues próximas, la construcción de grandes complejos de viviendas sociales durante los “Treinta Gloriosos”, tras la Segunda Guerra Mundial, para albergar a las clases populares y a decenas de miles de emigrantes procedentes del sur de Europa y del Magreb se han convertido en las últimas décadas en la encarnación más flagrante de la exclusión socio-económica, de la inseguridad y de la privación de servicios públicos. Pese a ello, la tendencia hacia la verticalidad parece una necesidad en la ciudad europea más densamente poblada. Esta inercia creciente forzada por la exigencia de acoger a una población cada vez más numerosa no debe oponerse a un urbanismo tóxico, fundamentado en el gigantismo de  construcciones monumentales  -inútiles e innecesarias en su mayoría- que parecen únicamente servir a alimentar el ego de ciertos representantes políticos o de algún eminente arquitecto.

Desde el punto de vista más subjetivo, los partidarios de un urbanismo más conservador o de una manhattanización de París parecen de acuerdo en que el desarrollo de grandes proyectos permite dotar a la ciudad de un elemento de identificación. París dispone, en cualquier caso, de numerosos símbolos universalmente conocidos que no obligan a las autoridades locales (ni al presidente en el cargo) a implementar proyectos -en buena parte de los casos, controvertidos-  que puedan contaminar visualmente el paisaje de la capital y, principalmente, provocar un malestar ciudadano traducido en descontento electoral.

El urbanista francés Thierry Paquot, crítico con el proyecto de la Tour Triangle, ha señalado que, en el proceso de dispersión suburbana, “el rascacielos, la autopista y el centro comercial forman parte del mismo modelo de urbanismo”. En esta línea, París debe elegir entre dos caminos: un modelo anglosajón de urbe vertical, ingrata para el paseo, aunque apta para un sistema radicalmente capitalista fundado en la omnipresencia del consumo y asentado sobre la letanía de una estética contemporánea irrenunciable; o un modelo basado en la fidelidad al presente y al pasado que convertirían a la capital francesa en la Venecia del siglo XXI, en una ciudad museo, horizontal, inerte, decadente en el plano económico y anquilosada en su condición de asfixiante circo turístico.

En este contexto desesperanzador, quizá la capital francesa recree un nuevo modelo que sea capaz de articular la modernidad incontenible y el esplendor del pasado, que permita preservar espacios de convivencia en una superficie reducida y cada vez más poblada, que sea sostenible desde el punto de vista medioambiental y estético en la ejecución arquitectónica. París busca su utopía urbanística. Y el mundo observará atentamente.

El dilema de la ciudad museo