viernes. 29.03.2024
Foto: Walter C. Medina

El Doctor Alberto Ortega siempre supo poner por encima de los mezquinos intereses partidistas los supremos intereses personales. Es un prohombre respetado por propios y ajenos; insobornable custodio de lo propio, inflexible amigo de lo ajeno. El Doctor Alberto Ortega es incapaz de una traición, es incapaz de una falsa promesa, es, básicamente, incapaz.

Así comenzaba “Vote por Ortega”, exquisita parodia de una campaña electoral mediante la cual la troupe argentina Les Luthiers se mofaba de esos seres que poco y nada tienen que ver con la política; o tal vez sí, porque bien sabido es que nadie puede adoptar la política como profesión y seguir siendo honrado. Y si no mire lo que está pasando en España, país que de la noche a la mañana se convirtió en una auténtica fábrica de embutidos.

Claro que ante tanto chorizo el pan se hizo escaso y el pueblo comenzó a tomar conciencia de que la cosa no era para reírse. “De chistecitos nada.....”, decía mi vecino Antonio indignado por mis chanzas, “...que somos un país serio. Esto no es Uganda”. Sin embargo fíjese que Uganda, país que tanto Antonio como Don Mariano Rajoy consideraban peor que España, no ha tenido que ser rescatada, ni ha pedido ayuda al FMI, ni le ha expoliado los derechos a su clase obrera, ni ha desahuciado a sus enfermos y, por si fuese poco, ha pasado de un 25% de inflación a un 18% con una banca nacional africana y sin pedir ningún préstamo de esos que luego pagan los menos afortunados. De modo que definitivamente España no es Uganda. O, mejor aún, Uganda no es España; ni pretende serlo. En el informe Percepción de la Corrupción 2012 elaborado por Transparencia Internacional, el Estado español ocupa el puesto número 30 de la clasificación, empatando con Botsuana. (Si fuera un humorista podría decir que nadie mejor que Don Juan Carlos para un desempate a tiro limpio).

A las palabras chorizo, fraude, banca, crisis, troika, rescate, prima o Montoro, se ha ido agregando corrupción; se ha hecho un hueco, aquerenciándose, y finalmente nos hemos acostumbrado a convivir con este término que algunos consideraban patrimonio de remotos y tercermundistas países. Un día es un alcalde, otro un ex cargo público, un juez, una tonadillera, un empresario, o un yerno del Rey. La lista de delitos es tan extensa que ruborizaría al mismísimo Capone. Sobornos, apropiaciones indebidas, fraudes, falsas facturas, malversaciones, pelotazos, sobres negros y evasiones fiscales. Todo un compendio que reúne los great's hits de la delincuencia más excelsa.

El triste espectáculo del enriquecimiento ilícito, de la financiación de partidos mediante donativos que vulneran la ley, de obsequios obscenamente lujosos destinados a altos cargos a cambio de ciertos favores, y ese vasto etcétera que ya nadie desconoce, nada bien cae en una sociedad castigada por una austeridad decretada precisamente por los autores de los célebres hurtos que día a día vamos conociendo. La pregunta que surge es ¿hasta dónde llegará la paciencia de los ciudadanos?. O, mejor aún, ¿está el pueblo dispuesto a permanecer pasivo ante estos hechos que vulneran su dignidad?

“Hay que dejar de robar por dos años”, declaró en los años '90 un político argentino, provocando la ira de la gente de a pie que, impotente, era testigo del saqueo perpetrado por la clase dirigente. Sin embargo esa impotencia devino en rabia generalizada que terminó por estallar el 19 de diciembre de 2001. “Que se vayan todos”, era el reclamo de una sociedad asqueada del descaro de sus dirigentes. Y sólo hizo falta que el hartazgo se hiciera general.

Las instituciones y los representantes políticos han perdido toda legitimidad. Y el mérito para que esto suceda ha sido, entre otras muchas cosas, su servilismo al poder financiero. De modo que es probable que el impacto de la corrupción en la opinión pública sea esta vez mucho más severo de lo que la misma clase política cree. Ya no es suficiente con negar, desmentir e incluso enjuiciar a quienes destapan los chanchullos. Es hora de explicaciones certeras y de cumplimientos de leyes; hora de juicio y castigo a los responsables de los delitos que día tras día vamos conociendo. La gente sospecha que finalmente la crisis no es el resultado del despilfarro de los de abajo, sino del robo y la estafa perpetrada por los de arriba. Y eso es un buen síntoma para ir desenmascarando las oscuras actividades de esos seres que, como el Ortega de Les Luthiers, saben poner siempre por encima de los mezquinos intereses partidistas los supremos intereses personales.

Vote por Ortega