sábado. 20.04.2024

Vivimos una superlativa cacofonía de voces. Tenemos los oídos exhaustos de ecos discordantes, de promesas vacías, de declaraciones huecas. Coincido con Antonio Banderas, que lo expresó de manera poética pero contundente en su discurso del Día de Andalucía, con esa dulzura formal tan suya que escondía un torpedo dialéctico dirigido a la precaria línea de flotación del país en que vivimos. Candela, Maribel, Antonio, qué bien decís las cosas cuando queréis.

Nuestras tribulaciones son mucho más pesadas que nuestras certezas. Nuestras preguntas obtienen pocas respuestas. Somos espectadores de una gigantesca ceremonia de la confusión en la que, a veces, una palabra o una frase indican más que mil imágenes. Nos machaca los tímpanos una sobreabundancia de frases sin sentido, de justificaciones de las que sus autores se desdicen a las pocas horas, de rectificaciones sobre la marcha según sopla el aire, de inútiles cortinas de humo, de sonrojantes balbuceos en público de nuestros torpes representantes. De todo esto se nutre la actualidad. El periodismo declarativo lo amplifica todo.

Juan Carlos de Borbón pide perdón («m’equivucau, no volverá a suceder») y aspira a nuestra indulgencia, pero calla más que cuenta. «¡Venga ya!, ¡toma democracia!», escupe Mariano Rajoy en el Congreso a Izquierda Plural. Y su escena de la escalera mecánica: «Señor Rajoy, ¿hubo sobresueldos en el PP? ¡Sí, hombre!». El pendenciero Montoro dispara insinuaciones a los actores, a los periodistas extranjeros, a cualquiera, como un atolondrado cazador de gatillo fácil. Sus miradas de superioridad y sus gestos de desprecio completan un cuadro esperpéntico. Y Miguel Arias-Cañete y su pasión por los yogures caducados, y Toni Cantó y sus desafortunadas intervenciones en el hemiciclo y sus torpes tuits sobre la violencia contra las mujeres... Luego, las aclaraciones, las disculpas, y vuelta a la casilla de salida. Qué trile continuo.

Y, por supuesto, Dolores de Cospedal. Se saca de la chistera una presunta explicación a lo Cantinflas (copyright Gabilondo) y cree que los periodistas y los ciudadanos somos tontos, que va a darnos gato por liebre: «La indemnización que se pactó fue una indemnización en diferido en forma simulación de lo que hubiera sido en diferido en partes de lo que antes era una retribución». Truco malo, señora, necesita clases de Juan Tamariz. Eso sí, prohibido decir «desahucio» en Castilla-La Mancha. Prohibido llamar a las cosas por su nombre. De eso se trata, Ada Colau. Pero qué anacrónica es usted, señora de Cospedal (y no solo por la mantilla).

Si todo esto (y mucho más, imposible mencionar la cantidad de episodios que componen la tomadura de pelo cotidiana) no fuera suficiente, las ofensas a la ciudadanía alcanzan un alto grado de obscenidad con todo lo relacionado con los probos ciudadanos Luis Bárcenas e Iñaki Urdangarín. Bárcenas demanda al PP por despido improcedente. «Ni me he apuntado al paro ni me voy a apuntar», dice. Y Iñaki Urdangarín tiene problemas para pagar la hipoteca. Qué sabrán de la angustia diaria de la gente en la cola del INEM. Qué sabrán de la angustia que supone hacer cuentas para llegar a fin de mes. Nos roban el dinero y quieren robarnos nuestras palabras, usurpar el léxico de la clase trabajadora. ¿Acaso para insinuar que ellos también son trabajadores, que son del pueblo, que a ellos también les afectan nuestros problemas?. Qué vergonzosa sutileza. Qué desprecio continuo. Qué sacrilegio, diría el emérito y ahora ya falible Joseph Ratzinger.

Hay miles de españoles que sufrimos, que luchamos a diario por mantenernos a flote, que hablamos claro cuando salimos a la calle y que reclamamos que este vodevil acabe lo antes posible. Estamos hartos de esta atmósfera verbal endemoniadamente sucia.

Trileros del lenguaje