jueves. 28.03.2024
carcel

“Può egli in un corpo politico, che, ben lungi di agire per passione, é il tranquilo moderatore delle passioni particolari, può egli albergare questa inutile crudeltà stromento del furore e del fanatismo o dei deboli tiranni?”

Cesare Beccaria, Dei Delitti e delle Pene, 1764, capítulo 1”, “Fin de las penas”.


La LO 1/2015, de 30 de mayo ha incorporado al Código penal español cambios estructurales, que van a determinar tal como paulatinamente vayan siendo implementados, una modificación amplísima del sentido y de la legitimidad de la pena, volviendo a poner en la primera “línea de batalla” contra la delincuencia instrumentos que creían felizmente superados desde finales del siglo XIX. De todas esas reformas, la reintroducción de la cadena perpetua debe ponernos sobre aviso de nuestro talante democrático.

En efecto, en el marco legal que establecen los arts. 36, 78 bis y 92, la denominada por el legislador pena de prisión permanente revisable es una pena de prisión para siempre, es decir, perpetua, porque la propia pena no garantiza la salida con vida de la prisión, y su eventual revisión depende del comportamiento penitenciario del penado, que debe respetar los cánones de un “buen preso” si quiere salir de la cárcel vivo: solo sobre él recae todo el peso de la ley. Incluso en el caso de condenados enfermos muy graves con padecimientos incurables o septuagenarios, la recuperación de la libertad depende especialmente de su “escasa peligrosidad”. En este contexto de endurecimiento de la respuesta punitiva, que se constata al leer las expresiones que usa el legislador para hablar con quienes cometen delito (como “cumplimiento íntegro”, “prisión efectiva”, “respuesta contundente” o “preso”), llama la atención la confianza que deposita en el recluso, de quien espera que arrepintiéndose y colaborando con él, se convierta en su aliado, salvando por él la constitucionalidad de la propia pena.

En efecto, la Exposición de Motivos se afana en enfocar el análisis de la prisión permanente desde el prisma de la reinserción social a pesar de que se evita mencionar el art. 25.2 de la Constitución; esta forma de proceder, esto es, subrayando una idea y omitiendo el soporte de la idea, pone de manifiesto que más que un fin, la reinserción social parece un obstáculo a superar, de ahí que se difumine su fuerza y se convierta en mero pretexto. Y si es cierto que el legislador no puede garantizar la constitucionalidad de la pena, al admitirla, incumple el mandato que establece el art. 25.2 de “orientar la política penal y penitenciaria” a la reinserción social (STC 28/1988, de 23 de febrero, 72/1994, de 3 de marzo, y 75/1998, de 31 de marzo).

A esto ha de unírsele el efecto bonsái que han causado sobre la pena de prisión las sucesivas reformas del Código desde 2003, diseñando un sistema en virtud del cual los condenados cumplen sus condenas dentro de los establecimientos penitenciarios, por más tiempo y en grados menos proclives –por cerrados- a la reinserción social que ha terminado siendo una excusa estándar a cuyo amparo se ha retrasado la salida de prisión. En este marco, la admisión a través de la LO 5/2010 de la medida de seguridad post penitenciaria de libertad vigilada no fue más que una consecuencia necesaria del bloque del penado dentro de la cárcel durante el tiempo de cumplimiento de la condena, lo que determinaba que posteriormente el legislador tuviera que articular algún mecanismo para controlar su precipitada recuperación de la libertad. En este sentido, el deterioro actual de la prisión cuando es temporal, es un aviso del fracaso futuro de la pena cuando sea permanente.

Por otra parte, la complejidad de la vida en prisión cuando de personas que tienen derecho a recuperar su libertad se trata es muy elevada: basta observar los índices de infracciones disciplinarias. Si a esto se le añade la pérdida del derecho a saber con certeza cuánto tiempo puede el Estado privar a una persona de libertad, a fin de poder ir organizando el resto de su vida, puede entenderse que se trata de una pena que vendrá a hacer más violenta la violenta vida carcelaria. Sin duda alguna, los riesgos de fuga y de comportamientos más peligrosos serán superiores a otras penas, en la medida en que la mayor pena pendiente y las peores condiciones de cumplimiento, envalentonarán a los condenados, a quienes les merecerá la pena “arriesgarse”.

Pero la excepcionalidad de esta pena es aún mayor si se tiene en cuenta que se trata de una pena fija, dispuesta como pena única, lo que priva al tribunal sentenciador de su facultad de graduar la cantidad de injusto y de culpabilidad a través del sistema general de una pena base conformada por un límite mínimo y otro máximo. De esta forma, se desprecian las circunstancias atenuantes y/o agravantes que concurran y que no determinen la imposición de pena inferior en grado, con lo que se puede estar causando el efecto criminógeno de que los autores actúen de la forma más atroz posible, porque si el plus de daño que causan no es por sí mismo constitutivo de delito, sale gratis.

Tras la reforma, los arts. 36, 78 bis y 92 del Código penal contienen un verdadero compendio de derecho penitenciario especial para la prisión permanente y su inclusión ahí, en vez de en la Ley Orgánica General Penitenciara 1/1979 tiene mucha significación, porque pone de manifiesto que la verdadera finalidad que tiene el legislador al incorporar esta pena al ordenamiento jurídico es la de ampliar la aflictividad de la reclusión para los condenados. Con este simple gesto, se confunden los fines preventivos generales y especiales de la pena con la reinserción social, única finalidad que ha de perseguir el Derecho penitenciario, que a su vez, al aterrizar en el conjunto de un Código penal tan embrutecido, se aprovecha de esa mezcolanza de fines también. 

De ahí que resulte sorprendente que la entrada en vigor de la pena de prisión permanente el 1 de julio no se haya hecho coincidir con otros cambios legales. En este sentido, en primer lugar, a pesar del conjunto de disposiciones penitenciarias incluidas en el Código penal, la Ley Orgánica General Penitenciaria necesita urgentemente ser reformada a fin de que se recoja el régimen de vida de estos condenados (cuáles son los establecimientos penitenciarios de máxima seguridad que ejecutarán estas penas y dónde estarán ubicados; qué régimen va a pautar la vida en su interior ¿un régimen de primer grado “agravado”?; ¿una especie de aislamiento en celda permanente?; cuales son los derechos de los que van a poder disfrutar los penados (recibir visitas, correspondencia, asistencia sanitaria en caso de hospitalización; separación por sexo; madres con hijos, etc.).

Pero en segundo lugar, es urgente la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal –en marcha, pero no culminada-, que debe aclarar cuestiones básicas sobre el control de la ejecución de la pena y sobre todo, el órgano al que se encarga la “revisión” de la prisión permanente: el “tribunal” de vigilancia penitenciaria al que se refiere el Código penal, non nato hoy, pero que convivirá a partir del 1 de julio con los juzgados de vigilancia penitenciaria que carecen de competencia en la ejecución de la pena de prisión permanente. Esto significa que a la fecha del nacimiento de la pena, no estará aún aprobado el órgano que vele por los derechos de los reclusos condenados a ella. El mero hecho de que no se sincronice la entrada en vigor de la reforma penal y de la regulación de los tribunales que han de velar por su ejecución deja al descubierto cierta falta de sensibilidad y de compromiso con las garantías del penado por parte del legislador, por ejemplo, asegurando ab initio la existencia de un turno de oficio en los Colegios de Abogados que garanticen asistencia letrada especializada en prisión en materia penitenciaria.

La falta de coincidencia en el tiempo de estas necesarias reformas  pone de manifiesto que se trata de una pena de prisión permanente, que es lo esencial. Su revisión no es más que un mero accesorio penológico.

El problema requiere además de una solución urgente: si el propio 1 de julio se produce un asesinato del art. 140 del Código y se procede a la detención del presunto culpable, la prisión provisional que sufra, en qué prisión se va a llevar a cabo, en qué régimen penitenciario, a qué grado de tratamiento se asimilará la privación de libertad, por quién va a ser cuidada la ejecución y cuánto tiempo podrá durar esa situación.

Con tanta carga de agresividad, parece que el legislador hace más que Derecho penitenciario, una suerte de química penitenciaria, en la que sustituye acciones por reacciones, derechos por deberes, cárceles por laboratorios, e ignora que la ley penitenciaria debe ser proactiva, esto es, ir dirigida a facilitar la vuelta de quien está cumpliendo la pena a vivir en libertad, no a impedirlo, como así hacen los arts. 36.3, 78 bis y 92, si el propio recluso no lo impide.

En este sentido, el modelo de Estado social y democrático de derecho diseñado por la Constitución de 1978, obliga a los poderes públicos, a remover los obstáculos para que la libertad y la igualdad de las personas y de los grupos en que se integran sean reales y efectivas. Penas como la prisión permanente revisable, aprobadas por las mayorías parlamentarias pertinentes son penas democráticas porque así lo determina una simple operación matemática, pero no por ello son ya “ajustadas a derecho”, atributo que les garantiza su legitimidad material.

La democracia no puede quedar jamás reducida a un mero procedimiento.


María Acale Sánchez | Catedrática de Derecho penal | Universidad de Cádiz

Química penitenciaria: la prisión permanente revisable