viernes. 29.03.2024
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En el año en que la Virgin Galactic ha conseguido la licencia de la Administración Federal de Aviación (FAA) norteamericana para llevar, en un cohete espacial, a los primeros turistas fuera de la atmósfera, en la humilde “Madre Tierra” nos enfrentamos a un rechazo social sin precedentes contra el fenómeno turístico. Barcelona, Lisboa, Roma, Berlín, Venecia, Bangkok, Nueva York, Hong Hong, Toronto y New Orleans son algunas de las ciudades donde se está registrando aquello que los turistólogos han venido a llamar turismofobia.  

Si bien las pintadas “tourist go home”, “tourist you are the terrorist” han generado cierta alarma, el problema no reside en los turistas en chancletas y sombreros mexicanos paseando, por ejemplo, por las Ramblas de Barcelona. La disputa tiene más que ver con la manera en que se ha “monocultivado” el turismo en algunos de estos destinos. Más allá de las narrativas y de b_13d0706333f6b52b9728c1fa56759fadlos grafitis, la intolerancia y la irritabilidad turística está alcanzando nuevos niveles de alerta. Y los preocupados no son solo los ciudadanos.

En 2010 Hosteltur publicaba el número “Cuidado con la Turismofobia”, donde el mayor afectado parecía el sector privado. Si bien las preocupaciones pueden ser lícitamente expuestas por las mismas empresas que han promocionado este modelo turístico defraudador, el interés debería volcarse sobre los afectados.

Desde la euforia al antagonismo, utilizando el índice de irritabilidad de George Doxey, la distancia es corta. Las experiencias observadas en diferentes destinos turísticos urbanos -como el caso de Barcelona- deberían llevar a cuestionarnos cómo en Barcelona se ha pasado de la euforia olímpica al antagonismo actual.

Los movimientos sociales llevan ya tiempo hablando de “decrecimiento turístico”. A pesar del temor que pueda generar entre los agentes económicos vinculados, ésta parece ser la solución para que el modelo actual sea más humano. El síndrome de Venecia nos enseña que se puede morir de éxito. Un centro histórico que cuenta con 55.000 habitantes y aproximadamente con 80.000 turistas al día no es un modelo de ciudad tolerable. Decrecer no es sinónimo de recesión económica. Más bien tendríamos que entenderlo como un proceso de sanación. 

People walk past a graffiti in Palma de Mallorca, in the Spanish island of Mallorca, May 23, 2016. REUTERS/Enrique CalvoDesde diferentes discursos políticos, académicos y privados se han escuchado palabras mágicas como “desestacionalizar”, “deslocalizar”, “turismo de calidad” y otras, las cuales no parecen brindar soluciones definitivas a un problema que se proyecta hacia el futuro próximo. ¿Y si empezásemos a hacer copias de nuestras calles, plazas y monumentos a modo de réplicas para los turistas? Sin duda, esto iría contra la creciente y constante búsqueda de autenticidad de la clase turista.

De este modo, un año después de lo que parece ser el íncipit de la cuarta revolución industrial turística, aquella que ha comenzado con la abertura del primer hotel donde los robots y la inteligencia artificial (IA) son la primera fuerza trabajo -el Henn-na Hotel en Japón-, se abren obligatoriamente nuevos escenarios que ponen en duda el modelo que ha permeado en las ciudades turísticas contemporáneas. ¿Hacia dónde vamos? ¿Hasta dónde llegaremos?

Quizás lo mejor sea que, precisamente, preguntemos a la inteligencia artificial que nos indique el camino porque, hasta ahora, no pudimos encontrar una solución. 


Claudio Milano | Miembro de Turismografias y profesor de Ostelea, School of Tourism and Hospitality

¿Una generación de turismofóbicos?