viernes. 19.04.2024

Mi abuela majariega quedó aterrorizada de por vida por la bestia fascista y era plenamente consciente, aún a finales del siglo XX y en plena fiesta democrática, de que los asesinos de su marido seguían 3ostentando el poder, intactos y acechantes. Se limitaba a decirme “no te signifiques” cada vez que se enteraba de que había asistido a una manifestación o portaba pegatinas y emblemas de izquierdas.

Le preguntaba por el abuelo y ella callaba o se evadía en vaguedades hasta que un día, por fin, con voz baja y quebrada, me dijo: “Tu abuelo no murió en la guerra. Lo fusilaron después, en Madrid”. Parcas palabras que me abrieron los ojos en un momento de debilidad motivado por mí madre, su nuera, que conservaba bien plastificada para entregarme en su momento la carta de capilla del “Palabras”, como era conocido en el pueblo, la misma cuartilla plegada y amarillenta que conservaba la tía Juana junto a otras pertenencias suyas en una caja de galletas.

Lucía yo 12 años de total ignorancia cuando en aquel chiscón de Pozuelo sin ventanas, donde las voces resultaban inaudibles y brotaban inexplicablemente las lágrimas, Faustina y mi padre le dijeron a Juana: “No queremos llevarnos nada. Esto que conservas te puede comprometer. Hace tiempo de aquello. Hay que olvidar, sobre todo por los niños”. Y Amparo, con la complicidad de Juana, consiguió esconder aquel “Adiós para siempre” escrito a lápiz, al igual que aquel 14 de junio de 1939 logró ocultar Tomás Montero Labrandero en una rendija de la cárcel de Porlier para que llegara a la familia sin censura previa, sin comunión y sin el “Arriba España” obligado.

b2¿Cómo reprochar los silencios protectores? ¿Y cómo no apreciar y agradecer la valentía y coraje de quienes mantuvieron su memoria en la familia? Yo mismo me contestaría con una respuesta muda: Se trataba de seguir el hilo para desentrañar al mártir, al héroe que se presentía y, de paso, saber de este país, de sus verdades y sus mentiras.

Llegado el momento, aquel compromiso temprano y no escrito le dio mayor sentido a mis ideas y querencias, como un “silbo de afirmación en la aldea”. Siempre buscaba alguna referencia en los libros, en las conversaciones de la gente más abierta y en las noticias. Un día llegó, eso creí, la ocasión de recompensar la viudedad de mi abuela y la orfandad de su hijo. Reuní toda la documentación y la instancia para que mi abuela pudiera solicitar la exigua indemnización decretada por el Gobierno para quienes sufrieron prisión en la Dictadura.

Pero la magistral e inopinada lección de Faustina Montero llegó como contradicción a mis propósitos que, en aquel momento, entendía nobles. Cuando llegué a casa con los papeles y le expliqué los motivos dijo b1sencillamente que no. Que nadie iba a comprarle su dolor y menos pagarle por el asesinato de su marido. Mi padre secundó la decisión de mi abuela y tampoco quiso firmar la petición. Tardé en comprender que no me habían decepcionado.

Me legaron dignidad y, a la vez, nos ahorramos una frustración: leyendo mejor la normativa de aquellas miserables ayudas me percaté de que solo contemplaban como beneficiarios, aunque resulte increíble, a quienes hubieran padecido prisión por más de tres meses, aun habiendo sido ejecutados antes, como la inmensa mayoría, al poco tiempo de su detención.

Sin casi buscarlo, se me abrieron todos los caminos para rescatar y recuperar a mi abuelo republicano como una historia viva y más extensa que su sola vida, no como un crimen saldado. Hoy, el horizonte es aún más amplio: Justicia y República van unidas en mi pensamiento, inseparablemente, de la mano.

Los crímenes no se saldan