viernes. 19.04.2024

A la vista de las continuas movilizaciones ciudadanas contra la política de austeridad, parece evidente que muchos electores no votarían hoy como lo hicieron en las últimas elecciones generales o autonómicas. Pero tendrán que esperar todavía tres años para cambiar de papeleta, si por entonces se acercan a las urnas, y confiar mientras tanto en que las huelgas, manifestaciones, concentraciones, encierros y otras formas constitucionales de expresar su desacuerdo con las decisiones de los gobiernos surtan efecto. Puede que sí o puede que no.

Por su parte, los Ejecutivos elegidos en su día con mayoría absoluta esperan que el paso del tiempo debilite la contestación y sea sustituida, si se mantienen firmes en sus políticas, por la resignación.

Así, la fuerza del voto se ve cuestionada por el incumplimiento de los programas electorales o, peor aún, por hacer todo lo contrario de lo prometido en campaña. De ahí a la abstención o el voto en blanco media poco trecho, en perjuicio de la democracia representativa.

Pero las cosas podrían ser de otra manera si se introdujera un cambio tan sencillo como fundamental en el sistema: la elección por tercios cada dos años de los parlamentos.

No se trata ni de inventar la rueda ni de haberse vuelto loco. Simplemente, porque algo así ya existe y funciona: salvando las distancias, es el caso de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos.

Tomemos el ejemplo de España: el Gobierno del PP, como su propio Presidente reconoce, está llevando a cabo una política que nada tiene que ver con su Programa Electoral. Imaginemos incluso que lo hubiera respetado y, como ahora, los resultados fueran igual de negativos: con 6 millones de parados a la vuelta de la esquina, con un crecimiento económico inexistente, con una deuda pública asfixiante.

En cualquiera de los dos casos, fuera para obligar al gobierno a cumplir su programa o fuera para cambiar de política, los electores deberían tener la oportunidad, a los dos años de las elecciones generales, de elegir de nuevo 1/3 de los diputados al Congreso.

De esa forma, quienes consideren que la gestión del Ejecutivo es una catástrofe y quienes piensen lo contario tendrían la oportunidad, respectivamente, de rectificar su voto o de reafirmarlo, arrebatándole o manteniéndole la mayoría absoluta.

En cualquier circunstancia. Los gobiernos estarían siempre sometidos al permanente escrutinio ciudadano en las urnas, sin poder dormirse en los laureles o confiar en el paso del tiempo. Y los diputados y la oposición, también.

Claro que lo propuesto para el Congreso, los parlamentos autonómicos y la Eurocámara. Incluso para los partidos: ¿por qué un Congreso cada eternidad de cuatro años?

¿Inconvenientes de introducir una medida así? Si los hay, parecen poco relevantes en comparación con la permanencia de políticas ruinosas durante cuatro años o con el debilitamiento de la confianza ciudadana en la democracia.

Se dirá que la medida introduce inestabilidad en la cosa pública y dificulta una planificación temporal suficiente de la misma. En realidad, sería al contrario, porque impediría aplicar de matute políticas no respaldadas en las urnas -rápidamente contestadas en la calle- y forzaría a los partidos a buscar acuerdos para conformar mayorías. También se afirmará que sería costoso y cansaría a los electores: echemos cuenta de las horas no trabajadas en las legítimas protestas o preguntemos al ciudadano si desea poder votar más y verán cómo sale a cuenta.

¿Renovar la democracia? Nada más sencillo que dar la palabra a los electores con más frecuencia (con proporcionalidad de verdad, listas abiertas y primarias a la italiana para designar candidatos a la Presidencia del Gobierno y a diputados), que cuatro años es demasiado para una vida humana. Y más ahora.

Elecciones cada dos años para renovar la democracia