martes. 16.04.2024

Quién les iba a decir a los que buscaban consuelo en la democracia para liberarse de la opresión de regímenes totalitarios que ésta se convertiría en el caldo de cultivo de desmanes, abusos de autoridad y corrupciones como a las que estamos asistiendo ahora en la zona levantina de nuestro país. La democracia real ha sido una vieja reivindicación popular asociada al ideario de la izquierda más combativa, pero la solución política que desde esas posiciones se deseaba, y por la que tanto se ha luchado, no ha pasado de ser, como tantos otros, un sueño relegado a ocupar un espacio en el amplio terreno de la utopía.

Hace ya tiempo que, en sociedades como esta nuestra, la democracia otorgada no pasa de ser para la ciudadanía un puro trámite que se materializa en acudir a las urnas cada cierto periodo de tiempo. La atonía y el tedio se han apoderado de un elevado número de ciudadanos y ciudadanas que, poco a poco, van engrosando las listas de la abstención. La única iniciativa en manos de una gran parte del electorado, si es que eso puede ser considerado como tal iniciativa, es algo que se va convirtiendo en una regla: cambiar el voto cada ocho años, lo que amenaza ahora con un simple giro político, y no con la solución a la actual situación económica. Por el contrario, la fuerza inicial que proporciona un éxito electoral, legitima la aplicación de medidas restrictivas que, sin duda, pudrían acarrear un significativo empeoramiento de las capas bajas y medias de la población.

Esta forma de democracia, establecida desde el poder real, se ha ido degradando hasta llegar a lo que hoy tenemos: un grupo de “profesionales” de la política convertido en casta o clase privilegiada, aislado de la ciudadanía, débiles y temerosos por lo que se blindan con coches, guardaespaldas y leyes que les amparan de manera sectaria; el caldo de cultivo de la corrupción en cualquier ámbito de poder político; la barrera o escudo de protección de la clase dominante, conocida hoy con el eufemismo de “mercados”; una sociedad desactivada que, a la hora de votar, no tiene en cuenta la trayectoria personal de los candidatos, ni baraja la corrupción como un elemento determinante cuando introduce el voto; da lo mismo.

Pero la cosa puede dar más de sí. El affaire valenciano es un exponente claro del significado que la democracia tiene para los del PP, y del uso que de ella hacen. En este asunto de los trajes, que es la punta del iceberg del mayor caso de corrupción conocido, los jefes de esa formación se han solidarizado con los “presuntos” delincuentes de manera incondicional, sobre todo con el beato, haciendo manifestaciones tan elocuentes como bochornosas: “siempre estaré junto a ti, delante, detrás, o al lado”. Rajoy siempre estará al lado de quien tiene un “amiguito del alma”, un tal Bigotes, al que “quiere un huevo”. Todo esto no pasaría de ser el ensayo de un ridículo sainete si no fuera por la total ausencia de valores éticos de estos charlatanes y por la mierda que destilan sus palabras y sus actos.

Estos se creen, y no les falta razón, que cuentan con apoyos en todos los sectores institucionales de este país, que nunca rendirán cuentas de sus fechorías. Pero ahora les ha salido un juez díscolo que reproduce por tercera vez el contenido del sumario acusatorio en el se recogen hasta catorce razones de peso que relacionan, sin lugar a dudas, a los destinatarios de los trajes con los que pagaban las facturas, que no eran precisamente Camps y sus acólitos.

Con la soga al cuello no les ha quedado más remedio que tomar una decisión. A esta banda de encausados se le presentaban cuatro opciones; a) aceptar la culpabilidad, pagar la cantidad solicitado por el fiscal y seguir en sus cargos, b) dimitir y continuar con el proceso, c) ambas cosas: asumir los delitos, acabar con el proceso y dimitir, d) seguir con el proceso tal cual sin dimitir. La petición apresurada de Génova era la primera de las opciones. Camps, junto a sus compinches, pagaban, seguían en sus cargos y el tiempo actuaría de bálsamo para el PP. La gente olvida y, en unos meses, aquí no ha pasado nada. Esta es la consideración que para estos políticos merecen los votantes. Sin embargo, ante la desconfianza, y el miedo de ser obligado a dimitir después de aceptar el delito, el tal Camps, tal vez bien aconsejado, decide, a última hora, dejar el cargo de presidente sin asumir la culpa que otros dos de los implicados ya habían aceptado. La opción elegida de seguir con el proceso y sentarse en el banquillo, que arrastra a todos los demás implicados, encierra algunas dudas sobre el resultado final para quienes vemos esto desde fuera. O el nivel de enajenación que conlleva su práctica religiosa le nubla por completo la mente, y en su imaginario personal se cree inocente, o tal vez, y esto es lo más probable, tenga preparada alguna argucia que le libre del bochornoso acto de comparecer ante un tribunal popular y ser condenado.

Los dirigentes del PP, como venimos observando, basan su política en la ignorancia de un amplio sector social, entre los que se encuentran tantos temerosos feligreses, y en el apoyo incondicional de un colectivo duro de mollera en cuyas estrechas mentes no caben otras aspiraciones que la de enriquecerse sea cual sea el camino. Para esta formación política la limitada democracia al uso es única y exclusivamente un mecanismo en el que cabe la estratagema que buscan para alcanzar su principal objetivo: el asalto al poder político, tal como vienen demostrando a lo largo de estos últimos años de manera obsesiva y, por tanto, enfermiza. Esta es una realidad que muchos hombres y mujeres de buena voluntad que han apoyado en otras ocasiones a las formaciones políticas de izquierdas se niegan a reconocer. No son capaces de prever las nefastas consecuencias que acarreará para los más débiles la victoria electoral en las próximas elecciones generales de un grupo como el PP. Se niegan a ver el comportamiento y la actuación política de este partido en comunidades como Valencia y Madrid. El triunfo del PP, y sus consecuencias, será inevitable si no se produce a tiempo una reacción social, rompiendo con esa fórmula de cambiar de voto cada ocho años para ver qué pasa. Ya tenemos las suficientes experiencias como para saber cómo utiliza el poder político esta gente. Espero que el PSOE sepa denunciar los espurios deseos de poder de sus rivales. Deseo que amplios sectores de la sociedad sepan apreciar que es más fácil avanzar hacia posiciones de progreso e igualdad desde gobiernos de lo que conocemos como izquierda formal que desde esta derecha reaccionaria empeñada en degradar de manera permanente este modelo político, ya de por sí endeble.

El PP de Camps y Rajoy, o la degradación democrática