sábado. 20.04.2024

Sabino Arana sacralizaba la comunión natural del mundo rural, ensalzaba al baserritarra, al hombre de caserío; única expresión válida de Dios y la Ley Vieja, –Antiguo Régimen–  frente a las Villas liberales donde el bullicio y la diversidad de sus gentes, introducían las nuevas ideas: ilustración, relativismo, liberalismo, marxismo, el pecado en definitiva. El padre de Sabino Arana, Don Santiago, regresará a casa derrotado tras luchar por Carlos VII, el pretendiente Borbón al trono de España, defensor del absolutimo. Durante el siglo XIX, las ciudades de Bilbao, San Sebastián, Vitoria, Irún, las villas vascas, sufrirán las acometidas carlistas –de los vascos absolutistas–, sin que éstos fueran capaces de hacerse nunca con ellas y teniendo que resignar sus conquistas a los pueblos. Las capitales eran habitadas por lo que Arana denominaba "maketofilos", es decir, vascos puros y de raza que sin embargo no se mostraban indignados con las nuevas costumbres –no inquisitoriales– que gradualmente se habían ido consolidando por toda la península. Eran vascos, que además de tratar con sus vecinos de siempre, tampoco les importaba tratar con "maketos", personas no nacidas en Euskadi, susceptibles de no compartir “la esencia vasca”, –es decir, la práctica explícita de los usos y costumbres católicos desde una comprehensión absolutista– o capaces incluso de dejarse seducir por una mujer no vasca, que pudiera modificar sus –sagrados– hábitos o su manera de pensar. Los maketófilos, –vascos no teocráticos, traidores a Jaungoikoa según Arana– podían equipararse al resto de españoles liberales; a aquellos ateos, rojos y relativistas, que sin duda terminarían por imponer la podredumbre y el pecado en una Euskadi que hasta el infame y convulso XIX, había vivido siempre acorde a la Ley Vieja –prenapoleónica–, es decir, a Dios y a su orden feudal o natural; a Jaungoikoa y su Lagi Zarra.

"Conocer al diablo es destruirlo, / porque la ignorancia / siempre ha sido la mejor aliada del mal" (San Ignacio de Loyola)

De niños, todos hemos ido en alguna ocasión "de colonias". En Euskadi, no hay como que te saquen con diez años de la capital, y te lleven a algún Baserri de la verde y fecunda Vasconia, para creerte Robin Hood en el corazón de Sherwood. Cada jornada trepidante, cada excursión resulta entonces una fantástica odisea. Uno de los puntales vertebradores de ETA se situará en pleno corazón del País Vasco, en Oñate;  allí se encuentra el santuario católico de Aranzazu. En palabras de Mario Onaindía, "éramos los nuevos boys scouts de la tierra vasca". Seminaristas, novicios, jóvenes laicos –sin ordenar– que se buscaban a ellos mismos; vascos con preguntas e inquietudes, conscientes de estar sufriendo el acoso de un régimen sin libertades, la represión de una dictadura fascista. Si el nacionalismo vasco nace a partir de 1900 de la mano de Sabino Arana, desde una nostalgia absolutista que pueda dar respuesta al Estado napoleónico y al liberalismo, ETA nace en plena dictadura franquista, y lo hace a causa de Franco. Defender "lo vasco" por entonces, no es mostrarse en favor de separatismo alguno. Es una ETA que lucha, al igual que la mitad de los españoles también reprimidos, por la democracia y las libertades, por un pueblo vasco en libertad, por el reconocimiento de la pluralidad, de la tolerancia, de la diferencia, de unas instituciones vascas, por la legalización de la Ikurriña o por el derecho a poder hablar, también en euskera, al igual que se hace en castellano.

El sentir carlista, rural, no perteneciente a la Villa –a la capital–, tiene algo de huraño o anacoreta. La paz del campo induce a huir del tenso intercambio de intereses cotidianos al que nos somete la Villa. Diríase que el hombre rural se violenta pronto, “al no encontrarse” en su contrario o sufre desvelando lo que le resulta ajeno. Se identifica con aquello que conoce y no desea más. Esa timidez, ese celo rural frente a lo ajeno o desconocido, provoca que cuando la creencia carlista, –única fuente histórica de "conocimiento" del vulgo en España, gracias al sacerdote en cada parroquia– decide finalmente "pronunciarse", lo haga hasta sus últimas consecuencias. El rubor a incurrir en una cierta incoherencia antropológica conlleva además, el  no plantearse ni por asomo la posibilidad de modificar las posiciones, menos aún si éstas son amparadas por Dios. Y es que rotas las formas, desaparecido el protocolo y la cortesía, si entras en conflicto, debe evidenciarse que ha sido de manera no gratuita y con razón. "Enfadarse pa' na' es tontería" y el vasco tradicionalista, como cualquier otro, se toma a sí mismo muy en serio, quizá por aquello de su no pertenencia a la Villa, de su no contacto con el bullicio del mundo. En ese caso, el único testimonio a legar no puede ser fallido. Precipitarse hacia el dogma, reafirmar la verdad, cerrar el círculo, la huída hacia adelante, será a partir de ahora la única salida.

En el fondo, lejos de "movimiento revolucionario" alguno, lo de ETA ha sido siempre  –menuda paradoja–, una cuestión clerical y de afecto. De repliegue eclesiástico por un lado, frente al fantasma de un liberalismo que terminaría inevitablemente marginando la Ley Natural e instaurando derechos y deberes, a quienes ya tenían más que suficiente con el destino que Dios les deparaba. De querencia existencial por otro, desde el tenor melancólico que en palabras de Bertrand Russell refleja "la angustia por saber que hay algo mejor a nuestro alcance, que no sabemos cómo ni donde ir a buscarlo". Es "el sentimiento trágico de la vida" de Unamuno conjugado con "lo que el hombre echa de menos" de Feuerbach. Un sentimiento que podemos identificar igualmente en el extremo opuesto: el facha español de una cierta edad, no es exactamente a Franco a quien añora. Lo que en realidad extraña sin saberlo, es sencillamente su juventud; la juventud que disfrutaba en tiempos de Franco y que se le ha escapado. Su ideario político es algo que su rencor melancólico, suma posteriormente a su inconsciente.

Con Franco o con ETA, pero católicos

No es casualidad que Franco "reinase" cuarenta años bajo palio, o que la Iglesia resultara pieza fundamental para el sostén de ETA en el País Vasco prácticamente hasta su final. Desde la taimada perspectiva eclesiástica, las dos situaciones son históricamente positivas contra el cáncer napoleónico que estalla en el XIX, y desde luego contra el virus marxista. Al igual que el Frente católico irlandés frente a los herejes protestantes unionistas, el pilar que ha hecho posible a los guerrilleros de la patria vasca dibujada por Arana medio siglo antes, no ha sido otro que la Iglesia católica. Los "Boy Scouts" de Euskal Herria pronto comprenderán el sacrificio al que estaban llamados. Como en el patio del recreo de nuestra niñez, conformarán las primeras partidas encaminadas a “salvar a sus compañeros” de una guerrilla enmarcada en un conflicto de intereses mucho más elevado, y que lleva siendo practicado por la Iglesia desde su concepción, con especial intensidad desde la irrupción de la Revolución francesa. Hábilmente se revestirá el reclamo natural, teocrático, demandado por Arana para Bizkaia, desde la fisonomía de una supuesta "identidad arrebatada" al pueblo vasco, sin especificar en dónde radica ésta. Se trata del travestismo del sacerdote; del travestismo de Dios y su orden natural, la Ley Vieja, en un plus identitario que “ha sido arrebatado al pueblo”.

La Iglesia, como siempre magistralmente, sabrá jugar sus cartas. La lucha de clases que puede entrañar una ETA aparentemente marxista en época de convulsiones revolucionarias, –Cuba, socialismo, existencialismo, conflictos coloniales– ha de concretarse desde la suerte de lo que podemos etiquetar, una cierta “teología de la liberación", amparada exclusivamente en un explícito marxismo histórico, -que no filosófico o dialéctico-. Lo sustantivo para la Iglesia es pues, que preservado el confesionalismo en España de la mano de la dictadura franquista, el embrión de la presumible reacción vasca a la dictadura, debe nacer también de la confesión. Si en un futuro, la reacción vence, ésta ha de ser también una reacción en Dios y desde Dios. Dado que la confesionalidad del PNV no se discute, pues ésta forma su razón de ser, su Logos, su esencia sine qua non, la Iglesia se asegura en paralelo, la confesión de la presumible reacción que pueda alcanzar a una “percepción burguesa”, es decir, más “radical” o “no aristocrática”.

En palabras del cura de Santa Cruz tras la capitulación carlista: "No es posible capitular en nombre de Dios; es ésta una guerra eterna". Teólogos, capuchinos, franciscanos, jesuitas, ex sacerdotes... Será una ETA nutrida mayoritariamente en sus cuadros jerárquicos y de acción, por clero vasco e ideólogos confesionales, que expresamente buscarán eludir en lo teórico, el salto revolucionario -posthegeliano- hacia Feuerbach o Marx. Su resultado final no será otro que activistas platónicos, surgidos desde una factoría netamente idealista, desde un racionalismo puro –no materialista–, que "jugarán" a lo que siempre pretendió "el Padre": el eterno discurrir hacia la gestación de una nueva provincia eclesiástica -confesional-. Con Franco impuesto por la Gracia de Dios, se trata al tiempo de "asegurar" la reacción periférica a la dictadura, también desde el catolicismo. Es así como la imagen del cura trabucaire contra el liberal, se revestirá en Euskadi de una astuta doctrina eclesiástica interclasista que desvirtuará durante décadas la lucha de clases del supuesto ideario etarra, desde la proclamación de la fraternidad en la raza y una sutil fe común que dará sentido a una "lucha armada" en aras a la..."personalidad perdida" de Euskadi.

Será una ETA, especialmente tras la dictadura y su huida hacia adelante "militar" -VII Asamblea-, nutrida en su mayoría de ideólogos confesionales y creyentes proactivos, carente de un cuerpo laico sustantivo en su jerarquía ideológica"cosmogónica" en lo existencial, mitológica más que filosófica, desgajada de toda vertiente materialista, –o marxista-filosófica–. Tras las miles de Ikurriñas de todos los colores como único retrato ideológico popular, –nunca una bandera roja ni por equivocación en sus escenarios– no dejará de latir el germen nostálgico de la "eterna Verdad araniana", derivada de una "querencia existencial" que no busca "transformar la sociedad" sino refrendarla en su pasado. Dice Ángel Viñas que la constitución de 1978 puede considerarse, –con todas las matizaciones que queramos–, la puesta al día de la constitución republicana de 1931 y la derrota política final del franquismo. No resulta ninguna ligereza afirmar que ETA –además de un anacronismo totalitario que llega a su fin–, sólo puede comprenderse en toda su dimensión desde una perspectiva histórica: su presumible adiós supone también, –con todas las matizaciones que queramos– el último repliegue carlista tutelado por la Iglesia hasta la fecha –bienvenida la nueva dictadura financiera que acabará con el Estado, enemigo de Dios– y desde luego, el cierre formal del capítulo de la Transición en Euskadi. Casi cuarenta años después de la muerte del dictador, Euskadi asiste a sus primeras elecciones al parlamento vasco, desde una voluntad de normalidad democrática.

El “más allá” de ETA