viernes. 29.03.2024

En 2006, el Ayuntamiento de Caravaca de la Cruz y la Comunidad Autónoma de Murcia, con competencias plenas en la materia, consintieron que las monjas carmelitas se llevaran todos los tesoros, incluidas las campanas, que albergaba el convento de San José de la citada localidad y que vendieran el monasterio, fundado por Teresa de Ávila y residencia ocasional del autor del Cántico Espiritual, a una empresa privada por una cantidad próxima a los seiscientos millones de pesetas. Según los responsables políticos del PP en las dos instituciones, las monjitas eran mayores y necesitaban un clima más propicio, además en vez de una clausura, se haría en el impresionante inmueble una especie de Parador privado de lujo. Hoy, tanto el monasterio como la preciosa iglesia rococó del mismo, están cerradas y desnudas, la ruina se cierne sobre ellos y nadie dice ni una palabra. Las monjas, el obispo y el papa de Roma decían que eso era suyo y que por ello hacían lo que les daba la gana que para eso expulsó –según dicen- Jesús a los mercaderes del templo. Las autoridades civiles acataron la decisión eclesial sin decir ni mu.

Supongo que les habrá pasado a ustedes en muchas ocasiones y que habrán terminado con la misma indignación que yo. En 2008 se me ocurrió la feliz idea de viajar a Palencia para conocer su incomparable románico. Había preparado una ruta en la que figuraban todas las iglesias que se podían ver en cuatro días, muchas quedaron en la reserva para un próximo viaje. Pensaba que con la campaña publicitaria del turismo interior que había hecho la Junta de Castilla y León y las necesidades de una tierra hermosísima que expulsa todos los años a miles de sus nativos por falta de trabajo, aquello estaría organizado para atender al visitante e invitarle a volver y dejar sus dineros. No les voy a contar todo lo que ocurrió, les hablaré sólo de tres de las iglesias más monumentales de Palencia, Fromista, Villalcázar de Sirga y Támara. Las tres estaban cerradas a cal y canto, sin indicación alguna sobre horarios ni nada parecido. Tuve que esperar horas, preguntar a vecinos y al final, ir a buscar al cura, al sacristán o la compañera de uno de ellos o de ambos, normalmente en el bar del pueblo o de otra localidad cercana. Después de arduas indagaciones y repetidas visitas, conseguí que me abrieran las puertas de esas tres increíbles maravillas que permanecen en manos de personajes inquietantes: A nadie, ni al más tonto de los ladrones, se le escaparía ninguno de los tesoros que albergan esos templos; a pocos, se les ocurriría volver a visitarlos dada la incuria, la dejadez y la desidia con que son gobernados: En la Iglesia San Hipólito de Támara, fue una limpiadora quien nos franqueó la entrada y nos explicó el interior, haciéndonos un favor. Lo mismo le ha ocurrido al que esto suscribe en Cuéllar, Turégano, Covarrubias, Segovia, Osuna –en cuya colegiata se guardan varios Ribera-, Carmona, Urueña, Tuy, Cáceres, Caravaca, Barcelona –el servicio de seguridad eclesial no dejó entrar en la catedral a mi mujer porque llevaba los hombros al aire-, Madrid –recuerden esa maravilla desconocida e impenetrable que es San Antonio de los Alemanes-, Játiva y en cientos de monumentos que increíblemente siguen en manos de curas y sacristanes.

Hoy hemos sabido que se han llevado de la catedral de Santiago de Compostela el Códice Calixtino, uno de los libros más valiosos del mundo que estaba custodiado por obispos, arzobispos y demás miembros de la curia eclesial. Se trata sin duda de una joya de valor incalculable pero también de una prueba de que este país no ha sabido concluir ninguna de las revoluciones burguesas y democráticas que en algún momento comenzó, porque, en nuestra opinión, en un Estado moderno y democrático ningún monumento inmobiliario o mobiliario debería estar en manos de la iglesia sino que tendrían que ser propiedad del Estado, es decir, de todos, abiertas al público dieciséis horas al día, permitiendo a los enviados de Dios usarlas para el culto un par de horas al día, la cosa no da para más. De esa manera, no sólo estaría garantizada la seguridad de nuestro patrimonio nacional, sino que se crearían miles de puestos de trabajo que, con una buena política promocional, se financiarían con el precio de la entrada que gustosamente pagaríamos los “turistas”.

Esgrimen los católicos que esos bienes son suyos, no de tal orden o de tal parroquia, que sí, sino de Roma, o sea que el pequeño Estado del Vaticano es dueño de la mayor parte de la riqueza monumental del país y que puede hacer con ella lo que le venga en gana. Y luego, hablan de Gibraltar. ¡¡¡Por Dios y la Virgen Santa!!!

La inmensa mayoría de las iglesias, colegiatas, monasterios, conventos, palacios obispales y catedrales de España –y lo que en ellas hay- fueron construidos gracias a las primicias y al diezmo, impuesto que cobraba la iglesia a todos los agricultores, artesanos y ganaderos de España y que suponía la décima parte de la producción, del tipo que fuere. El diezmo entró en España, procedente de Francia, por Cataluña y Aragón –como la inquisición-, de allí paso al resto del país. Se basaba en unas tablas fijas promediadas que establecían una cantidad por “explotación”, sin tener en cuenta las cosechas o las pérdidas de cabezas de ganado. El pago no se hacía voluntariamente, sino por temor a Dios y, sobre todo, a las órdenes de caballería, que no dudaban en cortar la cabeza a quien prefería alimentar antes a sus hijos que a Dios. Otras, las que no fueron sufragadas mediante esos impuestos religiosos, se construyeron por reyes, príncipes y notables, quienes también sacaban sus rentas del trabajo del pueblo, luego todo el patrimonio que hoy presume tener la iglesia, no es de ella sino del pueblo español que durante siglos los sufragó con su sangre y su sudor.

La permanencia de ese inmenso patrimonio monumental en manos de la Iglesia Católica Romana no sólo ha permitido el robo del irrepetible Códice Calixtino, sino otros muchos expolios llevados a cabo por quienes se creían sus dueños: Hay miles de piedras, lienzos, esculturas, joyas, incluso monasterios enteros, vendidos por la iglesia a multimillonarios extranjeros, sólo hay que ir a Nueva York para comprobarlo. Por otra parte, la iglesia no paga impuestos por sus propiedades y recibe un montón de millones de euros para su restauración y conservación, y lo que es más grave impide que se creen miles de puestos de trabajo y la revitalización del turismo interior. Urge la nacionalización de sus bienes, salvaguardando el derecho de los católicos a usarlas para el culto en las horas que se determine.



El Códice Calixtino y el supuesto patrimonio de la iglesia católica