jueves. 28.03.2024
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La economía colaborativa es algo nuevo, un concepto fresco, con un hálito progresista y moderno, muy del gusto de los Bobós y de los Millennials, que son en buena parte los usuarios de Airbnb

Por Albert Beltran i Cangròs | En la actualidad, resulta cada vez más habitual escuchar predicas entusiastas acerca de la economía colaborativa, de su novedad y de sus muchas virtudes como presumible alternativa a la economía de mercado convencional. Según se nos dice, este tipo de enfoque de las relaciones entre los distintos agentes económicos representa una superación de las formas organizativas verticales y centralizadas características de la economía capitalista del siglo XX. Frente a la competencia, la cooperación; frente a la rigidez de las estructuras, las normas y la burocracia, la flexibilidad y la espontaneidad de las redes sociales y de la libre interacción entre usuarios, productores y consumidores; frente al afán de lucro, la solidaridad y el libre intercambio desinteresado de bienes y servicios. Así, la economía colaborativa se postula no sólo como una alternativa o, al menos, una forma complementaria de organizar la economía, sino también como parte de un programa moral, como una nueva manera de atender mejor a las necesidades de las personas desde una perspectiva más justa y más equitativa. La Comisión Europea en un informe de 2016 lo expresaba de la siguiente manera: “el éxito de las plataformas colaborativas es a veces difícil para los actuales operadores y prácticas del mercado, pero al permitir a los ciudadanos ofrecer servicios fomentan también nuevas oportunidades de empleo, modalidades de trabajo flexibles y nuevas fuentes de ingresos. Para los consumidores, la economía colaborativa puede aportar ventajas mediante nuevos servicios, la ampliación de la oferta y precios más bajos. Puede también promover un mayor reparto de los activos y un uso más eficaz de los recursos, (…)”. Asimismo, Albert Cañigueral Bagó en su libro Vivir mejor con menos. Descubre las ventajas de la nueva economía colaborativa, asegura: “el consumo colaborativo propone compartir los bienes frente a poseerlos, y focalizarse en poner en circulación todo aquello que ya existe. Pasar de entender el consumo como propiedad a entender el consumo como acceso y uso. Es sencillo y complicado a la vez pero, si lo sabemos hacer, será posiblemente revolucionario”.

No obstante, la realidad de muchas de las plataformas que se presentan bajo esta etiqueta dista mucho de semejarse a este modelo y de adaptarse a los principios de la economía colaborativa. De hecho, suponen en buena medida una traición a tales principios. Cada vez más expertos, periodistas y gente común abominan de las prácticas de este tipo de compañías -que es eso lo que son muchas de ellas y no meras “plataformas intermediación” que es tal como se exhiben y pretenden legitimarse ante la opinión pública-, que son percibidas y calificadas como “timos”, “estafas”; en definitiva como compañías que encarnan unas nuevas formas de hipercapitalismo descarnado completamente opuestas a los principios y valores que conforman la auténtica economía colaborativa. Un reportaje reciente de Hosteltur (febrero de 2017) calificaba a estas empresas como “lobos con piel de cordero”. En este mismo reportaje se menciona al investigador canadiense Tom Slee que, en su libro de título elocuente Lo tuyo es mío. Contra la economía colaborativa afirma: “(…) la economía colaborativa está introduciendo un libre mercado despiadado y desregulado en ámbitos de nuestras vidas anteriormente protegidos. Las principales compañías se han convertido en monstruos corporativos y están desempeñando un papel cada vez más intrusivo en las transacciones que fomentan para ganar dinero y mantener su marca”.

El debate está, pues, servido, aunque quizás los términos de este debate están equivocados. Probablemente, unos y otros están hablando de cosas distintas: los primeros, de las bondades de la economía colaborativa, entendida ésta a partir de una filosofía y un sistema de valores específicos, es decir, a partir de la teoría de la economía colaborativa; los segundos estarían más bien describiendo ciertas compañías transnacionales que, bajo la cobertura de economía colaborativa desarrollan e implementan prácticas y estrategias empresariales radicalmente opuestas a lo que representa la esencia de este tipo de propuestas. Los propagandistas de la economía colaborativa pecarían de ingenuos al no entender que toda forma de organización de las relaciones económicas, por nueva y alternativa que se precie, nace y se configura en el marco de un sistema económico dado, que en la actualidad es el de la economía capitalista. Dicho sistema económico, basado en la propiedad privada, el libre mercado, las economías de escala y la globalización de los flujos comerciales, no puede sino fagocitar este tipo de iniciativas, expurgándolas de sus intenciones iniciales para así adaptarlas a sus propias y específicas necesidades y expectativas. Los críticos de la economía colaborativa, por el contrario, tienden a confundir el todo por la parte, a deslegitimar este tipo de modelos al identificarlos exclusivamente con grandes compañías transnacionales que, como Uber, Cabify o Aibnb, operan bajo esta etiqueta. No tienen en cuenta que, por un lado, existen cientos de plataformas y aplicaciones que sí respetan los principios de la economía colaborativa y, por otro, que los principios y filosofía de este tipo de modelos seguirían siendo válidos al margen de la práctica de las empresas que se reclaman de estos modelos. De hecho, al calificar de fraudulentas y tramposas a estas empresas, están aceptando que existe un modelo de economía colaborativa que les sirve de referencia para, justamente, fundamentar dicha crítica, aunque este modelo sólo exista desde una perspectiva teórica o filosófica, como un horizonte ideal.

Entonces deberíamos resituar los términos del debate. En este sentido, las dos cuestiones que nos deberíamos plantear serían, primero, qué es y qué no es economía colaborativa y, en relación a esta cuestión, qué plataformas u organizaciones pertenecerían a una u otra categoría y, segundo, por qué empresas que, como las ya mencionadas Uber, Cabify y Airbnb, no deberían clasificarse en un sentido estricto como economía colaborativa, ponen tanto empeño en presentarse bajo este rótulo. Un muy buen punto de partida sería analizar el polémico caso de Airbnb en el sector turístico.

La primera cuestión, qué es y qué no es economía colaborativa, no tiene una fácil respuesta. En un sentido estricto, podríamos definir como economía colaborativa toda aquella actividad de intercambio de bienes y servicios entre particulares que no tiene un carácter comercial, es decir, que no tiene como fin último y exclusivo obtener una contraprestación económica -no existe ánimo de lucro- y en la que la función intermediadora o no existe o, de existir, tiene un mero carácter instrumental y está completamente subordinada a la relación de intercambio cooperativo. De ahí el halo romántico de este tipo de propuestas, basadas en el altruismo, la cooperación y la relación abierta y desinteresada entre las partes. Una definición laxa -que es la que se ha impuesto- establece que una actividad económica puede clasificarse dentro de esta tipología si se trata de una plataforma de intermediación que se limita a conectar a oferentes y consumidores que intercambian bienes y servicios. En este último caso, la relación puede ser abiertamente comercial y la plataforma de intermediación puede ser -de hecho es- una empresa con ánimo de lucro que obtiene pingües beneficios de su actividad intermediadora. Lo único que se exige a estas empresas para pertenecer a esta categoría es que sean empresas de intermediación mediante las cuales las partes no compren o vendan nada, sino que se limiten a intercambiar bienes o servicios. El problema de esta definición tan sumamente laxa es que cuesta advertir diferencia alguna entre este tipo de empresas y las empresas mercantiles convencionales. Al final la diferencia es sólo de matiz. Airbnb es un magnífico ejemplo de esta tipo de compañías. Se trata de una gran empresa que no se limita, tal como afirma, a poner en contacto a propietarios de viviendas con personas que quieren alquilarlas, mayormente turistas, sino que crea un mercado que no existiría sin su intervención, imponiendo un rígido sistema de relaciones comerciales al que sus usuarios tienen que adaptarse. En este sentido, el protagonismo lo ejerce la plataforma sobre los usuarios y no a la inversa. Asimismo, en esta relación estructurada y determinada por la compañía, es ésta y no los usuarios, la que obtiene, con mucha diferencia, un mayor beneficio económico.  En definitiva, mezclamos los conceptos “empresa de intermediación”, “intercambio”, “startup” y “plataforma tecnológica” y nos sale automáticamente “economía colaborativa”. De ser así, nos tememos que el término “economía colaborativa” podría servir para designar cualquier cosa.

Las anteriores consideraciones nos llevan a la segunda cuestión: ¿por qué es tan importante para estas empresas ser incluidas dentro de la categoría de “economía colaborativa”? La respuesta es obvia. Se trata de una cuestión de imagen, de reputación: la economía colaborativa es algo nuevo, un concepto fresco, con un hálito progresista y moderno, muy del gusto de los Bobós (los Bourgeois Bohème) y de los Millennials, que son en buena parte los usuarios de Airbnb y, en general, de este tipo de plataformas. No obstante, existen otras dos motivaciones algo más turbias. Una tiene que ver con el blindaje frente a las críticas. Airbnb acostumbra a defenderse atacando, presentando cualquier crítica a la compañía como un ataque a la economía colaborativa en general, lo que le permite censurar tales críticas catalogándolas como reacciones gremiales, corporativas de sectores que defienden privilegios (sería el caso del sector hotelero o del sector del taxi en relación con Uber y Cabify) o como la evidencia de una actitud tecnófoba de parte de la opinión pública. En definitiva, dichas críticas serían el reflejo de actitudes retrógradas, interesadas en mantener formas de organización económica de corte proteccionista. Se trataría, pues, de críticos no con Airbnb, sino con el progreso y la modernidad que esta compañía supuestamente encarnaría y representaría. La otra motivación, más siniestra, tiene que ver con el interés por sortear cualquier tipo de regulación. Todas las empresas aspiran, obviamente, a operar en un mercado desregulado. Sin embargo, en los sectores económicos maduros y consolidados la actividad de las compañías no puede escapar a la regulación de los gobiernos y las administraciones. Eso es así, por ejemplo, en el sector hotelero y de alojamiento turístico. La manera de soslayar estas regulaciones es presentarse como parte de una nueva forma de economía que, justamente por su novedad, complejidad y vinculación a las nuevas tecnologías, se beneficiaría del derecho y la potestad de autoregularse, eludiendo así cualquier intervención del estado en el desarrollo de sus actividades. Tom Slee, en su libro anteriormente mencionado lo expresa en estos términos: “la economía colaborativa está introduciendo un libre mercado despiadado y desregulado en ámbitos de nuestras vidas anteriormente protegidos. (…) Ambas empresas [Uber y Airbnb] han suscitado controversia en muchas de las ciudades donde operan, indisponiéndose con las regulaciones y leyes municipales (…)”. El resultado es un modelo de economía turbocapitalista, extremadamente agresivo, inspirado en las teorías económicas neoclásicas más ortodoxas y en las propuestas políticas más liberal-conservadoras, pero enmascarado en formulaciones filosóficas bienintencionadas y fatuas retóricas progresistas. Tal como Hosteltur titulaba su reportaje, estaríamos ante “lobos con piel de cordero”.


Albert Beltran i Cangròs | Profesor e investigador de la Escuela Universitaria de Turismo Ostelea

La economía colaborativa y sus falsos sucedáneos: el caso Airbnb