jueves. 28.03.2024
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La idea es que, en un acto de habla como el del silbato político, el mensaje codificado, el que es silbado, solo es audible para una parte de los oyentes. Normalmente, este mensaje silbado comunica un contenido de naturaleza racista, homófoba o clasista

El término ‘dogwhistle politics’ -política del silbato para perros- es la expresión metafórica que se usa en filosofía del lenguaje y lingüística para denominar un fenómeno que es bastante común en el discurso político. Un silbato político -por abreviar- es un acto de habla que se caracteriza por enviar un mensaje doble: uno al conjunto de oyentes que lo reciben -audiencia general-, y otro, un mensaje codificado que solo puede ser captado por una parte de esos oyentes -audiencia objeto-. La metáfora con los silbatos para perros es clara: estos silbatos lanzan un sonido con una frecuencia tan alta, que solo los perros pueden oírlo, pero no así los humanos. La idea es que, en un acto de habla como el del silbato político, el mensaje codificado, el que es silbado, solo es audible para una parte de los oyentes. Normalmente, este mensaje silbado comunica un contenido de naturaleza racista, homófoba o clasista. Como ha señalado el filósofo Jason Stanley, en su libro de 2015 How Propaganda Works, en nuestras democracias liberales, que un político ataque de manera explícita valores como la igualdad, la libertad o la justicia arremetiendo contra determinados sectores de la población conlleva el rechazo inmediato de la mayor parte de la ciudadanía. Por esta razón, para recibir el apoyo de los más reaccionarios y, al mismo tiempo, no espantar al electorado más moderado, muchos políticos y medios de comunicación afines usan mecanismos de propaganda política más sofisticados, como los silbatos políticos.

El estudio del fenómeno se ha centrado hasta ahora, sobre todo, en la política norteamericana. Uno de los casos de estudio es el de George Bush y su oposición a la decisión Dred Scott. Esta decisión hace referencia a la sentencia emitida por la Corte Suprema de los EEUU en el caso Dred Scott vs. Sandford de 1857. Con ella se negaba el derecho a la ciudadanía a toda persona de descendencia africana. En 2004, en un debate con el demócrata John Kerry, Bush criticó esta sentencia declarando, así, su oposición al aborto y a la decisión de la Corte Suprema de los EEUU de despenalizarlo, en 1973.  La comparación entre la decisión Dred Scott y el caso Roe vs. Wade, el caso por el que la Corte Suprema despenaliza el aborto, es habitual en los círculos conservadores. La idea es que, del mismo modo que la Corte Suprema de 1857 erró al considerar que las personas de descendencia africana no eran personas, la Corte Suprema de 1973 erró al considerar que el feto no es una persona. El de Bush era, por lo tanto, un mensaje implícito dirigido a los sectores más radicales del electorado estadounidense, en concreto, a los fanáticos religiosos. Eso sí, sin mencionar nunca explícitamente en su intervención la cuestión del aborto.  

El pasado domingo 20 de mayo, el partido de Albert Rivera, Ciudadanos, inauguró su nueva plataforma de participación ciudadana: España Ciudadana. Una plataforma de ciudadanos “libres” e “iguales” que “tiene que servir para recuperar la autoestima de país”, lanzada “para que los ciudadanos vuelvan a creer en su democracia, en sus instituciones, en España […], pero la España moderna, optimista, democrática, europea”. Al final de su intervención Rivera dijo lo siguiente:

“Yo no veo rojos y azules: yo veo españoles. Yo no veo, como se dice, gente urbanita y gente rural: yo veo españoles. Yo no veo jóvenes o mayores: yo veo españoles. Yo no veo trabajadores o empresarios: yo veo a españoles. Yo no veo a creyentes o agnósticos, yo veo españoles.”

Hay un sentido en el que esto que dice Rivera es trivial, pero hay otro sentido, más profundo, si se quiere, y técnico, en el que lo que dice es peligroso. Con este discurso de “ni rojos ni azules, ni trabajadores ni empresarios, ni creyentes ni agnósticos”, Rivera está apuntando al sentir común de una parte importante del electorado al que se dirige. Se trata de un electorado que se siente cómodo posicionado en un espacio político intermedio entre la derecha y la izquierda del espectro, al menos en el plano discursivo. Para este electorado autodenominado “de centro”, las palabras del líder de Ciudadanos son puro sentido común, el reflejo de una España “moderna” que está cansada de derechas e izquierdas, de Franco y de República, de empresario opresor y trabajador oprimido; una España que, como dice Marta Sánchez en su versión del himno y Rivera remarcó en su discurso, no tiene que “pedir perdón” por ser patriota. Para esa parte del electorado, las palabras de Rivera significan lo que significan.   

Sin embargo, una porción de ese electorado al que se dirige Rivera es claramente ultraconservadora; algunos saben que lo son, otros no. Se trata de un electorado al que nadie se dirige explícitamente porque hacerlo espantaría a los más moderados -y a los que son ultraconservadores, pero no lo saben-, pero que tanto el Partido Popular como Ciudadanos se disputan. Para los más politizados de ese sector, el discurso de Rivera tiene un timbre similar al discurso del fundador de Falange Española, José Antonio Primo de Rivera: la crítica al discurso de clases -“yo no veo trabajadores o empresarios: yo veo españoles”, así como la apelación al nacionalismo español por encima de las diferencias territoriales. Volvamos la vista a atrás y recordemos las palabras de Primo de Rivera: “España ha venido a menos por una triple división: por la división engendrada por los separatismos locales, por la división engendrada por los partidos y por la división engendrada por la lucha de clases. Cuando España encuentre una empresa colectiva que supere todas esas diferencias, España volverá a ser grande como en sus mejores tiempos”. Para el oído ultraconservador, y también para el fascista, las palabras de Rivera resultan extremadamente familiares. Esta familiaridad con el lenguaje usado por el líder de Ciudadanos sirve para movilizar ese tipo de voto hacia la formación naranja.




Lo peligroso de este tipo de discursos, además del engaño a la audiencia general, es que el silbato político puede ejercer su efecto persuasivo en la audiencia objeto incluso sin que esta sepa que está siendo movilizada por razones que despreciarían

Quizás algunos lectores piensen que este análisis es equivocado, que, en realidad, Rivera buscó inspiración en el discurso de apertura de Obama en la Convención Nacional Demócrata de 2004, en Boston, y no en Primo de Rivera. Sin embargo, este hecho no cambiaría nada el análisis aquí presentado. Como bien ha señalado el politólogo Roger Senserrich en su artículo Copiar a Obama y sonar como Primo de Rivera, hay dos diferencias fundamentales que creo que ayudan a entender por qué mensajes tan similares desde el punto de vista semántico pueden dar lugar a reacciones tan dispares en los oyentes.  Son los aspectos pragmáticos del lenguaje, que tanto filósofos como lingüistas han estudiado desde hace décadas, los que explican ambas diferencias en el discurso.  La primera tiene que ver con el contexto desde el que se profiere el mensaje: los problemas políticos que más preocupan a la ciudadanía de cada país, los aspectos sin resolver del pasado reciente que siguen teniendo eco en la actualidad, cuáles son los valores y cómo son representados en cada país, etc. La segunda tiene que ver con el estatus del hablante: no es lo mismo que quien apele a la unidad sea, como en el caso de Obama, alguien que pertenece a un colectivo que ha padecido y padece una discriminación sistemática por pertenecer a dicho colectivo, que ser parte, como ocurre con Rivera, del colectivo más privilegiado, cada uno en sus respectivos países.

Lo peligroso de este tipo de discursos, además del engaño a la audiencia general, es que el silbato político puede ejercer su efecto persuasivo en la audiencia objeto incluso sin que esta sepa que está siendo movilizada por razones que despreciarían. Uno de los rasgos centrales de este tipo de acto de habla es que el hablante puede negar que haya comunicado el mensaje silbado sin entrar en contradicción con lo que ha dicho explícitamente. Por eso, aunque reprochemos a Albert Rivera que con su discurso está mandando mensajes codificados -deliberadamente o no- a los sectores más ultraconservadores del electorado español, él siempre podrá negarlo sin producir extrañeza. Lo esperanzador es que, como ha mostrado la politóloga Tali Mendelberg de la Universidad de Princeton, hacer explícito el mensaje silbado y ponerlo sobre la mesa para su discusión puede reducir el impacto que el mensaje silbado tiene en la audiencia objeto, al menos en esa parte que es, sin saberlo, ultraconservadora.


José R. Torices  | Filósofo y doctorando en el Departamento de Filosofía I de la Universidad de Granada.

Los silbatos para perro y el discurso nacionalista de Rivera