jueves. 25.04.2024

Pantalón blanco de pinzas, polo de cocodrilo beige o amarillo, calcetines blancos, náuticos impolutos, pelo cortado al uno, gafas solares amplias de cristal verde oscuro, barba rasurada como el culo de un niño, Charly llegaba todos los días, a la misma hora, al bar más lujoso y selecto de la parte nueva de la ciudad. A sus treinta y tantos años había cogido carácter, hábitos y rutinas propias de personas de más edad, de modo que el camarero sabía que a las 13:30 en punto, en el rincón último de la barra de Tiffany’s, tal era el original nombre del Pub, pasase lo que pasase, incluido terremoto, defunción o diluvio, Charly pasaría a tomar su Dry Martini según las normas estipuladas por Ernest Hemingway. Espaldas anchas, aspecto atlético, estatura mediana, mirada boba y despreciadora, cerebro pequeño, Charly, que había recorrido media España sin que nadie supiera para qué, había llegado a la conclusión de su pertenencia a una clase social excelente. Mediado el segundo Dry, el hijo del relojero de la Calle Mayor, comenzaba a darle a la lengua, requiriendo para sí toda la atención del barman, quién, satisfecho de tener en su local a persona tan distinguida, no dudaba en darle toda la coba necesaria y un poquito más. Apenas dos o tres parroquianos podían acceder a su conversación inane sin temor al exabrupto o la expresión violenta. Generoso a la hora de pagar, Charly, antes de abandonar el local, merodeaba –silencioso, con ojos de garduña- entre las mesas de cristal con borde de escay, para juzgar la calidad de las personas que ese día tomaban el aperitivo.

Pero todo cambia, todo es movimiento, y Tiffany’s, en un pueblo de no demasiados habitantes, difícilmente podía mantenerse con las consumiciones de Charly y los habituales del cortado, la caña y la aceituna. Agustín, dueño y camarero, decidió hacer de tripas corazón y emprendió unas cuantas modificaciones para tratar de atraer a una clientela más diversa. Y lo consiguió. Gentes con vaqueros desgastados, alpargatas, camisetas de saldo y algunos pelos en la cara, cruzaron el umbral del lugar prohibido atraídos por los billares y la gramola último modelo. No por ello dejó nuestro hombre de acudir a su rincón en el fondo de la barra, era su sitio, su espacio vital, su aportación al mundo convertido ahora en observatorio, pero dejó de hablar. Apenas unas palabras con Agustín. Cuando llegaba la hora del adiós, Charly, cabeza erguida, mentón saliente, brazos abiertos en actitud amenazadora, miraba al personal y con su voz alta y hombruna decía: ¡¡¡Escoooriaaaa!!!, dejando la puerta abierta al salir. Tanto se repitió la escena, que al poco tiempo, la gente comenzó a llamarle “Charly el Escoria”, apodo con el que se le conoció hasta que, de nuevo, desapareció del pueblo sin dejar rastro.

Recientemente, el mundo es un pañuelo, un amigo me dijo que lo había visto alegre y dicharachero en Bruselas. Al parecer había cambiado su habitual indumentaria, incluidos los calcetines blancos, por un elegantísimo conjunto de Armani y una gruesa, pero admirable, cartera de Louis Vuitton. Ahora había encontrado su verdadero paraíso entre las gentes que deciden el futuro del populacho. Espoleado por las instrucciones de los diversos gobiernos y partidos políticos, “Charly el Escoria” y otros altos funcionarios de la UE, habían decidido ordenar Europa ateniéndose a los cánones de su ancestral tradición “liberal”, recuperar los valores sacrosantos de la “civilización cristiana”, poner a todo el mundo a trabajar como Dios manda y construir campos de concentración para recluir en ellos, sin juicio previo, durante dieciocho meses a los extranjeros sin papeles que fuese deteniendo la policía según las nueva leyes xenófobas votadas por el Parlamento europeo y los gobiernos de los distintos Estados y Comunidades. A “Charly el Escoria”, nunca le hizo gracia la política pero en Bruselas había llegado a un grado de camaradería con los burócratas que destruían Europa en el altar del euro alemán difícilmente imaginable para quienes lo conocemos desde niño. No había estudiado en Harvard, ni en Chicago, ni en la London School of Economics and Political Sciencie, ni siquiera en el ICADE o Deusto como sus camaradas, había hecho unos cursillos de administración de empresas por correspondencia, pero tenía mucha más clase que ellos y sabía estar entre la pomada como ninguno de ellos.

Desde que Colón llegó a “Las Indias” –sin que haya cesado en nuestros días, aunque por otros medios-, América aportó a Europa el oro y la plata que hicieron posible la primera gran acumulación de capitales de la historia, hecho imprescindible para saber por qué la revolución industrial acaeció entre nosotros. Durante los siglos siguientes, pero sobre todo tras las hambrunas y guerras que sacudieron Europa en las dos últimas centurias, América se convirtió en la patria de promisión de los europeos de toda condición. No les pidieron papeles. Allí hicieron vida y fortuna, logrando integrarse muchos de ellos en la nomenclatura política y económica que dirige, sin interesarse lo más mínimo por el progreso de sus habitantes, la suerte de muchos de los que ahora se ven obligados a dejar familia, amigos y raíces. Las decisiones económicas ultraliberales tomadas contra toda lógica por la UE, el FMI y Obama, están creando en Europa una crisis que amenaza con sumir en la pobreza absoluta a millones de ciudadanos silentes, creando el terreno apropiado para que el racismo, la xenofobia, el populismo y el apoliticismo indecente germinen entre nosotros como otras veces lo hicieron con horribles resultados. Las medidas políticas, económicas y sociales tomadas por los degenerados que rigen la UE y organismos similares radicados en Estados Unidos, además de ser una enorme vergüenza para todas las personas que aman la democracia y la libertad, son un insulto a la Humanidad y vulneran flagrantemente los artículos fundamentales de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre firmada por todos los países que ahora están apoyando esas normas, directivas y reglamentos que ineludiblemente nos llevan a un mundo superado ya hace mucho tiempo.

Eufórico después del triunfo conseguido, pero haciendo gala de un autocontrol que sólo está al alcance de los seres superiores, “Charly el Escoria”, acudió a L’Alban Chambon, en el hotel Metropol, su nuevo local de costumbre. Henry Banousse, uno de los mejores barmans de la capital europea, se había esmerado en prepararle un estupendo Dry Martini. Charly sabía que gracias a su trabajo y al de sus nuevos colegas –entre los que se movía como pez en el agua-, Europa se vería libre de escoria… Sus amigos y jefes, también.

Charly ‘El Escoria’