viernes. 29.03.2024

España fue uno de los primeros países de Europa en tener un sindicato de clase, la Unión General de Trabajadores. Fundada en 1888, la UGT tuvo unos comienzos muy duros debido al miedo que latía en el alma de la mayoría de los trabajadores de un país gobernado por la represión y la superstición. Pablo Iglesias, consciente de ello, optó por caminar despacio y no exponer a la organización a riesgos que mermasen su credibilidad y sus posibilidades de crecimiento. Paso a paso, contra la opresión clerical y policial, la UGT se fue consolidando hasta que fue capaz, en agosto de 1917, de organizar la primera huelga general seria de la historia de España. Aquella huelga por los derechos políticos, económicos y sociales de los trabajadores marcó un hito en el sindicalismo español: Es a partir de entonces, y de los hechos de octubre en Rusia, cuando los oligarcas españoles comenzaron a pensar que un nuevo actor había aparecido en el escenario de la vida pública. Había dos soluciones, una la deseada por los hombres de la Restauración y por los franquistas que pasaba por aniquilar a los sindicalistas, la otra, negociar. A partir de 1936, se impondría durante cuarenta años, la primera.

La Condederación Nacional del Trabajo, nació en 1910 como resultado de los diversos movimientos anarquistas que desde finales del XIX habían arraigado en Andalucía, Cataluña y Madrid. Durante la década anterior a la dictadura de Primo de Rivera, ante la brutalidad policial y empresarial, un sector de la CNT propugnó la acción directa, estrategia que perduraría durante los años republicanos y la guerra. La CNT fue reducida a la mínima expresión durante la dictadura criminal de Franco, miles de dirigentes y militantes sindicalistas fueron torturados y ejecutados, incautados sus bienes y eliminado todo rastro sobre de su memoria, hasta el punto que hoy, en octubre de 2011, la mayor parte de sus archivos siguen estando en Amsterdan.

Por su parte, Comisiones Obreras comenzó a dar sus primeros pasos a mediados de los años cincuenta, cuando cientos de militantes comunistas se infiltraron en los sindicatos verticales jugándose la libertad y la vida por la libertad, el progreso y la vida de los demás. Las comisiones de la minero-siderúrgica de Ponferrada, las de Laciana, las de pozo de La Camocha, las de las industrias barcelonesas, vizcaínas y madrileñas lograron en 1962 plantar cara a la tiranía con la primera huelga general visible realizada dentro del régimen contra el régimen. Imposible reconstruir la historia de nuestro país sin tener en cuenta el inmenso sacrificio de los militantes de esas tres organizaciones sindicales, cada una con su estrategia diferente, para mejorar la vida de sus congéneres jugándose día a día su vida sin más recompensa que la satisfacción del deber cumplido, sin dar cabida al medro, sin dejarse llevar ni por cantos de sirena ni por caramelos envenenados.

Como bien explica en su último artículo Manuel García Bel, está claro que la derecha quiere acabar con los sindicatos del mismo modo que lo quiso Margaret Tacher durante su reinado inglés. Los sindicatos son el mayor elemento dinamizador de la sociedad, el mayor y mejor instrumento de que disponen los trabajadores y la sociedad en general para luchar contra la desigualdad. Sin sindicatos de clase no hay respuesta adecuada a los abusos del poder ni a la querencia explotadora de los dueños del capital. Sin embargo, las críticas vertidas durante los últimos lustros desde determinados medios contra los sindicatos, unida al lavado de cerebro sufrido por millones de trabajadores que nada quieren saber de quién está por debajo social y salarialmente, han tenido efectos devastadores.

La derecha ha vendido la imagen de unos sindicatos acomodados que viven de las subvenciones y del trabajo de los demás. De modo que, nada más fácil que emprenderla contra los liberados sindicales, puesto que esperan réditos electorales de esa acometida salvaje. Para combatir esa campaña urdida a lo largo de muchos años, es preciso hacer autocrítica, reconocer que algo se ha hecho mal y retomar la estrategia que en su día utilizó Comisiones Obreras para introducirse y darle la vuelta a los sindicatos verticales franquistas. Los sindicatos de clase han hecho lo indecible por la estabilidad económica del Estado, quizá demasiado. Llegada es la hora de mirar hacia los parados, hacia quienes trabajan en la economía sumergida o en condiciones precarias –que son ya la inmensa mayoría de los currantes-, ganar su confianza y utilizar esa fuerza para luchar contra quienes quieren tener esclavos en vez de trabajadores dignos y cultos. La tarea no es fácil dada la situación económica, pero cuando nacieron la UGT y la CNT, cuando Comisiones se infiltró en el aparato franquista, todo era muchísimo más duro. Los liberados sindicales –nacidos para plantear las aspiraciones, quejas y propuestas de los trabajadores sin miedo a las represalias de los patrones- han de jugar aquí un papel importantísimo, pues hasta ahora la ley está de su lado y tienen que ser la vanguardia de la respuesta contundente que se merece la derecha al margen de las siglas tras las que su política se esconda.

Eliminando liberados sindicales con el aplauso de quienes nunca, por su educación “apolítica” y sentimental, creyeron en el progreso colectivo, la derecha se quita de en medio uno de los principales obstáculos para desmotar nuestro incipiente Estado del Bienestar y da un terrible golpe a la contestación ciudadana, dejando abierta la puerta a la negociación individual obrero-empresario, a la lucha fratricida entre trabajadores y a una desestructuración social de consecuencias nefastas para todos menos para los que dicen tener la salten por el mango. La acción decidida y contundente en toda Europa de unos sindicatos de clase fuertes es el arma más eficaz de los trabajadores y la única respuesta que entenderán quienes siendo los responsables insaciables de esta crisis, se erigen ahora, como si no supieran nada, en nuestros salvadores para hacernos hincar las rodillas de aquí a la eternidad.

No hay futuro sin sindicatos de clase