jueves. 25.04.2024

A lo largo de todo el siglo XIX se sucedieron motines, huelgas y movimientos revolucionarios para reivindicar el derecho de los trabajadores a una vida más digna. Si En Europa, las  revoluciones de 1830, 1848 y 1871 quisieron cambiar el orden establecido por la burguesía liberal, en Estados Unidos, tras la guerra civil, el movimiento obrero se encaminaría a implantar en todo el país la jornada de ocho horas: Ocho horas para el trabajo, ocho horas para la familia, ocho horas para dormir. Hasta entonces –mayo de 1886- el horario laboral más normal entre los trabajadores iba desde las cuatro de la mañana hasta las siete de la tarde, sin que el salario diese mucho más que para comprar un chusco de pan.

El 1 de mayo de 1886 cristalizaron en Nueva York, Chicago y otras muchas ciudades de la costa Este de Estados Unidos multitud de huelgas que venían gestándose desde muchos años atrás. Los trabajadores demandaban mejoras en sus condiciones de trabajo, pero había un grito unánime que corría de un lado a otro de la Unión: Jornada de ocho horas. Se había legislado al respecto y en algunos Estados se había puesto el tope legal en las diez horas, pero nadie lo cumplía. Las manifestaciones fueron multitudinarias y la afluencia de trabajadores crecía conforme lo hacía el día de modo pacífico. Sin embargo, en la textil McCormik el patrón, con el apoyo de la policía, de la Agencia Pinkerton y del Gobierno, decidió contratar esquiroles para minimizar el efecto de la huelga. Los trabajadores tomaron la fábrica para desalojar a los esquiroles, hasta que la policía, siguiendo órdenes del Gobernador, decidió disparar a diestro y siniestro, ocasionando diez muertes y cientos de heridos. En los días siguientes se sucedieron los enfrentamientos entre las fuerzas de orden público y los trabajadores, culminando el día 5 de mayo cuando en mitad de un mitin, una bomba casera estalló dejando sin vida un policía e hiriendo a varios más. La represión fue brutal y los presuntos organizadores detenidos bajo la acusación de sedición y traición. En un simulacro de juicio con Jurado, amañado, se condenó a muerte a seis trabajadores. Uno de ellos, August Spies, en su alegación final dejó estas palabras para la Historia: “Al dirigirme a este Tribunal lo hago como representante de una clase social enfrente de los de otra clase enemiga, y empezaré con las mismas palabras que un personaje veneciano pronunció hace cinco siglos en ocasión semejante: "Mi defensa es vuestra acusación; mis pretendidos crímenes son vuestra historia". El 11 de noviembre de 1887, entre las burlas del New York Times y el Herald Tribune, entre otros muchos, los condenados fueron ahorcados hasta la muerte.  En 1893, un tribunal de Illinois sentenció que los ahorcados no habían cometido ningún crimen.

Desde aquellos días de mayo de 1886, las huelgas y manifestaciones en pro de la jornada laboral de ocho horas, de la limitación del trabajo a mujeres y niños, en demanda de Educación, Sanidad y pensiones para los trabajadores inundaron las calles de Estados Unidos y Europa. Sin embargo, en Estados Unidos nunca se celebraría el 1º de mayo, sino el día del trabajador cada primer lunes de septiembre, dentro de una estrategia planificada y exitosa que pretendía eliminar las influencias de la Primera y Segunda Internacional sobre los obreros yanquis. En Europa, gracias a la Revolución rusa y a la acción decidida de Alexandra Kollontai –infatigable luchadora junto a Rosa Luxemburgo y tantas otras mujeres indomables por la igualdad y la inserción de la mujer en todos los ámbitos de la vida política, social y económica- el 8 de marzo de 1917 fue declarado día internacional de la mujer trabajadora, celebración reivindicativa y no lúdica que se extendió a buena parte de las grandes ciudades del mundo. En España, coincidiendo con los hechos revolucionarios rusos y alemanes, los sindicatos UGT y CNT firmaron, también en marzo de 1917, un acuerdo para convocar una huelga general revolucionaria para acabar con la explotación y la opresión. En uno de los párrafos de la convocatoria se podía leer lo siguiente: “Con el fin de obligar a las clases dominantes a aquellos cambios fundamentales del sistema que garanticen al pueblo el mínimo de condiciones decorosas de vida y de desarrollo de sus actividades emancipadoras, se impone que el proletariado español emplee la huelga general, sin plazo definido de terminación, como el arma más poderosa que posee para reivindicar sus derechos…”. Firmaban el manifiesto, Salvador Seguí y Ángel Pestaña, por la CNT, y Julián Besteiro y Largo Caballero, por la UGT.  Aquella huelga, como tantas otras sucedidas en otros lugares del mundo, fue protagonizada por miles de trabajadores que ni siquiera habían ido a la escuela, que no tenían más derecho que el de obedecer al patrón, a la policía y al Gobierno de turno. Sin embargo salieron a las calles a pecho descubierto para mejorar sus condiciones de vida y las de quienes veníamos detrás de ellos. Trabajaban en la industria textil, en la siderurgia, en las minas, en las imprentas, en los campos, sin límite de jornada, desde hasta cuando el patrón decidía, sin límites, sin la mínima decencia a que tiene derecho cualquier persona por simple hecho de serlo, como los trabajadores chinos que hoy minan la economía mundial con su resignación, pero sin esa resignación. Murieron decenas de ellos y otros muchos fueron heridos, pero el 3 de abril de 1919, el Conde de Romanones, ministro católico y terrateniente de Su Majestad, se vio obligado a firmar el decreto que establecía en nuestro país la jornada laboral de ocho horas.

Hoy, gracias a las luchas de nuestros antepasados y a los efectos que la Revolución Rusa tuvo sobre los trabajadores, los gobiernos y los empresarios de la parte más desarrollada de Europa, vivimos como no podían imaginar aquellos que hace un siglo lo dieron todo por nosotros, por nuestras libertades, por nuestros derechos, por nuestro presente y nuestro futuro. Pero como ocurre con las leyes de la naturaleza, sucede también con los derechos, y miembro que no se usa, se atrofia. Alguien pudo pensar inocentemente que los derechos conquistados, arrebatados por la fuerza a los poderosos –que siempre pensaron, piensan y pensarán que los únicos derechos que existen son los suyos- eran eternos. Y eso, claro, fue un inmenso error. Los derechos políticos, sociales, laborales y culturales fueron impuestos a las clases dominantes gracias a las luchas de los trabajadores y se abrían seguido ampliando –cosa que ocurrirá más bien pronto que tarde- si esas luchas hubiesen continuado, porque la democracia no es una estación término sino un modelo de organización en constante cambio y necesariamente susceptible de ser mejorado. Nunca se llega al final, cuando se da atisbamos una estación, ya hay que estar preparados para la próxima. Y nos olvidamos de eso, aburguesados, narcotizados, ensimismados, engañados y autoengañados, creímos que todo había sido igual y sería igual para siempre.

Desentendidos de los asuntos que sólo a nosotros, como individuos y como ciudadanos miembros de una colectividad, nos atañe cuidar y mejorar, hoy vemos como las fuerzas del pasado quieren anular todos los logros que deberíamos haber exportado al resto del mundo en vez de la explotación. No estamos ante un retroceso coyuntural debido a la crisis, sino ante una ofensiva global en toda regla de los poderosos para acabar con las libertades y derechos que costaron millones de muertos a lo largo de la Historia. El día 29 de marzo tenemos la ineludible obligación de decirles a los señores de las torres de marfil que no vamos a retroceder ni un paso, que su contrareforma laboral se la metan por donde les quepa, que no vamos a ser esclavos, que vamos a avanzar como ordena nuestra dignidad, por nosotros, por nuestros hijos, por aquellos que viven en el otro lado del mundo y no conocemos, cueste lo que cueste, al precio que sea. La huelga o la vida.

La huelga o la vida