Las constituciones democráticas promulgadas en Europa tras la desaparición de los regímenes fascistas parten del reconocimiento del poder constituyente como momento fundante del sistema democrático en un doble sentido, como rechazo del autoritarismo político y social del fascismo, y como pacto o compromiso constituyente refundador del Estado y de la convivencia civil. Este consenso constituyente no sólo abarca a los partidos políticos, sino más en general a los sujetos sociales portadores de un proyecto de sociedad y al conjunto de la ciudadanía que está convocada a participar en esta definición constitucional a través de la consulta popular o refrendaria. La constitución de un país requiere por tanto un amplio debate que culmina en un consenso entre diferentes líneas ideológicas y culturales que se replican en las diferentes fuerzas políticas que coinciden en este diseño. Eso explica la “rigidez” constitucional del constitucionalismo moderno, que prevé un procedimiento especial agravado para la reforma de la Constitución y la instauración de un control de constitucionalidad de las leyes a cargo de la jurisdicción ordinaria y, en última instancia, por el Tribunal Constitucional.
Esta posición especial de la Constitución como “un sistema de meta-reglas destinada a todos los poderes públicos, como garantía de los derechos de todos” (Ferrajoli) resulta claramente alterada por el proyecto de reforma propuesto por el gobierno y aceptada por el PP del art. 134 de la Constitución para imponer un techo al déficit público del 0,40% del PIB infranqueable por las estructuras del Estado y sus respectivas Administraciones, que entraría en vigor el año 2018. Al parecer se trata de una medida que será bien recibida por “los mercados” cuando renegociemos la deuda española a comienzos de octubre, y que ha sido recomendada por los gobiernos francés y alemán bajo el atractivo nombre de “regla de oro”. Como medida de política económica europea, se trata de una decisión muy ligada a la ortodoxia neoliberal, que al estar desvinculada de otras medidas económicas en el espacio europeo, como la reforma fiscal, el control de los mercados financieros, la creación de eurobonos y tantas otras modificaciones imprescindibles para configurar una verdadera política económica y fiscal común – siempre dentro de la lógica del capitalismo en la era de la globalización, por cierto - , coloca a España en una situación de desigualdad permanente en un equilibrio asimétrico de la llamada “gobernanza” europea. Pero además de ello, la imposición de un techo constitucionalmente definido al déficit público confunde lo que puede tratarse de una medida de política económica coyuntural frente a la crisis – o frente a la valoración de los mercados financieros de la deuda soberana – con la constitución de un proyecto permanente de regulación social y civil. Como medida de política económica – al margen de las críticas absolutamente generalizadas y razonables a la misma – la obsesión por reducir el déficit público sólo puede formalizarse en una ley, pero nunca integrar el marco constitucional de un Estado social y democrático de derecho.
Porque las consecuencias de insertar esta medida en el texto constitucional no se han valorado convenientemente. Desvirtúa directamente el modelo social y político por el que optó nuestra Constitución de 1978. Y no está originado, como la reforma de 1992 del art. 13 CE, por un cambio en la regulación constitucional europea y ampliar el derecho de voto a los ciudadanos de la Unión Europea. Ni el Tratado de Lisboa ni la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea, avalan esta medida, antes bien, mantienen la capacidad derivada del principio de subsidiariedad para que los Estados puedan cumplir por si solos las políticas sociales y los fines de protección de los derechos de libertad, igualdad y solidaridad que constituyen ese acervo democrático común europeo, el llamado “modelo social europeo” que descansa en las constituciones sociales de sus estados miembros.
La limitación del déficit público en los términos pactados está directamente relacionada con la cláusula social del art. 1.1 de la Constitución española, y esta a su vez con el art. 9.2 del mismo texto constitucional que obliga a los poderes públicos a una labor permanente de eliminación de las situaciones de desigualdad económica, social y cultural que dividen y fragmentan a los ciudadanos de un país. Al establecer de forma general y absoluta una prohibición para todos los organismos y administraciones del Estado de endeudarse más allá del 0,40% del PIB, está condenando a la inmovilidad a una buena parte de la acción de las políticas públicas de igualdad y de nivelación social. Con ello está impidiendo en la práctica la satisfacción eficaz de muchos derechos sociales reconocidos en la constitución para que se materialicen en la acción pública y no para que se les considere piezas declamatorias sin resultado real alguno en razón de una regla “técnica”, la imposibilidad de utilizar recursos presupuestarios públicos para poner en práctica actuaciones de nivelación social constitucionalmente garantizadas. El proyecto de reforma constitucional diseñado reconoce explícitamente la repercusión negativa de esta regla “neutra” sobre la cláusula social del art. 1.1 CE al prever como excepción el pago de prestaciones sociales como la del desempleo, estado de necesidad que tiene que ser protegido por la acción de los poderes públicos, como tantos otros derechos sociales a la protección social frente a la vejez o la invalidez, la salud, pero también la educación, la vivienda, el trabajo. En definitiva, el techo constitucional al déficit público afecta directamente a la función del Estado social, porque niega a los poderes públicos uno de los mecanismos importantes para encarar en un momento histórico determinado compromisos sociales que se han reconocido como derechos que requieren de la actividad prestacional del Estado y de las Comunidades Autónomas para su materialización efectiva. El caso de la dependencia parece suficientemente emblemático al respecto.
Pero además la reforma constitucional, cuya proposición de ley se registrará esta semana, para que el Congreso pueda aprobar el 30 de agosto su remisión al senado el 1 de septiembre, donde previsiblemente en una semana se adoptará sin problemas (¿?) el texto de la misma, busca expresamente que no haya ningún debate público sobre el contenido y las consecuencias de la misma. Eso implica que un cambio en la Constitución de una nación se pueda realizar en vacaciones, sin que los ciudadanos puedan ni siquiera reaccionar ante una modificación extremadamente importante de las condiciones de su convivencia social, y sin que desde luego éstos puedan participar mediante su voto en la aceptación o el rechazo de tal medida. Se llama “reforma constitucional express”, pero ese término no oculta su vocación antidemocrática. De esta manera en efecto se está vulnerando una regla básica del estado democrático de derecho al impedir conscientemente un debate público y ciudadano sobre un asunto de interés general con incidencia inmediata en la validez de las políticas públicas sociales y sobre la propia eficacia de los derechos sociales y colectivos. Es una reforma que sofoca la democracia y desconfía claramente del fundamento democrático y popular que sostiene el andamiaje de nuestra Constitución.
La reforma no puede prosperar por lealtad constitucional. Que no impone sólo el respeto a la unidad de España y a sus instituciones simbólicas, sino el más escrupuloso cumplimiento de las garantías democráticas y la preservación obligada de la función del Estado social como legitimación de la propia convivencia ciudadana. Los propios partidos políticos proponentes – PP y PSOE – pero fundamentalmente este último, que ha mantenido la superioridad de la constitución sobre las actuaciones políticas partidistas, deben revisar su postura. En el parlamento, los grupos minoritarios, tanto de izquierda, como nacionalistas, y una parte importante del propio grupo socialista, deberían manifestar su oposición a esta reforma por lealtad constitucional. Felizmente algunos – muy pocos, para consternación de los demócratas – ya lo han hecho. Hay que esperar que sigan aumentando las voces de oposición.
Pero el debate no es sólo parlamentario ni se puede encerrar en el circuito político-electoral. Los sindicatos como expresión potente del interés colectivo de los trabajadores y de la mayoría de la ciudadanía social, tienen que exigir de forma contundente al gobierno un paso atrás sobre esta decisión antidemocrática y antisocial que rompe el consenso constituyente del texto de 1978 que tanto sufrimiento costó a varias generaciones de trabajadores y trabajadoras españolas que con su lucha permitieron la instauración de una democracia. Y los fenómenos colectivos de agregación de intereses ciudadanos difusos que se están expresando en movimientos tan decisivos como el 15-M, tienen que redoblar su presión contra este auténtico golpe de mano contra el estado social y democrático que los españoles decidimos mayoritariamente como forma de regular las relaciones sociales de nuestro país. Por lealtad constitucional, todos estamos implicados y comprometidos en el rechazo de esta reforma vergonzante y vergonzosa de la Constitución.