Con arreglo al dictamen de Freud, la humanidad ha sufrido tres grandes afrentas en su narcisismo antropocéntrico. El heliocentrismo copernicano nos revela que los astros no giran en torno a la tierra y es nuestro planeta el que da vueltas alrededor del sol, aunque los nuevos terraplanistas nieguen tamaña evidencia. Seguidamente Darwin señala que, además de no ser el centro del universo, tampoco somos los reyes de la creación, entre otras cosas porque tampoco cabe creacionismo alguno y sólo somos un eslabón más en esa compleja cadena de la evolución. Dando un paso más la teoría psicoanalítica nos hace descubrir que ni siquiera éramos dueños de nuestra propia casa, porque nuestra mente se ve determinada por unos resortes nada explícitos que anidan en el inconsciente.
Para explorar esa cara oculta de nuestro foro interno disponemos del sueño, que sería en su opinión el mejor modo de acceder a los entresijos del inconsciente. Durante varios años Freud deja en su mesilla de noche un cuaderno donde anotar nada más despertarse lo que recuerda haber soñado nada más despertarse, sin discriminar entre simples restos diurnos o alambicadas fantasías oníricas. También consigna sueños de sus pacientes. Así surge la La interpretación de los sueños, la gran carta de presentación del psicoanálisis freudiano.
La última obra de Rousseau, que culmina sus famosas Confesiones y escribe al final de su vida, porta en su título la curiosa palabra Ensoñaciones. En las Ensoñaciones de un paseante solitario su autor recrea sus recuerdos como si estuviera en una duermevela donde se dan la mano fantasía y realidad, memoria e imaginación. Por otra parte, no falta quien decide “consultar con la almohada” una decisión importante y nuestras mejores ocurrencias, como bien sabía Rousseau, comparecen con el trance de una ensoñación que sobreviene durante la vigilia mientras paseamos.
En ocasiones también “soñamos despiertos”, como nos recuerda Bloch en El principio esperanza. Pues otra faceta del sueño es la que aporta el pensamiento utópico. Por eso para Javier Muguerza siempre nos cabe soñar con un mundo mejor del que nos ha tocado en suerte, sin conformarnos con sus injusticias. No en vano uno de sus inéditos -custodiado en el Archivo Muguerza de la Universidad de La Laguna- lleva por título Los sueños de la razón y la razón de los sueños. Ojalá pueda ver pronto la luz.
Antes que Freud, Schopenhauer también queda fascinado por el protagónico papel del sueño y se pregunta qué cabe atisbar al otro lado. No sólo hace suya la sentencia inmortalizada por Calderón, sino que la completa. La vida es sueño, pero además la muerte sería su despertar. “Mi fantasía –escribe Schopenhauer- suele recrearse a veces (sobre todo al escuchar música) con la idea de que toda vida humana e incluso mi propia existencia son tan sólo sueños de un espíritu eterno, de modo que toda muerte supone un despertar”.
Para el autor de El mundo como voluntad y representación, la vida real y los sueños representan algo así como las dos caras de una hoja en las páginas del mismo libro, quedando una fuera de las coordenadas espaciotemporales. A su modo de ver, nuestro fuero interno tiene una especie de luna, cuyo resplandor sólo alumbra cuando la luz solar del dinamismo cerebral ha entrado en el crepúsculo, tras el ocaso de la conciencia en vigilia. Sólo cuando nuestra consciencia hace mutis por el foro entran en escena las imágenes oníricas, tal como las imágenes de una linterna mágica sólo se hacen visibles al apagar la luz del cuarto donde se proyectan.
Soñar mientras dormimos nos permite otear el imperio de la voluntad y vislumbrar aquello que hay al otro lado del Velo de Maya, un reino donde Cronos no tiene poder alguno y la proverbial voracidad esgrimida por este brilla por su ausencia. Nuestra vida onírica nos dejar entrever el universo en que nos instalamos tras la muerte, una galaxia donde no existe confín alguno. De igual modo que las estrellas brillan constantemente sobre nosotros, pero la luz del sol no nos permite apreciar su resplandor, la consciencia evita que advirtamos “esa dimensión desconocida del propio yo que constituye un secreto para sí mismo, por cuanto sólo una ínfima parte de nuestro propio ser cae bajo la conciencia, mientras el resto permanece inmerso dentro del oscuro trasfondo del inconsciente”.
Según Schopenhauer, el singular ingenio de Shakespeare le capacitaba para hacer despierto lo que los demás únicamente podemos emular mientras dormimos, pero el caso es que cualquiera de nosotros es asimilable a ese genial dramaturgo mientras está soñando, aunque al mismo tiempo seamos el sueño de otra instancia: “Cada individuo, cada rostro humano, cuyo transcurso vital no es más que un breve sueño de la naturaleza, de la perseverante voluntad de vivir, no constituye sino un efímero pentimento que dicha voluntad traza lúdicamente sobre su lienzo infinito del espacio y el tiempo, para no conservarlo sino un breve instante antes de borrarlo y dejar su hueco a otro”.
El soñar mientras dormimos nos familiariza con lo que hay al otro lado del sueño, con cuanto éramos antes de nacer y seremos tras morir. Por eso no debemos temer a la muerte. En ese trance atravesamos una vez más las aguas del Leteo, el río del olvido, como hacemos normalmente al despertarnos y no recordamos nada de nuestra intensa vida onírica. Ese Borges que decidió aprender alemán en los versos de Heine para leer a Schopenhuaer, porque lo prefería incluso a Goethe, al entender que acaso supo resolver los enigmas del universo, le dedica estas líneas en Otras Inquisiciones glosando sus ideas relativas al soñar:
“Si el mundo es el sueño de Alguien, si hay Alguien que ahora está soñándonos y que sueña la historia del universo, entonces la aniquilación de las religiones y de las artes, el incendio general de las bibliotecas, no importa mucho más que la destrucción de los muebles en un sueño. La mente que una vez los soñó volverá a soñarlos; mientras que la mente siga soñando, nada se habrá perdido”.