miércoles. 24.04.2024
Fernando el Católico | Bernardino Montañés y Pérez

Uno de los ejes del relato franquista sobre el pasado nacional, fue el reinado de los Reyes Católicos, el momento clave para la consecución de la unidad española.

De la misma manera, la nueva España surgida de la Guerra de España, no Guerra Civil, se hizo emparentar con la de Isabel y Fernando, estableciéndose toda una genealogía que, iniciada con los Reyes Católicos y las grandes figuras de la España imperial, desembocaba sin solución de continuidad, en el nuevo caudillo contemporáneo, el dictador Francisco Franco. Esta idea fue la que de una manera machacona se nos inculcó a los que tuvimos que padecer la enseñanza durante la dictadura. Las líneas siguientes tratan sobre la figura de Fernando el Católico y su uso espurio por parte de la dictadura franquista. En este propósito contribuyeron tanto la cinematografía y la historiografía.

Entremos en materia.  Para la descripción de las vicisitudes de las dos películas Christopher Columbus y Alba de América, me basaré en el artículo de Rafael Espada del Centro de Investigaciones Film-Historia del Parc Científic de Barcelona, titulado El franquismo combate la Leyenda Negra. Alba de América (1951)

El gobierno español acabó por considerar Christopher Columbus como una ofensa deliberada de la pérfida Albión y decidió tomar alguna postura reivindicativa

En 1949 se estrenó una película inglesa, Christopher Columbus, que generó una gran polémica en España y especialmente en Aragón.  El guion juega, con algunas reservas, al enfoque histórico «pro-Colón», que tradicionalmente revierte en un descrédito de todo lo español. Realmente, ningún personaje de la península está visto bajo una luz positiva, como no sea la reina (que siempre se salva) o alguno prácticamente imaginario como Diego de Arana; el villano principal es Francisco de Bobadilla, presentado como la némesis de Colón, siempre dispuesto a frustrar sus visionarios planes con las peores mañas; Martín Alonso Pinzón queda como un traidor y Juan de la Cosa como un incompetente, responsable del naufragio de la Santa María; y en la escena final, cuando el ya muy consumido héroe ve como los reyes, con buenas palabras, le niegan todos los privilegios de los que se considera merecedor, al salir de la estancia declara a la cámara: «¡La Historia me recordará cuando ellos estén muertos y enterrados!».

Aunque estos y otros detalles ya eran suficientes para ofender el sensible patriotismo franquista, la gota que rebosó el vaso fue el trato dado a Fernando el Católico en el contexto de la trama y en una escena en particular. Escena que personalmente me impactó.  Un día en que Colón deambula por el palacio buscando valedores para su empresa, ve a un individuo que intenta propasarse con una dama amiga suya; el futuro Almirante no se puede contener y aparta al grosero con tanta violencia que lo tira por el suelo: entonces se da cuenta de que es el rey. La tensión de la escena se ve interrumpida por la llegada de la reina, que con su presencia consigue, por lo menos, que no haya castigo para Colón. La escena, dejando aparte pruritos patrióticos, no tiene mucho rigor histórico; el Rey Católico fue un mujeriego, pero es dudoso que se dedicara a perseguir faldas por los pasillos de palacio y, desde luego, no era un monigote que se deja humillar por un plebeyo: de haberse producido una situación semejante, pocas posibilidades habría tenido Colón no de llegar a Almirante, ¡sino simplemente de conservar la cabeza en su sitio!

No es extraño, pues, que en cuanto tuvo lugar el estreno londinense empezaran a llegar a Madrid escandalizados informes sobre el contenido del film, magnificados sin duda por ser de «segunda mano» (es poco probable que Franco, Carrero o cualquiera de las principales figuras del régimen hubieran visto la película) y también por la especial coyuntura internacional de la época, cuando el franquismo veía enemigos por todas partes.

El gobierno español acabó por considerar Christopher Columbus como una ofensa deliberada de la pérfida Albión y decidió tomar alguna postura reivindicativa; lo malo es que el régimen franquista no tenía ningún poder en el ámbito internacional para impedir la difusión de la película, que se proyectó en Rio de Janeiro, Washington y New York, además de otros lugares.

La productora se comprometió a no escatimar medios para quedar a la altura de la distinción; se reclutaron los mejores artistas y técnicos

Por ello, se decidió una actuación realmente insólita: patrocinar a través del Instituto de Cultura Hispánica la producción de una obra fílmica que pusiera «los puntos sobre las íes» en el controvertido asunto, es decir, sintetizara los criterios oficiales sobre Colón y el Descubrimiento. La iniciativa se concretó en la convocatoria de un concurso para realizar una película sobre el Descubrimiento de América, al que podían presentarse compañías españolas y americanas, pero con la condición de ajustarse a un guion ya elaborado y someterse al control de un grupo de asesores históricos, artísticos y religiosos.

La convocatoria apareció en el B.O.E. el 19 de abril de 1950; la empresa beneficiada fue CIFESA, si bien luego lo de «beneficiada, no lo fue tanto. CIFESA, la autodenominada «antorcha de los éxitos» del cine español, se había ganado una sólida fama en los años treinta con las películas de Imperio Argentina, y en aquel momento estaba precisamente muy orientada hacia los films históricos de gran presupuesto, en parte a causa del fenomenal éxito de Locura de amor (1948) en todo el mercado de habla hispana.

La productora se comprometió a no escatimar medios para quedar a la altura de la distinción; se reclutaron los mejores artistas y técnicos, la mayoría de los cuales (empezando por el director, Juan de Orduña, ya habían acreditado sus méritos en anteriores esfuerzos de la casa como Locura de amor, Agustina de Aragón o Pequeces; el nutrido elenco estaba encabezado por Antonio Vilar, galán portugués que por aquel entonces gozaba de gran prestigio en los estudios madrileños. Pero pronto se apreció un problema de peso: las obligaciones estipuladas en la convocatoria. Si las injerencias de los asesores eran fáciles de esquivar, pues al fin y al cabo estaban a sueldo de la productora, no podía decirse lo mismo del guion suministrado por el Instituto de Cultura Hispánica, sobre el que debía construirse la trama dramática del film. Dicho guion, del que se decía que había salido de la inspirada estilográfica del almirante Carrero (el firmante oficial, de todos modos, fue José Rodulfo Boeta), era una fatigosa sucesión de estampas obsesionada por acumular el mayor número de referencias históricas posibles.

Enseguida se vio lo difícil que resultaría sacar un producto fílmico medianamente atractivo. Los objetivos de esta película, cuyo título definitivo sería Alba de América (con el subtítulo Cristóbal Colón), eran claros, aunque algo contradictorios: reivindicación de todo lo español y al mismo tiempo fidelidad a la Historia; veamos cómo se pusieron en práctica.

De entrada, se hizo una drástica delimitación cronológica a la intriga, comenzando con la llegada del protagonista con su hijo a tierras de Castilla y acabando con el clímax del recibimiento triunfal en Barcelona tras el primer viaje; este margen es acertado, pues centra la historia en territorio hispánico y evita las «horas bajas» del Almirante, casi siempre interpretadas como una crítica hacia España y sus monarcas.

La figura del protagonista fue tratada con respeto y admiración, pero sin olvidar sus aspectos negativos, sobre todo, si repercutían en la exaltación de los elementos ibéricos. Por ejemplo, cuando espera la reunión de sabios con la seguridad de que su proyecto va a ser aceptado, desprecia orgullosamente la colaboración generosa que le ofrece Martín Alonso Pinzón.

El guion presta gran atención a los personajes españoles y al significado de la época en la Historia de España. Varias escenas se dedican a evocar el ambiente cortesano de los Reyes Católicos, introduciendo a cualquier personaje que recuerde las glorias del momento: el Gran Capitán, por ejemplo, tiene una breve intervención reconquistando una plaza a los moros, en una escena espectacular resuelta con gran lujo de medios.

Tampoco este criterio es malo en sí, pero en la práctica se hace poco operativo por la tendencia a acumular prolijos detalles historicistas y desviar el presupuesto hacia escenas como la citada, que por brillante que resulte no deja de ser ajena a la trama principal. Isabel y Fernando reciben un tratamiento hierático y extasiado, especialmente embarazoso en el caso de la reina. Amparo Rivelles era una buena actriz, pero su personificación de Isabel de Castilla no hace un gran favor al personaje. Siempre con los ojos en blanco y recitando banalidades con voz engolada, en ningún momento justifica la admiración que despierta entre sus súbditos; el énfasis mitificador la convierte en algo artificial, deshumanizado, sin más vitalidad que la de un cuadro académico ochocentista. Tampoco la imagen de don Fernando—enérgico, pero al mismo tiempo afable— tiene excesivo relieve, aunque al poderse prescindir del acercamiento «santificador» adopta un aire algo más corpóreo.

El mito franquista de Fernando el Católico tejido desde Aragón tuvo la peculiaridad de personificar en el monarca la aportación aragonesa a la forja de la nación

Desde el punto de vista estrictamente cinematográfico, la película fracasó a todos los niveles. Al tener que ajustarse a un guion prefijado y a unos criterios propagandísticos, el realizador se vio tan agarrotado que no pudo permitirse el menor alarde creativo. No es que Juan de Orduña fuera un genio del Séptimo Arte, pero tenía sentido visual y sabía transmitir emoción cuando el tema le motivaba. En este caso la motivación brillaba por su ausencia, y el film resultó de una mortal pesadez. Cierto que la cinta británica que había motivado la reacción española no destacaba por su amenidad, pero en el aspecto visual tenía la ventaja de su elaborado colorido y un espléndido gusto en el diseño de decorados y vestuario.

El estreno de la película Christopher Columbus tuvo unas reacciones mucho más dramáticas e irracionales en Aragón y especialmente en la Zaragoza de la época franquista. Para entenderlas conviene contextualizar unos hechos. Para lo que viene a continuación me he basado fundamentalmente en el espléndido artículo de Gustavo Alarés López, de la Universidad de Zaragoza, “Experiencias de nación”: Christopher Columbus y la movilización emocional del pasado en la España franquista.

La elite cultural falangista zaragozana congregada en torno a la Institución Fernando el Católico (IFC)- centro dependiente de la Diputación Provincial de Zaragoza-,  y vinculada con la Universidad de Zaragoza, ya que participaron en ella egregios catedráticos, como Antonio Beltrán, Fernando Solano, Ángel Canellas, Carlos Corona Baratech, además de otros, de los que pude “disfrutar” durante mis estudios en la Universidad de Zaragoza, entre sus numerosas actividades, la más importante era difundir de manera autónoma una concreta representación del rey Fernando el Católico.

El mito franquista de Fernando el Católico tejido desde Aragón tuvo la peculiaridad de personificar en el monarca la aportación aragonesa a la forja de la nación. Aragón no sólo había ofrecido su rey, sino que junto a éste había ofrecido su «recia nacionalidad» en aras al ideal supremo que constituía España. Tras estos argumentos latía un cierto sentimiento de victimismo producto de la falta de reconocimiento de la aportación aragonesa a la unidad de España. Por ello, la reivindicación de la aportación aragonesa a la forja de España, frente al predominio de las interpretaciones castellanistas, se transmutaba en la reivindicación de Aragón como elemento constitutivo de la Nueva España de 1939 en equidad con Castilla, y convertía a Fernando el Católico en depositario de los valores identitarios del Aragón franquista.

Por ende, cabe entender el profundo malestar que produjo en esta élite de la IFC el estreno de la película inglesa Christopher Columbus. A finales de diciembre de 1949 el Consejo de la IFC —con la unanimidad del pleno de la Diputación Provincial de Zaragoza— distribuyó a la prensa nacional un encendido manifiesto que, bajo el título Fernando II de Aragón y V de Castilla, injuriado, pretendió ofrecer cumplida respuesta al afrentoso film.

El manifiesto calificaba la película de David MacDonald como un producto rebosante de «frivolidad dañina» y una verdadera injuria hacia el monarca, «al imputárse[le] acciones puramente imaginativas, que no cometió jamás, y que humanamente lo llenan de vileza». Así, Christopher Columbus se convirtió en un eslabón más de esa «Leyenda Negra, plagada de tópicos carentes de todo fundamento histórico y científico».

Claro que las aviesas intenciones del film se correspondían a la propia trayectoria política del actor principal Fredric March, un actor «que se distinguió por ser poco amigo de la España nacional cuando nuestra Guerra de liberación». Todo no hacía sino redundar en el desarrollo de una película de carácter nítidamente «antiespañol», con el corolario de connotaciones negativas asociadas al término.

Tal airada reacción de la IFC respondió a un “sincero” sentimiento de agravio ante la ofensa infligida al monarca nacido en Sos del Rey Católico, provincia de Zaragoza, que se vio correspondido por la feligresía fernandina de la región. De hecho, el estado de indignación llegó incluso a alterar las relaciones armónicas por las que discurría la política local. A principios de 1950, el alcalde de Zaragoza José María García-Belenguer remitió al gobernador civil un escrito de queja ante un artículo aparecido en la Hoja del Lunes, en el que se criticaba la inacción del Ayuntamiento de la ciudad ante la ofensa vertida. El anónimo periodista confrontaba la decidida respuesta de la Diputación Provincial (que «hizo constar en acta su indignación por la película británica Christopher Columbus, profundamente injuriosa para la memoria del Rey, D. Fernando el Católico») con la negligente actitud del Consistorio, a cuyos «ediles zaragozanos no parece importarles la bofetada a su ahijado, el gran Rey unificador de España».

Todo ello no era sino reflejo del clima de exaltación fernandina que atravesó a diversos sectores de la ciudad de Zaragoza. Pero en la vehemente campaña emprendida por la IFC contra la película británica tampoco pueden soslayarse motivaciones de índole más pragmática. En unas fechas próximas a la conmemoración del V Centenario del nacimiento de los Reyes Católicos —que tendría lugar entre 1951 y 1952—, la furibunda defensa del rey Fernando protagonizada por la entidad zaragozana facilitó que esta irrumpiera en la escena nacional como adalid de la memoria del rey. A este respecto no resulta casual que en los meses que siguieron al estreno de Christopher Columbus la IFC solicitara al Ministro de Educación Nacional integrarse en las conmemoraciones nacionales de los Reyes Católicos. Una pretensión que sería satisfecha ya que, además de participar en las distintas comisiones organizadoras, el centenario sería inaugurado en Zaragoza en abril de 1951, y la IFC organizaría el evento académico más relevante de las conmemoraciones: el V Congreso de Historia de la Corona de Aragón.

En cualquier caso, el contenido del Manifiesto de la IFC contra Christopher Columbus no hizo sino amplificarse a través de la prensa escrita y de la activa colaboración de diversos medios de comunicación. La emisión de Radio España del 5 de febrero de 1950 incidió en el carácter aberrante de una película que constituía un nuevo capítulo de la Leyenda Negra, y que ofendía «con absurdos arbitrarios nada menos que a los Reyes Católicos, ¡nuestros Reyes Católicos!, simiente racial de un pueblo cristiano, heroico, guerrero y esforzado que ni antes, ni ahora, ni después tendrá que falsear la Historia de los demás para que la suya resplandezca».

Y lo mismo sucedió con la violenta carta abierta que emitió Radio SEU de Madrid y que calificaba la película como una «injuria a la Historia de España». Y es que ¿Era posible imaginar mayor ofensa que aquella dirigida al pasado nacional, a aquel acervo de héroes pretéritos que habían establecido las bases de la España de 1939? De igual manera resultó clave el papel agitador del diario Solidaridad Nacional. De hecho, el periodista Diego Jiménez de Letang solicitó a la IFC material adicional para «iniciar la campaña patriótica con toda la dureza que el caso requiere», convencido de que el diario «gracias a Luys [Santa Marina] y con Luys, es y será el baluarte de la Falange y española y de todo cuanto sea honrar y defender la tradición de la Patria».

El manifiesto de la IFC solicitó expresamente el envío de adhesiones, lo que permitió amplificar la protesta, y, al hacer partícipes de la misma al resto de compatriotas, materializar esa comunidad de sentimientos que en definitiva constituye el fermento de las naciones. Así, al indignado llamamiento contra Christopher Columbus respondieron más de cuatrocientas cincuenta adhesiones que durante la primera mitad de 1950 fueron llegando a las oficinas de la IFC. Respondieron de una manera disciplinada la casi totalidad de los ayuntamientos de la provincia de Zaragoza (86), y la fraternal solidaridad de diputaciones provinciales (15) y ayuntamientos del resto de España (17).

De la misma manera, se verificó la camaradería de diversos organismos vinculados a FET-JONS y que vendrían a informar sobre la capilaridad de las redes políticas establecidas desde el seno de la IFC, y sus ámbitos de influencia y proyección más allá de la provincia zaragozana.

Pero junto a esta solidaridad oficial, resultaron mucho más sugerentes las más de trescientas adhesiones remitidas por individuos corrientes que se sintieron interpelados por el manifiesto de la IFC. En el conjunto de adhesiones individuales destacaron las más de ciento cincuenta firmas agrupadas en varias adhesiones colectivas, como las nueve de un grupo de oficinistas gerundenses, los doce anónimos «españoles» de Barcelona, o la masiva adhesión colectiva —con un total de ochenta firmantes— promovida por varios funcionarios del Instituto Nacional de Previsión de Barcelona bajo el único credencial de constituir «un grupo de españoles, amantes de nuestra Historia sin contaminaciones que la falseen y deformen».

Estas respuestas solidarias se completaron con las del Aragón emigrado congregado en torno al Centro Aragonés en Tarragona, el Centro Aragonés de Benicarló, la Agrupación de Aragoneses residentes en Madrid la Casa de Aragón en Madrid, que envió el manifiesto a las diferentes casas aragonesas en América «invitándoles a expresar rotundamente sus sentimientos hispánicos allí donde se proyecte la citada producción cinematográfica». Diversas entidades locales como la Peña cultural Psique de Zaragoza, la Asociación Artística Aragonesa, el Casino la Espiga de Oro de Quinto de Ebro, la Asociación Cultural Cinco Villas, o la Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis, entre otras, completaron la nómina de instituciones semiprivadas que respondieron a la ofensa vertida por Christopher Columbus.

Lo cierto es que el análisis de las adhesiones permite desvelar algunos de los procesos implicados en la interactuación y diálogo entre el discurso nacional oficial y el ámbito personal de los consumidores de identidad. En definitiva, permite profundizar en los discursos histórico-nacionales asumidos y puestos en práctica por los individuos corrientes y, al mismo tiempo, analizar los procesos de interiorización de la identidad nacional franquista, su apropiación, modulación o repetición mimética.

Del conjunto de más de trescientas adhesiones resulta difícil caracterizar socialmente su procedencia. Pero en la fervorosa defensa del honor mancillado del monarca aragonés también participaron individuos procedentes del medio rural y con un limitado nivel formativo como Pedro Buil de Cadrete, que ofreció su entusiasta adhesión con unas «mal ilvanadas [sic] líneas salidas de lo más íntimo de mi corazón, aunque toscamente redactadas por quien diariamente ha de coger la estela para surcar esta tierra envidiada y quizá por eso mas calumniada por sus enemigos».

En ese proceso, la figura (franquista) de Fernando el Católico —convertido en patrimonio emocional colectivo—, se articuló como nexo entre Aragón y España; como personificación del agravio infligido a la patria que se ramificaba como dolorosa inuria vertida sobre cada una de las células constitutivas del cuerpo nacional

Cabe destacar la práctica ausencia de mujeres entre los firmantes. Y es que, salvo escasas excepciones —como una niña de catorce años o algunas oficinistas integradas en adhesiones colectivas—, el grueso de las cartas fueron redactadas por hombres. Una circunstancia que evidencia no sólo la marginación política de la mujer en el franquismo, sino la conciencia de que la defensa activa de la patria —y también de su honor y de su pasado—, correspondía efectuarla a los hombres, autoerigidos en guardianes de la comunidad.

Las adhesiones sirvieron a sus autores para presentar sus credenciales patrióticas ante las autoridades político-culturales del régimen, en este caso representadas por la IFC. Y a su vez, permitieron compartir la defensa de la nación agraviada, estableciéndose una suerte de diálogo entre las esferas del Estado y los individuos corrientes. Esta dimensión personal de la nación, de asunción individual de los discursos nacionales y su reinterpretación en clave emocional, atraviesa todos los escritos de adhesión.

En ese proceso, la figura (franquista) de Fernando el Católico —convertido en patrimonio emocional colectivo—, se articuló como nexo entre Aragón y España; como personificación del agravio infligido a la patria que se ramificaba como dolorosa inuria vertida sobre cada una de las células constitutivas del cuerpo nacional. Del mismo modo, el análisis de las adhesiones permite percibir el sustrato emocional de la identidad nacional. Una vinculación sentimental todavía si cabe más destacada al producirse en un contexto político de feroz exaltación nacionalista, y con el referente traumático de lucha por la nación que para muchos representó la vivencia de la Guerra de España. En definitiva, en esa apropiación personal, en esa naturalización y adaptación individual de los discursos nacionales radicarían algunas de las claves de la efectividad de la pulsión nacionalista.

Como respuesta a la película de Christopher Columbus se publicó El Rey de España Don Fernando el Católico, pequeña monografía que iba a marcar el período álgido de la militancia política del catedrático Carlos Corona Baratech en las filas del falangismo. Como anécdota quiero comentar que me impartió en el curso 1973-74 la asignatura de Historia Contemporánea. Todo el curso nos estuvo hablando de la independencia de las colonias españolas en Sudamérica. Fue lamentable. No recuerdo nada que pudiera aprender de sus clases.

La nación española conceptuada por Corona Baratech en el libro citado, y siguiendo los planteamientos del nacionalismo fascista, se fundamentaba en un voluntarismo proyectivo inevitablemente vinculado a gloriosas empresas exteriores. De esta manera, en El Rey de España Don Fernando el Católico, la nacionalidad española aparece articulada –gracias a la mano firme del monarca–, en torno a la existencia de un ideal político-espiritual superior («la gran idea patrocinada por los monarcas», «la empresa secular abandonada»), verificándose tras su consecución, «la fusión espiritual, la fusión de todos los regionalismos puestos al servicio de la gran idea patrocinada por los monarcas (...)».

Una gran idea sintetizada en la lucha contra el infiel y la reconquista, y que tendría posterior desarrollo (natural) en la colonización americana y las gestas imperiales. Esta fórmula no era sino la evolución natural de esa «comunidad de propósitos, de anhelos, de grande utilidades» que entendiera Ortega Gasset como constitutiva de la nación, y que el fascismo había transmutado en la algo más críptica y manida «unidad de destino en lo Universal». Era ésta la interpretación falangista del reinado de los Reyes Católicos, en la que la forja de la nación española era contemplada no como resultado de la fusión de las diferentes regiones bajo el impulso unificador de Castilla, sino como la culminación de una aspiración espiritual proyectiva y trascendente: una «unidad de destino».

Pero la IFC no se limitó a efectuar la construcción de una imagen idílica del monarca a través de palabra escrita. Herederos de la cultura política del fascismo, los gestores de la IFC elaboraron todo un ceremonial para socializar el mito del rey. De esta manera, en 1946 la IFC instauró el Día de Fernando el Católico. Se generó un sencillo ritual que cada 10 de marzo venía a conmemorar el natalicio del monarca, seleccionando a su vez aquellas localidades y sucesos históricos que resultaran propicios para la exaltación del monarca.

De esta manera la celebración del Día de Fernando el Católico se convirtió en un recorrido por los lugares míticos en la biografía del monarca: Sos del Rey Católico como cuna del rey en 1946, la catedral zaragozana de La Seo, como lugar de su bautizo en 1947, Cortes de Navarra en 1949, la barcelonesa villa de Calaf en 1950 en conmemoración de la batalla de «Los Prados», Valladolid en 1954, Cervera en 1956... o Peñíscola en 1958. El ceremonial, pese a su sencillez, resultaba tremendamente expresivo: los miembros de la IFC, junto a otras autoridades políticas, se trasladaban en comitiva hasta la localidad elegida, para, tras la misa solemne-no podía faltar- y los consabidos discursos, colocar una lápida en un lugar preferente de la localidad que de manera perenne recordara a lugareños y visitantes la trascendente significación del monarca. El ritual expresaba la intención de popularizar el mito de Fernando el Católico como arquetipo aragonés, y de hacer partícipes a los habitantes de villas y lugares del metarrelato histórico que estaban construyendo los responsables de la IFC.

En ese esfuerzo de socialización de nuevos símbolos, los gestores culturales de la provincia mostraron especial atención en la génesis de los nuevos lugares simbólicos del Aragón franquista. Los responsables de la IFC se lanzaron a promocionar la construcción de un monumento a Fernando el Católico, la recuperación de la Aljafería como antigua sede de los Reyes Católicos, la restauración en Sos del Rey Católico del Palacio de Sada donde nació el monarca, y a extender el nombre del rey en el callejero de la capital. Igualmente, desde la Diputación Provincial, presidida por Fernando Solano-otro profesor, además de mi tutor en la Universidad en este caso de Historia Moderna-, se instó a las localidades de la provincia a incluir en su nomenclátor la figura de Fernando el Católico y a dar su nombre a centros escolares e institutos. En esta intervención en el espacio público, los proyectos para la rehabilitación del Palacio de Sada y La Aljafería fueron los más ambiciosos. El Palacio de Sada en Sos del Rey Católico y La Aljafería en Zaragoza, se convirtieron en los nuevos «lugares de memoria» del Aragón franquista.

Para los gestores de la mitología fernandina, la fecha de 1952 constituyó el momento clave en el que desarrollar todos los argumentos y proyectos tejidos en torno al monarca. 1952 fue un año fernandino por excelencia. A nivel nacional se celebraron los fastos por el V Centenario del Nacimiento de los Reyes Católicos, y la IFC se apresuró a erigirse en gestora de las conmemoraciones en la provincia.

El 10 de marzo de 1952, Día de Fernando el Católico, la primera página del diario falangista Amanecer abría con un retrato a toda página de Fernando el Católico. En páginas posteriores, sendos artículos de Ángel Canellas-otro profesor en este caso de Paleografía- y Antonio Serrano, profusamente acompañados de vistoso material gráfico, incidían en el mito fascista de Fernando el Católico, en la mitificación del «héroe» que debía estar «en la mente de todos los españoles como guía de nuestra unidad», y bajo cuyo cetro se había cumplido «una inédita unidad de destino misional».

Ese año, la fecha del 10 de marzo alcanzó especial notoriedad. Fernando Solano, como presidente de la IFC había rogado al rector de la Universidad que hiciera posible que en todas las escuelas e institutos del distrito universitario se explicara una lección dedicada «a exaltar la exposición de la obra, figura y simbolismo de D. Fernando el Católico, como el gran creador de la unidad española, y forjador de la España moderna» e igualmente, como presidente de la Diputación Provincial, se había dirigido a principios de 1952 a diversas diputaciones provinciales para solicitar que se solemnizara de manera adecuada la fecha del 10 de marzo.

En la capital, el programa de actos se inició con una misa solemne-no podía faltar- en la catedral de La Seo a la que asistieron todas las autoridades de la provincia vestidas de rigurosa etiqueta. Ya por la tarde, una sesión académica en los salones del Centro Mercantil ofreció la nota erudita: allí disertaron el fotógrafo falangista Guillermo Fatás Ojuel, el periodista Emilio Alfaro, Ángel Canellas y el rector de la Universidad de Zaragoza, Miguel Sancho Izquierdo. La sesión académica fue retransmitida por Radio Zaragoza en un intento de socializar de manera efectista la interpretación mítica del monarca. Esa misma noche, cuando los oyentes de Radio Zaragoza sintonizaron en la intimidad de su hogar su aparato de radio, pudieron escuchar la sentenciosa voz de Ricardo del Arco disertando sobre «Tres estampas del Rey
Católico».

Sin embargo, ese había sido sólo el comienzo de un año trufado de referencias fernandinas. La IFC contempló la edición de El Político de Baltasar Gracián (1953), la impresión de 5.000 postales conmemorativas con la efigie del monarca, y la solicitud de que en los títulos académicos figurara la efigie del monarca junto a la de la reina Isabel. De la misma manera, a finales de 1951 había salido el primer número de la revista de historia Jerónimo
Zurita, que bajo la dirección de Ángel Canellas, quedó dedicado a la exaltación de la figura de Fernando el Católico.

Pero el gran acontecimiento académico que marcó el año de 1952 fue la celebración en octubre del V Congreso de Historia de la Corona de Aragón. Fue un acto propagandístico en el que encontrar el consenso de la comunidad historiográfica en torno a la figura mítica de Fernando el Católico. Científicamente, el V Congreso evidenció la esclerotización de los estudios en torno a Fernando el Católico, y la complacencia en el cultivo de una «historia heroica» e ideologista centrada en el panegírico del individuo-héroe.

Ni la notable presencia de especialistas extranjeros (como Charles Verlinden y Federigo Melis), ni las vehementes orientaciones metodológicas de Vicens Vives, ni los animados debates historiográficos que se sucedieron (en los que la participación de los historiadores aragoneses fue marginal), estimularon la introducción de los nuevos enfoques temáticos y metodológicos circulantes por Europa. Pese a la oportunidad de renovación historiográfica, y las posibilidades de establecer fructíferas relaciones con los núcleos de hispanistas, gran parte de los miembros de la IFC y de la comunidad académica de la Universidad de Zaragoza se mostraron impenetrables ante las novedades.

El mito falangista de un rey Fernando viril, político visionario, y caudillo popular representante de la aportación aragonesa a la forja de España fue cayendo en el olvido incluso para sus más fervientes defensores, que encontraron en otros sucesos históricos –como la Guerra de la Independencia y los Sitios– materiales propicios para su mitificación. Por todo ello, la inauguración en 1969 de la monumental –y ya anacrónica–escultura de Juan de Ávalos, ubicada en un lugar destacado de Zaragoza, en la Plaza de San Francisco, frente a la Universidad, no vino sino a materializar un fracaso: la incapacidad de convertir a Fernando el Católico en un referente simbólico para el Aragón franquista.

Quiero terminar con mi visión personal de Fernando el Católico. En el año 2006 se celebró una exposición con motivo del V Centenario del matrimonio de Fernando el Católico con Germana  de Foix, organizada por las Cortes de Aragón y la Diputación Provincial de Zaragoza, siendo presidentes respectivamente Francisco Pina y Javier Lambán, y en el prólogo de la publicación que se hizo con tal motivo, se indica "Sólo la temprana muerte del hijo recién nacido de este matrimonio impidió que prosperase esta nueva política de alianza con Francia, que permitió presentar a Fernando en la historiografía tradicional como adalid de la unidad de España y un sinfín de tópicos historiográficos que afectaron a este segundo matrimonio". En la misma publicación el andorrano y catedrático de Literatura Española de City University of New York Ángel Alcalá Galve escribió sobre tal matrimonio: "¿Dónde quedaban, sino en el retrete de sus ambiciones personales sus presuntas ambiciones de lograr al fin de 800 años la definitiva unión nacional de España, que habría sido la meta de su matrimonio con Isabel? Pero con sobrados doctores cuenta hoy nuestra clase intelectual aragonesa para aclarar este popularmente desconocido y académicamente debatido tema". 

La visión mítica de Fernando el Católico al servicio de la dictadura franquista