La inmensa mayoría de las novedades dejan de ser novedades a los pocos meses y al cabo del año o de los dos años quedan sepultadas por toneladas de papel de incierto destino
Es mucha la carga de polémica que a estas alturas del siglo llevamos acumulada respecto a las ventajas del libro en papel (sobre todo para quienes nos hemos formado, literaria y sentimentalmente, en su universo) en relación con el libro en formato digital, es decir, en e-book. Tacto, olor, valor artístico y cultural del objeto libro, sencillez y despojamiento, ahorro de baterías y otros artilugios alimentadores del lector electrónico en sus distintos formatos, han sido argumentos colocados sobre la mesa en cada debate. Comparto, como no podía ser de otro modo, todos los que se utilizan para defender el libro tradicional y no voy a contradecirlos. Pero quienes escriben y publican desde hace mucho tiempo con buena acogida crítica y no tienen ninguno de los títulos (Premio Cervantes, premio Nobel y pocos más, o una dilatada carrera de best-sellers) que permiten mantener vivo (es decir, accesible y reeditado) todo el catálogo de obra propia, se encuentran con enormes dificultades para que obras publicadas hace diez, quince o veinte años, descatalogadas por muerte de las colecciones en que aparecieron o por voluntad del director o directora editorial correspondiente sean conocidas, compradas o leídas por los lectores de hoy. Si ya es extremadamente difícil lograr que una novedad se mantenga un par de meses en las mesas de novedades de las librerías, aspirar a que ésta se incorpore al fondo vivo de las mismas —cada vez hay menos “librerías de fondo”—parece un objetivo que linda con lo imposible. Si esa pretensión la extendemos a los libros que se publicaron hace más de una década y planteamos junto a esa presencia “viva” en las librerías de fondo la posibilidad de la reedición, nos encontraremos con la misma, o más contundente imposibilidad. Solo la casualidad, el ojo curioso de un editor (casi siempre modesto e idealista), o la apuesta de un experto o maniático buscador entre los libros que enterró el tiempo pueden ejercer cierta labor salvadora. La inmensa mayoría de las novedades dejan de ser novedades a los pocos meses y al cabo del año o de los dos años quedan sepultadas por toneladas de papel de incierto destino.
En los últimos meses he podido ver cómo alguna novela emblemática de un autor de referencia que participó en la renovación de la narrativa española en los años 80 ha sido reeditada en exclusiva en formato digital y cómo amigos escritores y no escritores van comprobando que libros publicados hace diez, quince o veinte años sólo se encuentran en librerías de viejo, en páginas webs de libros usados o en algún saldo perdido en cualquier feria del ramo (quiero decir de segunda mano) y las más de las veces en un lamentable estado de conservación. Con lo cual, pierde la literatura, pierde el autor y se deteriora gravemente la memoria de la obra publicada, nuestro acervo cultural. Sin embargo, la era digital y las nuevas tecnologías, a pesar de los negativos efectos que tienen en ciertos ámbitos, han venido a ayudar a la literatura y, aunque parezca paradójico y contradictorio, a la buena literatura.
Muchos autores se encuentran con enormes dificultades para que obras publicadas hace diez, quince o veinte años, descatalogadas por muerte de las colecciones en que aparecieron sean conocidas hoy por los jóvenes lectores.
Hasta hace algunos años, el proceso de enterramiento de los libros era inevitable. Los únicos lugares donde podían encontrarse títulos descatalogados era la librería de viejo, la biblioteca pública (con las limitaciones que tiene el hecho de que no todos los libros son objeto de compra por las administraciones de las que la biblioteca depende) y, cuando la ocasión lo permitía, las ventas de ediciones de saldo por parte de los grandes almacenes. Nada más.
Solo el capricho de algún editor curioso o enamorado de determinado libro promovía ciertas recuperaciones. Eso fue en los años 80 y 90. Aunque las llamadas librerías de fondo (con sus “libreros prescriptores”) seguirían —siguen— manteniendo un pequeño reducto que hacía posible que los libros tuvieran una larga vida en activo, la mezcla explosiva de la crisis económica iniciada en el verano de 2008 y la revolución digital e Internet dieron un serio golpe a la industria editorial y, por derivación, a la literatura de calidad.
A partir de entonces, la edición en papel reducía el número de títulos, las grandes editoriales daban prioridad al best-seller y a los libros “de consumo” y de venta previsible y la naciente edición digital vivía sometida a la acción eficiente y tenaz, ilegal por supuesto, de la piratería. Era mucho más difícil lograr que los libros se mantuvieran como novedad más allá de un trimestre y las posibilidades de reedición de títulos descatalogados era poco menos que imposible por económicamente ruinosa.
Libros de autores como José Antonio Gabriel y Galán, Mariano Antolín Rato, Jorge Ferrer Vidal, Mercedes Soriano, José Donoso, Carmen Laforet, Dolores Medio, Elena Quiroga, Agustín Gómez Arcos o de buena parte de nuestros escritores del exilio por citar solo unos ejemplos que he logrado contrastar, cuentan con no pocos títulos imposibles de adquirir en la actualidad. Al tiempo, autores que publicaron libros con cierta repercusión en un momento determinado y que hace años fueron convertidos en pasta de papel por descatalogación o porque fueron cerradas editorial y/o colección en que aparecieron, se encuentran ante la imposibilidad de ponerlos de nuevo en venta, de atender peticiones de lectores, de estudiosos, de críticos, de curiosos o de coleccionistas.
Ante esa situación, que parecía irreversible, nos encontramos con que la edición digital con descarga inmediata del texto en el dispositivo del lector es ya una realidad. Se trata de un paso importante a favor de la buena literatura aunque no se tenga claro (o se desconfíe) por parte de algunos sectores aferrados a los modos tradicionales de difusión y venta de libros. Con un mínimo coste para las editoriales o para las plataformas creadas al efecto (Amazon lo ha visto muy claro por mucho que nos pese), obras descatalogadas y de calidad contrastada muertas o desaparecidas durante años de las estanterías comerciales puedan “volver a la vida”, recuperar impulso, tener nuevas oportunidades de difusión y lectura entre las nuevas generaciones de lectores y ser accesibles para ellos desde cualquier rincón del planeta. De algún modo, ese innovador canal (que posibilita, también, la intervención directa del autor preparando ediciones revisadas, corregidas o ampliadas, en su caso, de primeros títulos inencontrables) aparece no solo como un nuevo modelo de negocio, sino como un servicio público no sólo a favor del autor y del lector, sino de la literatura: es decir, de la cultura. Puedo afirmar, por experiencia, que he explorado ese camino con Mar de octubre, mi primera novela (se publicó en 1989), y el resultado ha sido satisfactorio. El gran problema es que la ausencia de alternativas impulsadas desde las pequeñas y medianas editoriales, desde el mundo editorial convencional están dejando el campo libre a tales iniciativas.
Con un mínimo coste para las editoriales o para las plataformas creadas al efecto, obras descatalogadas y de calidad puedan “ volver a la vida" y descargarse mediante la compra online desde cualquier rincón del planeta.
Junto a ello, se ha puesto en marcha una suerte de complemento a esa línea de trabajo de enorme capacidad de atracción para autores y lectores (y, hasta cierto punto, para aquellos editores dispuestos a innovar en ese terreno): la edición en papel, en tapa blanda y “a demanda”. Es decir, un autor puede ver reeditado en formato papel un libro descatalogado por iniciativa de una plataforma online (o de una editorial tradicional que se dote de ese instrumento) que cuidará, bajo su supervisión, hasta el último detalle de la obra para después comercializarla “a demanda”. No habrá almacén que incremente costes puesto que los libros se imprimirán cuando el comprador los solicite. El editor (la plataforma, para entendernos) hará un hueco al libro en su publicidad y en las redes sociales, liquidará los correspondientes derechos de autor y del precio del libro “apartará” el importe de la impresión más un margen de beneficio.
Es obvio que estamos ante una auténtica revolución de la industria editorial y ante una relación nueva del autor con su obra desde el instante mismo de su gestación. Hoy es posible, sin necesidad de que una editorial realice una gran inversión, dar nueva vida a un libro que fue editado muchos años antes y comercializarlo: para uno, dos ,cuatro o mil compradores.
Aunque todavía es pronto para ver las consecuencias y resultados de esa línea de actuación, debemos estar muy atentos. Las grandes editoriales y los grupos más poderosos están al corriente de ese fenómeno pero no parece que quieran dar pasos firmes para implementarlo en sus prácticas empresariales. Los sellos pequeños y medianos con apuestas con una fuerte personalidad se mueven con soltura en un campo que han consolidado, la edición de literatura de calidad en tiradas modestas y con el máximo de cuidado y originalidad, y tampoco parecen muy propicias a dar el paso. Pero… ¿quién vela por recuperar libros perdidos que fueron enterrados por la máquina del tiempo y por la sucesión imparable de novedades que ocupan anaqueles y mesas en las librerías año tras año?
A esa pregunta, las plataformas online han empezado a responder favorablemente. Confiemos en que las pequeñas editoriales antes aludidas, dirigidas por amantes de la literatura de calidad, tomen nota y busquen soluciones razonables y de largo aliento, probablemente de carácter cooperativo y mediante acuerdos con las redes de librerías, que coadyuven a ampliar el campo de los buenos libros a aquellos que un día quizá muy lejano fueron novedad y tuvieron reconocimiento crítico y que el paso del tiempo y las modas circunstanciales dejaron en el olvido.