jueves. 28.03.2024

Escribo esta nota el último domingo de agosto, día 29, a las puertas del verdadero inicio de curso y reviviendo las sensaciones de aquellos cursos que llegaban en los primeros días de octubre, antes de que empezaran en septiembre. Los últimos días de aquellos veranos eran un poco lánguidos, llenos de una sensación de final, de cambio y de cansancio de sol y calor. Nos esperaban cosas nuevas - cada curso era y encerraba, en sí mismo, toda una vida - y la emoción se mezclaba con el miedo, la prevención, el reencuentro...de final y de principio todo unido en algo que yo nunca supe muy cómo manejar. (En realidad, y lo confieso aquí por primera vez, nunca he sabido muy bien cómo manejar nada y muy especialmente, mi propia vida. )

Eran veranos llenos de sensaciones adormecidas en el invierno y que hacían que la población se entregara a una liturgia destinada a honrar ese tiempo de sensualidad, calor, luz, mar -el que pudiera - y lentitud adormecida. Eran tiempos de obligadas siestas o de huidas en busca de una libertad achicharrada bajo un sol inclemente que sólo afectaba  a los mayores, pero que dejaba a los niños indemnes y sin castigo.

Todo se vaciaba, todo era calma, quietud y sol: la vida parecía entrar en un letargo que lo dominaba todo y la actividad oficial del país se percibía enlentecida - todavía más, si es que eso fuese posible - y Franco pescaba atunes, cachalotes y, cómo no, se nos hacía llegar el mensaje de su incesante laborar en el Pazo de Meirás firmando papeles que le llevaba algún ministro, ese al que le había tocado el marrón de hacer el paripé. Eso sí: todos estaban muy trajeados y muy formales, que internet no había relajado las costumbres y todo lo que se hacía era cara a cara y bajo el arcaico ceremonial propio del rancio personaje.

Esos veranos se han ido; han desaparecido y la velocidad de crucero del año se mantiene a pesar de la estación. Hoy ya es lo mismo frío que calor: calefacciones y aires acondicionados, junto a la capitulación colectiva ante las exigencias de productividad, hacen que todos mantengamos las orejas de punta con los nervios en tensión y las vacaciones se despachen con unos pocos días robados a la mala conciencia; que los modos y costumbres cambian y eso de sentirse ocioso e improductivo empieza estar mal visto.

Ni siquiera la prensa y los medios de comunicación mantienen aquellas buenas costumbres de inquietar nuestra vida con las famosas “serpientes de verano”. Nessie, el popular monstruo del lago Ness, ha pasado a mejor vida y agosto se ha convertido en un sin dios de noticias terribles. ¿Repasamos? Los niños de Ceuta; los incendios; el precio de la luz; las olas de calor; la ONU y la rehabilitación de Garzón; la recurrente mortandad en el Mar Menor, un clásico; los botellones juveniles de Barcelona y otras localidades; el Covid y el desgarro infamante de Afganistán para darle el adecuado colofón a la permanente bronca política. Y hay más, mucho más, por supuesto, que casi no hemos salido del patio de la corrala.

Vamos, que los periodistas veteranos deben estar echándose las manos a la cabeza con este despliegue de contenidos y de información que contraviene la tradición y el buen gusto de aquellos veranos idos y que deberíamos retomar - junto a otras reivindicaciones de las “slow cities”- como algo primordial en nuestra experiencia vital. Le hemos dado la espalda al clima, a la naturaleza, a los mandatos que obran sobre nuestros cuerpos y que necesitamos para estar integrados con la naturaleza de una forma armónica y natural. Y así nos va, que tenemos que avisar para que la gente no haga el idiota corriendo en Córdoba a las 4 de la tarde en pleno mes de Julio o para que no se salga en manga corta por El Bierzo en pleno mes de enero.

Por favor, luchemos para que vuelvan los veranos, aquellos veranos idos que tanta verdad encerraban.

Aquellos veranos