Sobre el peligro de leer
Vittorio Mateo Corcos: Sueños, 1896
No hace muchos años se publicó en Alemania un libro con un título llamativo: “Las mujeres que leen son peligrosas”. Se trata de un amplio recorrido por la historia de la pintura desde el siglo XIII hasta la actualidad y muestra en los más diversos estilos un personaje femenino que está leyendo. O bien ha interrumpido la lectura y descansa con la mirada perdida de quien medita sobre lo que ha leído. A veces la lectora duerme con el libro en la mano. Otras, mira al artista que la retrata con expresión desafiante: podría estar urdiendo una venganza. Los personajes van desde monjas y santas medievales hasta aristócratas rodeadas por el lujo, pasando por modestas burguesas como las que aparecen en los cuadros del holandés Vermeer. El título del libro es suficientemente expresivo de su mensaje y los autores, Stefan Bollmann y Elke Heidenreich, explican ampliamente en la introducción la tesis que sugiere tan deslumbrante despliegue. A lo largo de la historia, mantienen, son sobre todo las mujeres quienes han leído, mientras los hombres se dedicaban a otros menesteres. E incluso cuando no han leído, han sido ellas quienes han conservado en la memoria y transmitido oralmente la sabiduría práctica y los cuentos de hadas que forman la tradición de su pueblo. ¿Cómo explicar si no que la Santa Inquisición quemara tantos libros y tantas mujeres, muchas más que hombres? Las mujeres que leen son peligrosas porque leyendo pueden adquirir ideas y con ellas es de temer que quieran tener una vida propia, evadirse de sus labores y, al final, independizarse de la autoridad competente. Y no sólo leen sino que son capaces de conservar el saber colectivo para transmitirlo a la posteridad incluso cuando cuando el Poder decide quemar todos los libros. Así ha sucedido no pocas veces en la historia, como ilustró la novela de Ray Bradbury Farenheit 451 (y la película de Truffaut de 1966). Y lo peor de todo: como muestran los cuadros, las mujeres suelen leer a solas, buscando para ello un lugar de aislamiento e independencia del que la sociedad recela, con razón.
La industrialización y la democratización de Europa en el siglo XIX consiguieron la alfabetización masiva y, con ella, la extensión de la lectura a amplias capas de la sociedad. De este modo se generalizó la lectura individual silenciosa y privada. Se empezó a leer por el puro placer y no sólo, como antes, por razones de piedad o de utilidad práctica. Era una novedad social algo escandalosa e inquietante, como hemos visto. Daba acceso a los “tesoros” que ocultan los libros, con los que la persona que lee se enriquece penetrando en vidas ajenas, en culturas y épocas lejanas a la suya, experimentando a veces emociones prohibidas por la moral en la vida diaria. Los cimientos del orden público se estremecieron con esta invasión imparable de lecturas ociosas y es lógico que la sociedad y las religiones organizadas trataran de contenerla, vanamente por fortuna. Quemaban los libros, los censuraban suprimiendo frases inconvenientes o tergiversando su sentido, o bien decretaban que con su lectura se cometía pecado, como hizo la Iglesia católica al crear en 1599 su Indice de libros prohibidos, que mantuvo hasta 1966.
Edouard Manet: La lectura, 1865
Y es que escribir podía ser también peligroso para el autor, que a veces acompañaba a sus libros a la hoguera. Todo aquél que escribe quiere, comprensiblemente, ser leído, está en su derecho. Pero se expone a otra serie de serie de peligros, quizá menos graves. El riesgo de que no le lean es el más evidente y frustrante para el autor: con frecuencia será debido a que él no escribe bien, que es confuso, farragoso o excesivamente pedante. Pero hay más, pues puede pasar también que los lectores no entendamos lo que le ofrece el libro que leemos. A veces será simplemente porque no captamos el sentido correcto de lo que el escritor nos propone y debemos descifrar, ya que lo escrito revela solamente una parte de lo pensado y es posible que no sepamos adivinar lo que queda oculto o implícito. Otras será por razones más trascendentes, como ocurre cuando el lector decide por su cuenta no darse por satisfecho con el sentido literal y hacer en cambio una lectura alegórica de lo que lee. Así sucedió frecuentemente con los textos, tan decisivos, de las “religiones del libro”, cristiana, judía o musulmana. Filón de Alejandría aplicó a los primeros libros de la Biblia este tipo de lectura metafórica, interpretando los extraordinarios acontecimientos concretos que aquellos narran como meras representaciones del devenir del alma humana. Leía, por ejemplo, la cruda historia de Caín y Abel como un mero símbolo de la división del yo en facetas contradictorias, entre el amor de sí mismo y el amor de Dios. La lectura es, pues, un acto de libertad y por lo tanto, como escribió Roland Barthes, el lector es siempre “im-pertinente”, ya que no existe una regla fija de “pertinencia” en la interpretación de un texto. Como tampoco la hay para la elección de lo que se lee, donde reina, más aún, la anarquía y el azar. Cada lector desarrollará su mente e incluso su vida en una u otra dirección según qué libros llegaron a sus manos y cuáles decidió leer.
Ramón Casas i Carbó: Joven decadente, 1899
Existen, pues, diferentes niveles en el placer de leer. Así lo atestigua la variada representación de las mujeres lectoras que aparecen en el libro que da pie a estas líneas. Muchas de ellas están en la cama y no son pocos los autores que encuentran que es éste el lugar que procura la lectura más placentera. Colette, como es sabido, tenía organizado todo un dispositivo que le permitía no sólo leer sino también recibir a sus visitas, comer y escribir en la cama. Es verdad que el gozo de leer no es común a todos los mortales, y es perfectamente legítimo no entregarse a la lectura o leer sólo por razones utilitarias. Pero no hay duda de que, cuando existe, ese placer puede ser intenso. He conocido personas que cuando abren un libro por primera vez hunden la cara entre sus páginas para olerlo, como si fueran a comérselo. Y es frecuente relacionar el alimento espiritual que se obtiene de la lectura con el alimento material, no menos necesario, que da la comida. Decimos que “saboreamos” un libro bien escrito, que “devoramos” el que se lee con facilidad e intriga, que tenemos que “digerir” el contenido de un libro enjundioso o complicado. Por encima de todo, el placer de la lectura proviene de ese extraño estado de olvido de la propia identidad en que a veces se sume el lector, que se pierde, se anula a sí mismo penetrando en la mente del autor, en su mundo ajeno, convirtiéndose en “otro”. Walt Whitman expresó de modo extremo la íntima relación del escritor con su lector: “camarada, esto no es un libro, quien lo toca, toca a un hombre…Yo salto de sus páginas a tus brazos…”. Otros autores prefieren no ser tan directos, incluso es frecuente que se oculten tras un seudónimo o una identidad imaginaria, como hicieron Pessoa y tantos otros, seguramente para dejar al lector la libertad de creer o no lo que le cuentan.
(Nuevos papeles de Volterra)
(PROUST, Marcel: Sur la lecture; Librio, Angoulème, 2000.–MANGUEL, Alberto: A History of Reading; Penguin Books, 1997.–ORTEGA Y GASSET, José: Misión del Bibliotecario, en Obras completas V, Madrid 2006.–BARTHES, Roland: Le degré zéro de l’écriture; Ed. du Seuil, 1953.–BOLLMANN, Stefan y HEIDENREICH, Elke: Frauen, die lesen, sind gefährlich. Sandmann, Munich, 2005.–GILBAR, Steven: Reading in Bed,con textos de John Ruskin, R.W.Emerson, H.D. Thoreau, Henry Miller, Graham Greene, Robertson Davies, Italo Calvino, Hermann Hesse y otros)