sábado. 20.04.2024

En 1934, periodo de entreguerras, el poeta, compositor y filósofo argentino Enrique Santos Discépolo, hombre que traspasó según Ernesto Sábato el ya amplio mundo del tango para convertirse en un referente intelectual de primer orden, escribió “Cambalache”, canción inmortalizada por Carlos Gardel y que según demuestran muchos aconteceres de nuestro tiempo no ha perdido ni un ápice de vigencia. Poético, trágico, pesimista, real como la vida misma -Argentina vivía, como casi siempre, un periodo de profunda crisis política y económica- Discépolo hizo una descripción de los logreros, de la sinvergonzonería, de la amoralidad germinante, de la rapiña como pocas veces se ha hecho en la historia de la música. Estafadores, pillos, especuladores, mafiosos, trileros de a millón, explotadores, ventajistas, vividores, en fin, a costa de quienes trabajan forman el mundo de este genial personaje, de esta singular y eterna canción.

Hablaba Discépolo de su tiempo turbio. Mucho han cambiado las cosas y mucho más podrían haber cambiado para mejor si la letra de ese tango hubiese perdido actualidad. Empero, no la ha perdido y el siglo XXI es todavía más cambalachero. Si tras la segunda guerra mundial se abrió ante el hombre –muchos habían sido los progresos técnológicos y sociales- un horizonte que llevó a economistas como Schumpeter, Galbraith o Sampedro a pronosticar que el mundo caminaría inevitablemente hacia una especie de socialismo democrático en el que se diluirían las clases sociales y aminorarían las desigualdades, extendiéndose el humanismo y la cultura a todos los seres humanos –medios empezaba a haber para ello- la ilusión duró apenas unas décadas, volviendo en los años ochenta de la pasada centuria al mundo de Discépolo, al mundo del beneficio rápido, de la osadía explotadora y de la deshumanización.

Hoy, no es que dé lo mismo ser honrado que no serlo, trabajar todo el día como un buey o vivir de los otros, no, es que ser un sirvergüenza, un ventajista, un acaparador insaciable de riquezas, un explotador miserable, un especulador, un político corrupto –si es de los de toda la vida, mejor, pueden tener cientos de “imputaciones” y pavonearse de ellas- parece estar siendo asimilado por la sociedad con toda naturalidad, incluso admiración. La mayor parte de las personas “laburan” todo el día como bueyes con el presunto objetivo de llevar una vida más holgada y digna, como aquella que vieron llevar a los “ricos” de antaño. Sin embargo, el dinero que reciben por su sacrificio se esfuma en pagar hipotecas infinitas por su cuantía y duración, en liquidar los plazos para poseer y mantener coche y cochera, en llevar a los chicos a “coles” privados que sangran a los públicos -los de todos-, en pagar oro por ir un día al cine o comer en un restaurante muy bien montado que te cobra cinco veces el valor del vino...

Pues bien, en la España heredada del aznarato, la España miembro de la Europa del libre mercado, de la competencia, del “antimonopolio”, todo ese dinero va a parar a las mismas manos, a las manos del especulador que no se conforma con el dinero que ganaba con su industria y quiere sacar por cada euro cien, a las del constructor que durante años hizo lo mismo, a las del banco que es, al fin y al cabo, el dueño de nuestra vidas y haciendas, a las del político corrupto que elabora planes sectoriales de acuerdo con los anteriores, a las del pillastre. Parece que son muchas manos, pero no es verdad. Al final es el banco el dueño de la constructora, la constructora de la eléctrica, la eléctrica de la petrolera y la petrolera del banco…: Es el reino del cambalache, del chancullo. El nuevo rico que presume de iletrado, el corrupto, el que ha conseguido su riqueza sin apenas esfuerzo, se ha convertido en un dinamizador de la economía, en un ejemplo a imitar. Entre tanto, todos trabajamos para ellos: somos sus empleados sin sueldo.

Otra vez con Joaquín Costa, el único remedio: Escuela, escuela y escuela, pública y con todos los medios para formar seres humanos y borrar del mapa a ese tipo de amorfo que confunde valor y precio, que cree a pies juntillas las “tramas” urdidas sobre el dolor ajeno por Ramírez y sus compañeros de viaje, para que no se admire más a un rupestre con micrófono religioso o a un especulador que a Unamuno. Es la única fórmula para acabar con esa plaga, el único modo de que llegue una generación que diga de una vez por todas ¡Basta ya, comencemos la regeneración ética, estética y cultural de este país! Es una “transición” que se dejó en el olvido, que está todavía por hacer y a la que tendríamos que dedicar todos los esfuerzos y medios: No basta con pasar de pobres a ricos, puesto que la ignorancia siempre nos regresa al pasado, como de muestra la gran estafa en que vivimos, hace falta algo más.

Siglo XXI: Cambalache