miércoles. 24.04.2024
El triunfo de Baco | Velázquez.

¿Alguien imagina a un pájaro que, sobrevolando un viñedo, identifique si la tierra es madrileña o toledana? ¿O que el flujo de un río, que divide dos fincas y atraviesa tres provincias, como poco, aporte un agua diferente al riego del las viñas? ¿O que las laderas de uno u otro pago puedan pertenecer a dos países o territorios por su definición político administrativa? ¿O que los rayos de sol, las nubes, las temperaturas, la lluvia o las características de la tierra para las plantaciones, se diferencien unas de otras por las demarcaciones arbitrarias a las que las ha sometido la mano humana? La naturaleza nos demuestra cada día que es muy superior a tanta distinción geográfica de fronteras físicas inexistentes.

Cierto es que, como todas las producciones agroalimentarias, el vino necesita de controles de calidad y clasificación de sus productos para garantizar las buenas prácticas de las bodegas y evitar los fraudes. Las Denominaciones de Origen, las subzonas reguladas de producción controlada y los Consejos Reguladores ejercen esa función benéfica para el consumidor y garantizan una mejor competencia. Son condiciones necesarias, pero no suficientes.

Porque cuando degustamos un vino y queremos saber algo más de él no podemos encontrarlo en la etiqueta que delimita un territorio. No hay más que ojear cualquier plano de viñedos y podrán observarse como son varias las provincias que componen, en gran medida,cualquier área enológica del territorio español; o que sus variedades de vino adaptadas a la tierra en que sus raíces se asientan no sean comunes; o que sus grandes ríos comparten, así como sus afluentes, la humedad necesaria para el cultivo. Y que únicamente los cambios en alturas de terrenos, composición de la tierra, exposición al sol y formas de cultivar son verdaderamente diferenciales. Por todo eso se puede colegir lo más importante: Que solo las distintas variedades de vid, junto a la tierra donde se desarrollan y los que elaboran el vino, pueden determinar sus diferencias para el consumidor.

Tampoco amar el vino, como cultura ancestral de la actividad humana, puede encerrarse en un curso teórico de cata o en el metalenguaje experto de sus características organolépticas, visuales, olfativas o gustativas. Ni debe ser un lugar abigarrado de términos o jergas lingüísticas inaccesibles para los consumidores. Ni siquiera para el sentido común ni para la realidad científica.

Porque es imposible que una persona que haya saturado sus papilas gustativas y su nariz con cualesquiera de los alimentos de un aperitivo, o una comida,  o un picoteo, pueda distinguir las especias, frutos o materiales que están incorporados a las procesos químicos que acompañan la fermentación del vino, su elaboración y conservación posterior. Ni la nariz más exquisita de un consumado perfumista podría distinguir nada de eso, acompañándose de un jamón ibérico y su saturación de grasas, o un pincho de tortilla de patatas con sus aceites, sal, cebolla y huevos. Mucho menos con las elaboraciones sofisticadas de lo que se denomina alta cocina plenas de intensidades.

Lo que llaman maridaje es pues una impostura si lo que se pretende es destripar la composición organoléptica de un vino. Es necesario probar sin complejos un vino al tiempo que ingerir cualquier otro alimento, ya que el vino también lo es. Se trata, simplemente, de una buena (muchas veces excelente) manera de beber y comer a la vez, tanto para la satisfacción de los sentidos como para la reposición de nuestras energías. Amar el vino es pues un ejercicio sencillo, elemental y saludable, para el que no hay que hacer un máster ni degustarlo con un libro de instrucciones. (pasa también con los platos de comida). Todo el mundo es capaz de saber conforme a su gusto lo que le satisface y puede distinguirlo. Seguro.

Comprar en bodega, en una taberna o en un restaurante un vino,  parte de la base de que no es necesaria nada más que estar dispuestos a disfrutarlo. Y por ello es bueno también el adquirir los productos más destacados de nuestra cultura enológica local o de proximidad. Además de apoyar una producción agroalimentaria respetuosa con la naturaleza y el medio ambiente. Son lo que aportan los vinos de la tierra, porque la cercanía de los terrenos de elaboración con el consumo en localidades próximas determina una enorme reducción de la huella carbónica en el transporte desde el viñedo a la mesa. Una reducción de costes también en consecuencia. Y todo ello sin debilitar su calidad. Beber buenísimos vinos no rompe presupuestos modestos. Otro mito que desterrar.Porque las variedades de uva y la tierra son los verdaderos protagonistas del valor de un gran vino. Y merece la pena disfrutarlas. Sin complejos.

Saber de vinos no es cosa de expertos