miércoles. 24.04.2024

“El reloj es una prueba indirecta de la creencia del hombre en su mortalidad. Porque sólo un tiempo finito puede medirse.- Convencido el hombre de la brevedad de sus días, piensa que podría alargarlos por vía infinitesimal, y que la infinita divisibilidad del espacio, aplicada al tiempo, abriría una brecha por donde vislumbrar la eternidad” (Antonio Machado, Juan de Mairena)

Se trata de una experiencia bastante trivial. Pero sólo se la tiene cuando alcanzas ciertas cotas de tu trayectoria vital. Mejor dicho, cuando ya bajas la colina y desciendes hacia el valle. Antes cabe vislumbrarla, mas no anida en tu conciencia, como lo acaba haciendo en lo que se da en llamar la madurescencia. Esa fase que no deja de ser un eufemismo para eludir el término vejez, devaluado en esta época de paradójico culto a una juventud que se pretende prorrogar indefinidamente desde varios frentes.

Durante la niñez somos inmortales. La muerte no planea en modo alguno sobre nuestras cabezas, porque nuestra fantasía es omnipotente y se superpone sin ambages a la cruda realidad. Esta se ve continuamente tamizada y matizada por el cincel de una portentosa imaginación cuyo imperio sencillamente no conoce límites. Los juegos nos trasladan a paraísos donde somos artífices absolutos de cuanto sucede.

Nada más franco que la risa infantil liberada por definición de toda inquietud perdurable. Otra cosa es cercenar esa capacidad imaginativa con dispositivos electrónicos que tienden a sustituirla y a empobrecer sobremanera ese maravilloso don del ser humano, al balizar su desarrollo con sucedáneos tremendamente seductores e hipnóticos.

Las cosas van complicándose al devenir adultos. Nuestros cuerpos cambian y nos cuesta un poco acostumbrarnos a las innumerables novedades que van acumulándose. Hay tanto por descubrir. Aunque nuestra curiosidad no pueda desde luego homologarse con el infinito afán de conocerlo todo que preside nuestra niñez, cumple ahora con el desafío de afrontar las dificultades del mundo real y las imperativas demandas de nuestra hechura biológica. Esa paulatina metamorfosis nos hace tocar los cielos y descender al infierno, alternativamente y sin solución de continuidad.

Al dejar de ser adolescentes, entramos en la dorada juventud. Esta etapa conoce nuevas complicaciones, agravadas por el ambiente cultural y socio-político que nos haya tocado en suerte disfrutar o padecer. Un mercado laboral absolutamente volátil, cuya precariedad impide hacer planes a medio plazo, contribuye a diferir una emancipación que se da por inalcanzable. Se rinde culto a una idealizada juventud, mientras que una política cortoplacista ignora sus reivindicaciones.

En realidad no está muy claro cuándo se accede a la madurez, ni tampoco si es un momento de plenitud, como suele presumirse. Una vez más dependerá de que las circunstancias no resulten demasiado determinantes. Quedarse sin trabajo en ese periodo puede arruinar la tranquilidad que ya se anhela tras haber alcanzado las cumbres del itinerario biográfico. También pueden menudear otro tipo de carencias y padecerse una devastadora soledad en medio de una indiferente multitud

Volvamos al inicio. Al entrar en la sesentena hay algo que lo cambia todo. La forma en que vivenciamos el paso del tiempo. Esto no es algo voluntario. Sentimos con una gran intensidad que los días de nuestra niñez eran interminables, comparados a la creciente fugacidad que nos muestran los actuales. Entonces era una fiesta cambiar la hoja de un calendario mensual, mientras que ahora da vértigo hacerlo en un santiamén. Uno entiende perfectamente que Proust intentase rastrear ese tiempo perdido cuya evocación paliaba sus dolencias.

Todo parece durar lo que un suspiro. Entre otras cosas porque nuestra memoria flaquea y no registra como antes los acontecimientos. De hecho nos permite recordar con más nitidez los momentos del pasado más lejano. Por eso quien ha entrado en la madurescencia habla tanto de antaño. Sus lindes resultan incomparablemente mucho más extensas que las del hogaño. Por añadidura la línea del porvenir ha perdido su anchura y la del horizonte no queda tan lejos como antes, pese a ser más borrosa.

Nuestra mirada se vuelve menos nítida y eso nos ahorra en ocasiones algún que otro disgusto. Cuando contemplamos por ejemplo los rostros de amigos o familiares a quienes frecuéntamos desde hace décadas, no los encontramos tan envejecidos como aquellos de quienes no conocemos, porque nuestras imágenes anteriores recrean y mejoran su perfil mucho mejor que cualquier aplicación diseñada específicamente a tal efecto. Esto mismo sucede con el propio rostro. Por eso nos disgusta tanto vernos en fotografías recientes. Nos negamos a reconocernos en esa cara con tantas huellas cronológicas, en lugar de admirar todo cuanto representan como tiempo ya vivido.

La enorme ventaja del vertiginoso frenesí cronológico experimentado es que cabe aprender a relativizar las cosas y afrontar con serenidad esta última etapa del viaje, cobrando conciencia del insustituible valor del tiempo. Eso sirve para fijar nuevas prioridades y aprestarse a disfrutar de cada día como si pudiera ser el último. Además hay muchas magdalenas proustianas que degustar durante nuestros paseos y conversaciones. Al experimentarlo como un bien cada vez más escaso, el valor del tiempo no tiene rival y nada puede disputar su preeminencia.

Durante nuestra infancia ignoramos que los relojes de sol marcan las horas, indiferentes al adagio latino inscrito en ellos: vulnerant omnes, ultima necat (todas hieren, la última hora mata). El péndulo propio del reloj de pared rige nuestros vaivenes adolescentes y el reloj de pulsera nuestra juventud, tal como el reloj de bolsillo simboliza nuestro trato con el tiempo en la madurez, cuando todavía podemos voltear un reloj de arena, pese a presentir que cada grano de arena es uno menos.

Así se pasa la vida, tan callando, hasta darnos cuenta de que la vida iba en serio y llega un momento en que no cabe reseteo alguno. Disfrutemos del tiempo que somos, antes de caer en el olvido que seremos. Imaginemos lo aburrido que resultaría ser inmortal, como bien sabían los dioses del Olimpo grecorromano.

Relojes y mortalidad