martes. 23.04.2024
bty

Estoy medio incorporado en mi camita con cara de estar pachucho, tengo en la mano un autobús de juguete y un avión de juguete. Doy penita, una penita de niño enfermo español nacido durante el segundo franquismo en una familia normal de las que ni vivían de la guerra ni de las que la habían perdido. Aunque mi abuelo materno, sí. Sí la había perdido. Pero fijémonos en mí. Es la casa donde vivíamos mis padres y yo en Villaverde Bajo (y mi hermano recién nacido, o a punto de nacer, o en ciernes), cerca de la estación de tren, que esa sí que había perdido la guerra. La estación de tren, digo: tuvieron que rehacerla junto a donde estaba su ruina y su memoria de muerte, destrucción y Victoria. Estoy en mi cama, en pijama, un pijama blanco con dibujitos. Y yo quiero poner cara de estar malito. Poca cosa, pero malito. Debí tener fiebre aquellos días, seguro.

No quiero que entre nadie más en mi cuarto. Chillo. Lloraré un poco también. Lloro, insulto al médico o quien sea que acaba de entrar. Mi madre no se enfada, el señor tampoco. Pero yo sí. Yo estoy más asustado que enfadado. Pero enfadado también. Me dan miedo los médicos. Me asustan. Como las gallinas, y hasta los perros y los gatos. Los animales en general. No sé qué me pasa, pero me encuentro raro, tengo calor y tengo frío, a la vez. Quiero salir de aquí, salir al balcón y ponerme a hacer como que canto, liarme un cigarrillo de mentirijillas y ponerme a contar el chiste de Mistetas a mis primos, a todo quisque. Quiero ir al jardín de mis abuelos, que está en la calle de al lado, y respirar el olor a vida de las plantas que todo lo inundan. Y comer mazapán. Comer las cosas que me sacará mi abuela si voy a su casa, que está aquí al lado, con sólo cruzar la calle. Pero ahora mismo no quiero que el médico se acerque, como parece que se está acercando. Le digo de todo. Palabrotas de las que no me dejan decir. Se las digo creo que todas.

Sigo medio tumbado en mi cama, ahora se me cierran los ojos. Soy un niño pequeño, me estoy viendo en una habitación muy grande con muebles muy antiguos, pocos y antiguos. Mi cama es de metal, como dorada, la colcha es muy gorda, tal vez, y la almohada enorme. Yo quiero dormir, mi madre se acerca y me da un beso. Se acaba de despedir del doctor, que al final ha conseguido diagnosticarme. Me entra sueño. No fui uno de los niños que todavía en aquellos años 60 se morían de enfermedades remotas con nombres remotos y olores remotos. No lo fui. Sueño.

No lo fui