viernes. 29.03.2024
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A esa generación de niños que tan niños salieron a la calle y hoy no les hemos sabido cuidar.

Venían caminando desde el centro. Los dos lo hacían a paso rápido, aunque el niño llevaba unas frágiles alpargatas de esparto que a duras penas sujetaban el pie; el padre llevaba unos zapatones de material, tan viejos como bien lustrados. Habían subido por Carretas hasta la Gran Vía, que recientemente había cambiado de nombre; luego bajaron hasta San Bernardo y enfilaron calle arriba pasando junto a la Universidad. Era un recorrido lo suficientemente largo como para que la conversación tuviera lugar sin tener que quedarse a la mitad.

Era un gran conversador; de hecho, hubo un tiempo en que podía llegar la aurora en torno a un sinfín de cigarrillos de picadura y una botella de vino o aguardiente. Lo importante era que la charla fuera animada, tan animada que incluso, influida por el sopor etílico, podría tener una agarrada de manos, aunque desde hacía ya dos años la política había quedado fuera de cualquiera discusión… aún no se había acostumbrado a ello.

En el recorrido le iba explicando al jovencito lo que había en los diferentes lugares “antes de la contienda”. ¡Cómo puede llamarse al mismo hecho, el que sea, de formas tan diferentes y adquirir un sentido distinto para unos o para otros! Los escombros dejaban en los transeúntes un permanente polvo en la boca. En otro tiempo hubieran entrado en un bar a tomar un chato de vino, ahora profundizando la mano en el bolsillo lo más que podría encontrar era algún agujero.

_Sé que eres bueno en el colegio, me lo dijo tu profesor, muy bueno en matemáticas, tienes condiciones para ello. Tus hermanos también, sin embargo míralos, uno casi dos años en el cuartel y el otro ya para seis meses. Todos los planes que yo tenía para vosotros se han roto. No estamos en los mejores tiempos, yo mismo tengo que trabajar en lo que puedo, nunca pensé que terminaría estucando. Y gracias. Es mejor que yo se lo diga a tu madre, solo. A ella no le gustará, pero lo entenderá ¡no queda otra!

En el puchero había agua, un hueso rancio, berzas, una patata y algo más parecido a la imaginación que a la sustancia. Las cartillas no daban para mucho. Aquella mujer, de todos modos, era prodigiosa, era capaz de dar alegría al aire con laurel. Lo peor era aquel adolescente que “está creciendo y se come las paredes”. Las paredes no, el chico esquilmaba a su tío el carrito de maní que guardaba en la casa. Lo hacía para no tener que irse hasta Peña Grande, donde vivía, con aquel armatoste. La Glorieta de Bilbao, quedaba cerca de la casa de su hermana, allí es donde se colocaba junto a salida del metro en Carranza, pasaba mucha gente que mataba el hambre con frutos secos, no era un trabajo, pero si una forma de llevar algo a casa. Desde que le depuraron en el metro era imposible encontrar trabajo. Su sobrino le sisaba, no le importaba le angustiaba más ver ese conjunto de deslavazados huesos que el niño portaba. La falta de trabajo es lo que nos mata de hambre, sin dinero lo único que tenemos es rugir de tripas, hasta la dignidad se pierde.  

Ese día habían pasado por la casa diferentes parientes relatando sus penas lo cual había dejado a la mujer con poco fuelle. Estaba convencida de que saldrían adelante, pero lo malo era no saber cuándo y el hambre…,  el hambre hace que cada minuto se sienta como una eternidad.

No era el mejor momento para decirle que el pequeño iba a dejar el colegio y que fuera sería la vida la que le ilustraría en su libro abierto. A todos nos termina pasando y en cada generación sucede algo que nos hace madurar. No iban a ser sus hijos, pero quizás fueran sus nietos los que pudieran estudiar. La cuestión ahora era comer y que ni la tisis ni algún otro mal amigo de la miseria se los llevara pies por delante. La guerra no pudo, no iba ser ahora la necesidad. Lo que sentía es que sacarle al mundo era abandonar la infancia de un plumazo, los juegos y los sueños. Los que antes las bombas tampoco  le dejaron tener. Les había escrito a los hermanos y a ambos les parecía bien; sin ellos trabajando, sólo con lo que él podía conseguir era imposible mantenerse y ocuparse de la reconstrucción de la casa; de ella no había quedado más que el retrete colgado de una pared.

Todo en orden, pensado y el siguiente lunes era el momento; quedaba lo peor. Lo peor, no era. Pero aguantar su pronto no iba a ser fácil. En otro tiempo intentaría dulcificarlo, hubiera sido sencillo, pero ahora como no la llevara a bailar, del pasillo a la sala de estar, mientras sonaba en la vieja Telefuken la Piquer cantando a la Lima y al Limón, no se le ocurría otra cosa. 

El domingo por la mañana la cosa no pudo esperar más y aprovechó una visita a sus cuñados en Francos Rodríguez, para a la vuelta, de forma atropellada, no propia de su seguridad, le espetara que había llegado el momento de que el hijo pequeño comenzara a trabajar. ¿Qué? ¨_ dijo ella. No preguntes qué, sino por qué, y la respuesta es sencilla porque lo necesitamos_ zanjo él.

A la mujer lo que le preocupaba es que tan niño se introdujera ya en el mundo de los adultos y lo que ello podía llevar detrás. Eran malos tiempos y estos llevan mala gente, resentidos, ambiciosos, personajes sin escrúpulos, gentes con las vidas arruinadas capaces de hacer lo indecible por creerse vencedores en algo.

Del porqué, pasó con rapidez al dónde. _Es un amigo del señor que está construyendo la casa de la obra donde estoy, ahora todo el mundo construye, … bueno los que tienen dinero para ello. Este tiene un amigo que tiene una tienda de ultramarinos finos y necesita un aprendiz de dependiente. La discusión entró por los derroteros habituales, preguntando dónde quedaba el negocio donde iba a trabajar, cuánto le iban a pagar por ello, y si era buena gente. El padre dio respuesta a todas las preguntas, le fue fácil ya que llevaba varios días preparando, no solo qué decir, sino incluso la entonación que tenía que poner a cada pregunta. Finalmente parecía que la cuestión estaba zanjada, el niño el lunes saldría de casa camino a hacerse un hombre, con esa premura.

El lunes diana sonó pronto en aquella casa. Todos colaboraron en la preparación del joven, hasta la familia de realquilados que vivían en el cuarto del fondo, un matrimonio joven con dos niños de pocos años, que daban ruido a aquella casa y continuo trajinar por el pasillo y sobre todo al uso exhaustivo del cuarto de baño, máxime cuando a determinadas horas el agua era un imperceptible hilo. La madre sacó como pudo alguna camisa vieja, pero decorosa y blanca por supuesto, de los mayores, una chaqueta de la cual todos pensaron que el muerto era mayor y los zapatos a los cuales la holgura fue subsanada con un relleno de telas viejas. ¡Si hubiera tenido más tiempo! Se lamentaba la madre. El momento cumbre fue cuando empezó a anudar en el cuello de su camisa la estrecha y raída corbata.

¡Con el primer dinero que cobre le compararemos una! Solemnizó el padre. Lo primerito, en eso justo pensaba yo, ¡la corbata lo más importante! terció la madre mirando al esposo con esa cara desdén que las mujeres suelen poner cuando estiman que su pareja ha dicho una simpleza y a lo cual ellos responden frunciendo con gravedad el ceño.

El padre había quedado en llegar un poco más tarde a la obra para poder llevar a su hijo hasta el trabajo o lo más próximo que un paso rápido les permitiera. Llegaron hasta la puerta de la tienda, en los soportales de la plaza de la Provincia enfrente del Palacio de Santa Cruz. El joven muy estirado y apretándose el nudo de la corbata tal y como le habían dicho, se introdujo en el interior. El padre se volvió con una mezcla de orgullo y preocupación, conservaba en la retina la mirada de lánguida tristeza del chico al pasar junto a su colegio.

Por la noche todos esperaban ansiosos la vuelta a casa del niño, pero no llegaba. El padre preocupado salió a llamar desde el bar de la esquina. Los demás quedaron expectantes y preocupados, ¡muy preocupados!  No tardando mucho entró por la puerta y con un seco vamos le indicó a la mujer que cogiera su bolso y su abrigo y le acompañara. ¿Tienes algo de dinero? Sí claro, para pagar el alquiler; lo que queda de la paga.

Comenzaron a caminar, ella echa un mar de nervios sin conseguir sacar palabra de él. Un parón en seco fue suficiente para que él hablara. ¡Está en el cuartelillo de los guindillas, cerca de la Plaza Mayor, detenido. _¿Cómo? _Sí lo han llevado allí. ¿Qué ha pasado? Le interrogó muy nerviosa.

_Al parecer salió de la tienda a ayudar a la mujer del jefe a salir de un taxi y meter los paquetes que traía. ¿Y? dijo ella con sus ojos como platos. _Tu hijo abrió la puerta, la jefa salió, sacó los paquetes y dejó la puerta abierta, pasó otro coche y se llevó la puerta por delante. Le pidieron que pagara el coste de la puerta, tu hijo no podía y se lo llevaron. Hay que ir a pagar el estropicio para que lo suelten. ¿Y su jefe no podía pagarlo? _Mujer tú sí que tendrías que salir más de casa, ¡en qué mundo crees que vivimos!

Llegados al cuartel lo primero que le exigieron fue el pago, lo que hizo la madre viendo marcharse con tristeza las pesetas previstas para pagar el arriendo.  ¡Muy bien! exclamó el municipal, firme aquí. ¿Qué años tiene el mozo 13 o 14? _Solo 12, dijo la madre. Muy joven para trabajar, señaló el oficial. Ella volvió la cabeza hacia el padre con claro signo de reproche. Una vez firmado, el guardia sacó de un cajón un viejo cinturón y una estrecha corbata. Esto es suyo, se lo tuvimos que quitar pues lo dice el reglamento. En ese momento vieron abrirse la puerta saliendo el niño acompañado por un joven guardia, elevó la mirada y la agachó a renglón seguido como si se sintiera regañado.

Los tres volvieron en silencio hacia Chamberí. El padre aprovechó para dar un ligero golpe al chico para que estirara su cuerpo. _Mañana no te podré acompañar, tendrás que venir tú solo. Con lo cual hijo y madre entendieron resignados que cuando uno deja atrás la infancia ya no tiene vuelta atrás.      

El niño salió a la calle