jueves. 28.03.2024
flamenco

Hace unos años tuve la suerte inmensa de colaborar y participar en un merecido y emotivo homenaje que se le tributó en un local llamado “Los Amigos del Duende” a un ilustre guitarrista flamenco y luthier, hijo del pueblo, conocido como El Lele. Aquí en España los homenajes se suelen rendir a los muertos. Con su plaquita de alpaca a la familia y la retórica bienoliente de un político. Es lo convencional. Los Amigos del Duende prefieren la originalidad y la disidencia y les dispensan los reconocimientos a los vivos con todo el cariño. Brindan con el vivo, abrazan al vivo, tocan al vivo, se ríen con el vivo y lloran de emoción con el vivo y a lo vivo. Y el vivo más vivo que nunca saca a relucir su corazón joven, que tiene seis cuerdas y caderas femeninas y lo toca porque suena a música y agradecimiento. Supongo que en eso, en parte, consiste lo de experimentar el Duende y lo diferente: en llevar las flores a la vida y en cerrarle la boca a la puñetera muerte para cuando también las pida, la muy envidiosa.

Todavía existen personas que rehúyen lo seriado y prefabricado, son buscadoras empedernidas del arte; brújulas vivaces del pellizco y el escalofrío, como un GPS loco que abomina de todas las calles que sean iguales y no contengan ni un solo jipío humano que verifique que la existencia te pasa por encima y hay que decirlo y cantarlo, con mascarilla y guantes si se quiere, protegidos pero desnudos. 

En el establecimiento de “Los Amigos del Duende” llamaba la atención una fotografía grande y central de Camarón de la Isla, como todopoderoso de la quintaesencia artística y guardián inexpugnable de los secretos y misterios de la emoción estética, como ente poseído por el Duende y avatar de un viejo rito, que el tiempo de los humanos ha esculpido en una foto. Con mirada expectante y severa observaba el local y te observaba: a ver qué se cuece aquí. Y lo que se cocía allí es que se tenía muy clara una concepción clásica del arte, el respeto a los maestros y la imitación de la sabiduría de los elegidos. Porque cualquier manifestación artística intentando ser grandiosa u original debe ser siempre humilde y saber de dónde viene y cuál es su fuente y raíz. En esto, en parte, también consiste el Duende, en aprender a emocionarnos como emisores y receptores y en hacerlo con los que mejor han sabido emocionar a lo largo de los tiempos desde la autenticidad y fe en su propia creación, sin artificios ni postizos comerciales o de otra índole.

Hoy día todo se reduce a ser una marca, con carácter de imagen o representación oficial. Una marca con su marketing, su expositor en el quinto carajo y su traje oficial de marca también. Desde la cosa más simple, pasando por los sentimientos hasta las regiones y las naciones. Todo es una marca con aspiraciones de empresa multinacional. España es una marca. Andalucía es otra, en lata o en botella. El flamenco es una marca. Ay, ¿quién maneja mi marca, quién? Que a la deriva me lleva. Le cantó profética a Europa Remedios Amaya antes de los euros redentores. Y no se trata de enmarcarlo y de embarcarlo todo en la cadena estúpida del mercado y del consumo para ofrecérselo a las fauces depredadoras del mundo como inocentes corderos apetitosos. No se trata de mercantilizar hasta los jipíos del alma y exponerlos indefensos al campo abierto de los negocios y de los magnates desaprensivos. Los jipíos del alma con su música arcana tienen que vivir y dormir refugiados en sus antiguas cavas, en sus rediles primitivos, que son donde el hombre expresa su animalidad más inteligente: la búsqueda de calor y de la madre, entendida ésta como esencia y como principio básico de sensibilidad. El arte es siempre maternal, el creador sólo es el padre. Es una inmoralidad confeccionar marcas de nuestras huellas, de nuestros pasos, del eco de nuestro espíritu y de nuestros ancestros. El capitalismo desaforado y vulgarizado no sólo es un sistema económico, también está en los gestos. No le faltaba razón al maestro Vázquez Montalbán cuando manifestó aquello de que todo lo que tocamos y respiramos es capitalismo. No se trata de ser una marca y de que te vendan al mejor postor, sino de que las manifestaciones y actividades humanas te marquen de verdad y no a sangre y fuego, sino a ser posible con alegría y hondura.

Hemos pasado del anhelo consumado de europeizar a España al hecho desgraciado de globalizar y plastificar el buen gusto en plan mercancía y suma despersonalización.

Y se está llevando hasta tal punto la programación y la tecnificación de la vida cotidiana que la mayoría de la gente se está viendo obligada a cerrar la trastienda espiritual de los cinco sentidos. Podemos mirar mucho, pero no sabemos ver. Oímos, pero no escuchamos. El Duende te enseña a ver y a escuchar. Te autentifica el paso por la vida con certificado de permanencia.

A Félix Grande, -poeta inmenso y flamencólogo superior, guitarrista como El Lele-, le gustaba repetir aquella máxima célebre de Enrique Morente: “nosotros no salvamos al flamenco, es el flamenco el que nos salva a nosotros”. En esto justamente consiste tener conocimiento y conciencia del Duende.

Por pura descontaminación se habrá de volver a lugares enclavados en la atemporalidad. Reconcentrados en su atmósfera bohemia y aduendada, parados en el tiempo que han querido elegir con libertad, no en el que imponen las franquicias y las marcas.

Y ofrecer el cielo

cuando te piden el suelo.

Y ofrecer una rumba

cuando te piden la tumba.

Que venga el Duende