sábado. 20.04.2024
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A fin de oxigenar el claustro, me puse a ver de nuevo la película-documental Pura Vida Es más que un audio-visual de montaña. Y el énfasis sumatorio no lo pongo porque sea mejor que otras de alpinismo. Las hay con mejores paisajes, espectaculares contrapicados, escaladas vertiginosas, merced a mayores presupuestos bien utilizados. −las hay que encima lo aprovechan mal−. No, no es eso. Pura Vida plantea entre otras cosas la tesitura de hasta donde son capaces de llegar algunos seres humanos para ayudar a otros; en este caso al alpinista Iñaki Ochoa que se encontraba postrado con congelaciones y edema pulmonar en el campamento IV del Annapurna, a 7.400 metros, tras la tentativa de ascensión a su cumbre.

Hasta ese intento de rescate, en el año 2008, siempre se había considerado en el mundillo del himalayismo que por encima de una determinada altitud, tal como afirmaba el propio Ochoa: “si no puedes caminar por ti mismo, estás solo. Nadie puede ayudarte”.  En caso de resultar imposibilitado por fractura, extenuación o perdida de la consciencia y siempre que el helicóptero no pueda acceder, prácticamente es imposible cargar a una persona puesto que el o los acompañantes están igualmente en deuda de oxígeno a esa altitud. En esa época un helicóptero no podía llegar y maniobrar a esa cota, posteriormente la tecnología ha permitido establecer nuevos records aunque por encima de los 6.500 metros  los salvamentos siguen comportando, para los autogiros estándar, una enorme dificultad.

El documental narra cómo varios alpinistas de los mejores del mundo se movilizan incluso desde la comodidad de sus casas y desde diversos continentes para intentar salvar la vida de un compañero en un despliegue en el que están dispuestos a dejarse su dinero, su tiempo y la propia vida, a pesar de que esa aspiración contradice la lógica aceptada hasta ese momento en el alpinismo. En definitiva pura vida contra todo pronóstico. Vuelan desde Suiza, Polonia, Estados Unidos, Kazajistán, en el primer avión hasta Katmandú mientras sherpas nepalíes se movilizan para organizar el trasporte hasta el campamento donde ya estaba su compañera canadiense y montañeros de otros países. Mientras, arriba, aguardaba con él Horia Colibasanu, de Rumanía, negándose a dejarle solo y a punto también él de entrar en barrena. Todos ellos narran como allí ninguno se siente de patrias distintas sino, empleando sus palabras, de un único país: La Montaña.   

Y, ¡cómo no! Resulta inevitable en los tiempos que corren relacionar ese esfuerzo con la gente que está haciendo hoy precisamente eso: dejarse el tiempo, el dinero, la salud. Arriesgando (y a veces perdiendo) la propia vida en el empeño para rescatar otra vida a la pandemia. Por supuesto que los sanitarios, pero también, los bomberos, limpiadores, reponedores… y utilizo el genérico, pero muy consciente que son tanto o incluso más mujeres que hombres las que se la juegan, −conviene recordarlo.− La cosa pública como siempre: el pueblo salvando al pueblo.

Pero este artículo no va solo de eso que reconocemos cada jornada, a las ocho de la tarde, desde nuestras ventanas, sino sobre una inquietud que cada vez se produce con más frecuencia inevitablemente y se trasluce en nuestras conversaciones cotidianas: ¿aprenderemos?, ¿saldremos mejores de esta?, ¿seguiremos tropezando en la misma piedra? ¿Volveremos a los recortes en la sanidad?, ¿en la investigación?, ¿en educación? ¿Escarmentaremos? El más optimista opinará que sí: saldremos mejores. Los más pesimistas: que no tenemos remedio.

Una pista: tras la gesta de Pura Vida en la montaña continúa pasando de todo, hay gente que se deja el pellejo echando una mano, no ya solo a quien está en una situación apurada sino a “lo” que está en una situación límite: la propia montaña. Todos lo hemos visto: toneladas de basura, desaparición acelerada de los glaciares. O si no, bajando al mar, ocurre lo mismo: rescatadores de personas que se han tenido que arrojar a las aguas sobre cualquier cosa que flote huyendo de males aun mayores; o a recoger galipote en cualquier playa infectada.

Pero de igual manera, por contra en el Himalaya, cada vez son más frecuentes las ascensiones turísticas que por una bonita suma de dólares tienen el reto híper comercial de subir −a la sillita de la reina, acunados por sherpas y guías profesionales− sin ninguna otra motivación más allá de coleccionar excentricidades. Muchos de ellos  tienen que aprender allí mismo a usar los crampones y el piolet porque jamás les interesó acercarse a montañas más cercanas cuya ascensión no sale en los medios y no da glamur en los cócteles de la gente “guapa”.

Cuando esto pase, unos saldrán siendo mejores y otros peores. Lo cual será −paradójicamente− inversamente proporcional a salir, “mejor o peor” en el terreno material. Unos se habrán dejado la piel y seguirán con contratos basuras o arrojados al paro cuando no sean. Otros se habrán forrado vendiendo mascarillas, respiradores o armas, que en todas las crisis −estás últimas− parecen ser material de primera necesidad según sus ventas en el mercado internacional. Si en medio de la crisis algunos sanitarios que volvían a casa agotados se han encontrado esos carteles anónimos en sus puertas espetándoles: “Cambia de vivienda. Pones en riesgo a tus vecinos”, no quiero ni pensar que ocurrirá en adelante cuando vengan los sudaneses, sirios, ecuatorianos, o de cualquier  país sospechoso de epidemia.

No nos engañemos, tras esto la mayoría no seremos querubines ni diablos. Unos pocos sí: serán esos necesarios ángeles que caminan sobre las aguas rescatando vidas, o los médicos errantes por África vacunando o uniendo extremidades a cuerpos de seres que de otra manera no tendrían posibilidad de subsistir.  Esos que vemos ojiabiertos en algún que otro reportaje.

Y otros seguirán siendo nuestros demonios cotidianos. Los internacionales que todos conocemos, o los domésticos que aún conocemos mejor y que tienen atenuantes porque su reino no es de este mundo; son seres especiales, excepcionales, que cuando todos estamos confinados ellos van a su ¿segunda, tercera, cuarta? residencia en Marbella o hacen sus ejercicios matutinos de marcha nórdica histriónica, esa que él ha puesto de moda entre la “élite” y que nada tiene que ver con la auténtica entre otras cosas porque los nórdicos, expertos conocedores del esquí de fondo en la que se basa, emplean los brazos (con bastón o sin ellos) en flexión- extensión y no los llevan con la rigidez que tantas lesiones de codo propician para deleite de los traumatólogos privados a los que acuden.

Los demás saldremos como seres humanos haciendo a veces cosas bien y a ratos cosas mal. En ocasiones seremos héroes y otras villanos.  Conformémonos con salir un poco más decididos a defender lo público y el mundo en que vivimos aunque sea no tanto por amor a la naturaleza, como por tener un sitio donde vivir: este planeta. De no ser así es evidente que la espada de Damocles está ahí mismo porque, en el fondo lo sabemos: si no es en esta será en la siguiente o en la otra. Hoy por hoy somos una plaga para la naturaleza hablando en términos biológicos. Somos el coronavirus de la tierra. Y la naturaleza siempre combate las plagas de la misma manera, con epidemias. Si es de conejos con mixomatosis. Y si es de humanos, pues veremos cual es el nombre que nos cercene.

Pura vida. ¿Ángeles o demonios?