viernes. 29.03.2024
capitán lagarta

Es conocido que la combinación del binomio eficacia-eficiencia lleva a la productividad; hay que hacer las cosas y hay que hacerlas bien, esto es, sin dilapidar recursos. Una buena planificación no es suficiente, es necesario además que la misión de la organización, sus objetivos operativos y operacionales estén claros y “a la vista” de los trabajadores: en muchas ocasiones el currante no sabe qué hacer aunque, voluntarioso, se matará siempre para conseguirlo. Sabemos asimismo que estos sencillos  -no simples-  principios y otras tácticas que podemos echar en la olla: análisis de los puestos de trabajo, evaluación del rendimiento, selección, formación y desarrollo, etc., son condición necesaria pero no suficiente para un excelente plato. Se pone toda la carne en el asador pero no se  termina de encontrar el punto al churrasco de la productividad:  tanto sale bueno, como crudo, quemado, soso, o salado. ¿Qué falta entonces en nuestra longitud y latitud para alcanzar lo que de utópico tiene la excelencia?. Pues no falta nada, pues por tener hasta tenemos la competencia que más ansían otros países etiquetados como más productivos que éste, el nuestro, donde acostumbrados a trabajar acojonados, con escasez de recursos y en ambientes difíciles, nos vemos abocados ineludiblemente a la creatividad: aquí, de alicates hacemos tenazas y de sartenes, raquetas de tenis. No falta nada y si faltase algo lo buscaríamos, lo idearíamos y si nos lo creyésemos más, hasta lo patentaríamos. No falta nada pero es seguro que sobran varias cosas; el capitán pide atención a las gerencias de las empresas, mucha atención pues lo que sobra, aunque esté en nuestra cultura, no figura en los libros de las facultades: sobra la competitividad, sobra la envidia, sobra el protagonismo, sobra el individualismo, sobra la coacción, sobra la crítica demoledora, sobran los jefes autoritarios (esos jefes de pacotilla a los que el pueblo, sabio como siempre, llama jefecillos pues meten caña al currante para, minutos después, caer de rodillas ante sus propios jefes), y sobra sobre todo el miedo, más embotador del movimiento, si cabe, que el mismísimo botox. Para alcanzar el ritmo de la productividad hay que soltar estos lastres, donde no, seguiremos siempre igual, en el inextinguible juego sin fin de quién tiene la culpa: si los jefes, incapaces de ver lo que pasa desde la comodidad de la cumbre, los trabajadores, que hicieron voto de silencio porque les taparon la boca con cinta de embalar, o los mandos intermedios que solo transmiten hacia arriba aquello que más conviene no a la salud de la empresa, sino a la de su pescuezo. Los estúpidos creen que siempre fue así, que no hay remedio; dicen que esto es el destino y se quedan tan panchos; pero esto tiene solución: la comunicación es la clave del cambio. La mejora de la comunicación afecta transversalmente al todo organizacional: los ojos están para ver, la boca está para decir y las orejas para escuchar. Hagan que los trabajadores a su cargo hablen, que lo digan todo; dejen ya de echarles la culpa, porque si ellos no deciden qué máquina se ha de comprar, ni con qué materias primas trabajarán, ni en qué turno estarán, ni qué sistema de trabajo es el más apropiado, tienen entonces apenas un 5% de la responsabilidad en los resultados. Háganles participar, pierdan poder para ganar autoridad; aprovechen la crisis pues no hubo nunca mejores tiempos para la lírica. Y no les quiten la cesta de Navidad pues aunque el turrón no fuese el más caro del mundo, daba gustillo abrir la caja sobre mesa camilla delante de toda la familia. Más temprano que tarde darán el Nobel a un economista que calcule para el trabajador lo que se calcula para las máquinas: el rendimiento sobre la inversión; alguien que demostrará, con álgebra, el teorema de que las personas en vez de figurar en el apartado contable de gastos, merecen ser desplazadas al de beneficios. La comunicación eficaz  -sin todo lo que queda dicho, sobra-  es el mágico aceite que hará girar las ruedas dentadas, o al menos hará que éstas dejen de chirriar: sólo con comunicación de calidad, solo con libertad y sin miedo, se puede gestionar un compromiso que siempre, siempre ha existido. Señores, pongan pues en valor las prácticas comunicativas que favorecen la excelencia, abandonado aquellas -esto sería lo novedoso- que la imposibilitan. Y lean del Mio Cid el Cantar Primero, y párense a pensar cuando lleguen a aquello de:  De las sus bocas todos decían una razón: “Dios, qué buen vasallo sería si tuviese buen señor”.

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