jueves. 28.03.2024
notre dame

Fuera del balcón que da al frente se ensancha un cartel que lleva más que letras y meras palabras: “La liberte ou le mort”, un mensaje contundente en esta tarde parisina que parece no querer dormirse. Transcurren los primeros días de enero de 1790, una seguidilla de robos y de desacralizaciones se han vuelto moneda corriente, una época de cambios.

Camino lentamente por las calles que circundan los alrededores de Nuestra Señora de París. La muchedumbre se agolpa fuera de sus puertas, son tiempos de revolución, una mujer con excesivos ademanes vocifera mientras intento inmiscuirme entre los artesanos y los burgueses que comparten el tablero. Poco a poco Notre Dame aparece tras los sucios puestos del mercado, cruzando el último puente de madera logro acercarme lo suficiente como para tomar la entrada principal. Más de cien años tardaron en terminarla desde sus cimientos, una centuria de albañiles y arquitectos peleando contra el tiempo, cuanto más me acerco, puedo apreciar unas hileras de farolas que cercan el ala oeste, hay decenas de toneles de vino esparcidos en derredor, hay carretas con sacos de trigo y avena apoyadas contra sus agrestes paredes. La catedral mantiene a una turba descontenta fuera de su umbral, pequeños focos ígneos comienzan a gestarse en manos de pueblerinos, dos hombres con sombreros prominentes están bailando y mofándose. Francia mientras tanto se ha convertido en un bastión para la política y para la nueva república que se avecina. Una clase distinta de proletarios asoma tras los primeros rayos de luz, hay protestas masivas, hay enfado y decepción en muchos de los rostros que llevan entre sus manos largos maderos con figuras humanas colgando de ellos. Los adoquines irregulares se erigen debajo de la atenta mirada de las gárgolas que se mecen de viento en viento, figuras que no duermen, que vigilan. Por fin logro deshacerme de los soldados que resguardan el ingreso, un enorme portón de roble y herrajes góticos me recibe, como marcando que dentro, todo sería distinto, y es cierto, un manto de cuadros de colores negros y blancos extienden el piso de la catedral. Banderas galas deshilachadas cuelgan de sus columnas, mi visión no logra calcular la altura del techo, pues se entremezcla con el cielo mientras el sonido del órgano gana los pasillos. Los grandes ventanales de vitraux, la iluminación hace de esta edificación una fortaleza de luces y de sombras que pelean por no fenecer. Sobre mi cabeza, la primera planta extiende sus estacas, con un púlpito central y un excesivo número de velas encendidas en sus extremos, las homilías no se sienten, hay un gran silencio. Los arcos arbotantes del exterior recogen la presión de la estructura y evitan que se expanda, contienen la catedral, esos medios arcos adosados a cada pared son el indicio de la estabilidad y de la duración, una especie de muro de contención. Mucho más arriba, una gran cúpula rodeada de estatuas y ornamentación, desde aquí se puede escuchar el Río Sena, sus corrientes recorren los suburbios. Puedo apreciar a medida que camino una extraña fusión social, una mixtura de clases altas y clases bajas que se esconden al son de la campana. Tomo una de las escaleras laterales y decido descender al sótano, por naturaleza todos suben, ¿Qué hay debajo de esta iglesia? A medida que desciendo me encuentro con ductos subterráneos y grandes canales de desagüe, ya la luz ha desaparecido, solo oscuridad y penumbras delante de mí marcan un nuevo camino. Los borrachos y los asesinos se entremezclan con la urbe, advierto a violentos individuos sosteniendo a un clérigo, puedo ver el miedo en sus ojos, su rostro no hace más que reflejar el vacío que se cierne sobre esta ciudad. No recuerdo como, me dirás que estoy loco seguramente, pero al instante me quedé dormido, fue un salto en el tiempo, desperté algunos siglos luego, un 15 de abril de 2019, está entrando el atardecer y el tejado del edificio se cubre de fuego, noto que alguien observa detrás de los telones que separan el salón central de los niveles superiores, Víctor Hugo toma notas, imagina la tragedia que vendrá, alcanzo a leer algunas líneas mientras él se pierde entre los fantasmas del edificio. Con sollozo leo: Había sierpes que parecían reír, gárgolas que podría creerse que aullaban, salamandras que resoplaban en las llamas, tarascas que estornudaban por el humo; y entre todos aquellos monstruos, despertados así de su sueño de piedra por aquella llama y por aquel clamor, había uno que andaba y al que, de vez en cuando, se le veía pasar por el frente de la hoguera como un murciélago ante una luz. Las crónicas de un incendio que habló a través de los tiempos, el fin de una premonición, el fuego consumiendo la historia misma, apenas unos segundos bastaron para poner el punto final a la ciudad de las luces, se oscureció la avenue des Champs-Élysées, una hermosa forma de llamar a aquello que permanece en pie luego de la tormenta.

Crónicas de la hoguera, memorias de un incendio anunciado