jueves. 28.03.2024
teatro

La crisis del COVID-19 parece haber atrapado al sector creativo en un laberinto de difícil solución. Nadie quiere aceptarlo pero tenemos, de facto, una temporada artística ya perdida y la siguiente seriamente comprometida. Habrá otros sectores que puedan remontar mejor o peor, pero las industrias escénicas se enfrentan hoy a la anulación de la mitad restante de la temporada 2019-2020; el verano es no-operativo por propia definición; y debemos sumar un arranque para el otoño próximo de muy difícil previsión, dado que el dinero se encuentra bloqueado y la financiación sabiamente paralizada en mitad de los proyectos. Todo esto en aras de la peculiaridad del “año” cultural, que no coincide con el año fiscal pero sí con el escolar: vuestro enero es nuestro septiembre. En la medida en que todo el mundo puede sentir la preocupación general acerca de los exámenes finales de cualquier universitario en ciernes, podrá comprender igualmente la nuestra. A mí, personalmente, todo esto me ha cogido comenzando a trabajar en un proyecto beneficiario de unas Ayudas a la Creación del Ayuntamiento de Madrid que, todo hay que decirlo, no fueron abonadas en el momento de su concesión, por lo que ahora nos encontramos en situación de sacar adelante una serie de proyectos con una financiación que no se ha hecho efectiva. Resumiendo: no tenemos fechas ciertas, no podemos movernos, no hemos recibido dinero alguno, pero tenemos que cumplir religiosamente con la producción de obra. ¿Patético? Claro. Estamos ante una pandemia. Ante una crisis sin precedentes. Ante la Peste Negra del mundo global. Recordando a nuestro amado Bergman, estamos ante nuestra partida de ajedrez decisiva: si pierdes el tiempo lamentándote, te comen a la Reina.

Por lo que a mí respecta, no deja de resultar significativo que ese proyecto que trato de mantener a flote, “LA MANO”, sea una pieza de teatro sonoro que reflexiona acerca de cuál es la mano que nos oprime como individuos sociales y cómo lo hace. A través de una serie de digresiones morales personificadas en diferentes objetos altamente simbólicos como pueden ser los espejos, los relojes, las puertas, me preguntaba todo a lo largo de su proceso de gestación primera si la presión de la moral dominante, la social, la política, la económica, son o no son mayores que la propia presión individual que cada ser humano ejerce sobre sí mismo. Mi conclusión es hoy rotunda: la única mano que puede oprimirnos es nuestra propia mano. Todo lo demás podrá ser una dificultad pero si consigo moldearme como un camaleón, como la propia naturaleza camaleónica se moldea a sí misma, cualquier problema será transitorio. Y si giro los ojos hacia la situación actual la conclusión es transparente: esta crisis sólo podrá ser solucionada a través de millones de pequeños individuos con ganas de adaptarse, no de lamentarse. No digo que las circunstancias adversas no existan porque realmente son múltiples y variadas: las estructuras patriarcales, el neoliberalismo, la lucha de clases, mil microguerras posibles, están muy presentes y activas; pero ninguna es más fuerte que la propia voluntad individual.

Que el entramado cultural español necesita ser salvado es algo tan cierto como el resto de microguerras mencionadas, pero aquí cabe añadir que esa necesidad es, a lo sumo, tan fuerte como la urgencia de refundición en el sector, de su propio y sincero autoplanteamiento. De la necesidad de entonar un mea culpa, sin torturarse por ello pero sin dejar de asumir la parte que le corresponde, que es mucha. Supongo que es por esto que, a pesar de la hecatombe a la que estamos abocados y de verme personalmente afectado, estoy absolutamente en contra de las peticiones de ayuda específica por parte del sector cultural. Como creador en activo, me repugna que una parte importante de mis compañeros de oficio se esfuercen en reclamar una salvación de carácter corporativista mientras medio país se encuentra en riesgo de exclusión [nosotros incluidos, sí, pero muy lejos de ser los únicos].

Es hora de que desde el colectivo cultural hagamos un ejercicio de abandono de ese ombliguismo que tanto parece gustarnos: de la misma manera que alguien que edita un libro no es un editor, una persona que realiza una obra artística al año no es un creador. No lo es en términos económicos, dado que su economía no depende de ello y aquí estamos hablando de subsistencia. Esta realidad puede ser hiriente pero siempre será mejor que una mentira: ningún Estado tiene la culpa de que sus creadores carezcan de ingresos suficientes debido a su alejamiento paulatino y progresivo del público sin apenas esforzarse en ser aquello que Umberto Eco denominaría de “ni apocalípticos ni integrados”; esto es: el artista, si quiere serlo y funcionar como tal en el seno de una sociedad, va a tener que esforzarse por conjugar la tensión dialéctica resultante entre la fuerza de los mass media [que convierten cualquier expresión en un divertimento insulso] y la fuerza del intelecto puro [que provoca un lógico rechazo en un trabajador agotado tras su jornada semanal]. Y este es el verdadero quid de la cuestión: el amateurismo artístico que, principalmente por su propia responsabilidad al haberse alejado del espectador, es el imperante.

Este amateurismo debería ser cauto y no equipararse al tejido empresarial, para el cual, sea o no sea cultural, ya se están poniendo sobre la mesa una serie de ayudas estatales. ¿Insuficientes? Por supuesto: todas lo son y aunque las comparaciones son odiosas, aún no he conocido al artista que tenga el derecho de compararse con un marinero que sale cada madrugada a faenar hasta abrirse las manos, con un minero que se asfixia bajo la tierra, y ellos también tienen un problema serio. Desde la industria del aluminio a la ganadería, nadie va a salir ileso de una situación como la actual y sólo si la asumimos podremos darnos cuenta de que estamos ante la oportunidad histórica de renovar nuestro compromiso con la sociedad. Porque, cuando esta guerra acabe, el Arte va a tener que volver a ayudarnos a sobrellevar nuestra dolorosa condición de seres humanos. De lo contrario, se alejará otro paso más de todo aquello que lo hace válido en el seno de la colectividad y nadie tendrá la obligación moral de sustentarlo: si vamos a seguir haciendo una cultura absolutamente alejada de las preocupaciones reales de un pueblo y de su crecimiento intelectual efectivo, cada uno deberá pagarse su plato con toda justicia. Ante una sociedad en riesgo de subsistencia, las Artes Vivas están absolutamente muertas y la Contemporaneidad, atrasada; los artistas de corte universitario y asimilados se revelan inútiles como enlaces comunicativos con una masa poblacional en la que dentro de muy poco comenzarán las necesidades materiales. Estamos hablando de hambre. ¿Cuántos creadores están dispuestos a bajar al infierno? Porque esos, son, precisamente, los que vamos a necesitar.

La mano que oprime la cultura