jueves. 25.04.2024
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Mar Egeo

[Sentirme agradecido, a Pedro Olalla y al decir del escritor. Palabras del Egeo es un libro emocionante, lleno de voces y sonidos que nombran la esperanza. Es un viaje, periplo y odisea, en el que somos todos parte de algo más grande y continuo. Lo que escribo en las líneas que siguen es un poco de lo que el libro me ha dado. ¿Qué, sino otras palabras de las palabras, debe ofrecer un libro? ¡Ah!, lo repito, un río emocional, generacional, es este texto escrito para y con un hijo.]

Atravesar lo profundo, no hay otro camino, ni es sólido, para ir a otro lugar, otro lugar de sí y de lo otro, océano lingüístico que con los símbolos y las palabras rompe contra las escolleras del puerto de los tiempos, y del que parten naves que nunca regresarán porque llevan en sus sentinas lo que permanece, y en lo que desaparecerán.

Atravesar el hondo azul, ignoto, el albor a la espalda y lo que se halle epílogo será de la vida antigua; e inicio de lo desconocido, como jamás lo fue por las palabras entrelazadas en el líquido de la vida, en el animal que asombrado descubre que se eleva sobre la materia al nombrarla y que le devuelve, ya naturaleza, su imagen especular, la trascendencia como orilla, su ser, para siempre sonido, voz, que reverbera y chapotea en la brega vital del significado y en el epígrafe de las ausencias.

Y será emocionante contemplar el embarcarse de los hijos [el diálogo con los hijos es la exégesis de lo que nos habita, la constancia de nuestra protohistoria], calafates de la esperanza…, y quizá alcanzar su retorno al inicio del último viaje, del último abrazo.

Luz de sal y brisa llena de tomillo, y una sombra que hace posible la fisicidad de la escritura que adviene para paliar la separación y crear encuentros de isolados… [juego con la palabras italianas isola e isolato] de seres que en lo uno son el detenimiento ficticio del devenir, nubes de Aristófanes bajo las que siente la intemperie Sócrates, seres ante la inefabilidad de lo uno en el Parménides de Platón [Plotino, Enéadas].

Abisal, nada tanto como el lenguaje: animal del límite y sal de lo humano. Todo él tiene una misma raíz, una voz gutural que se hizo onomatopeya y metáfora del antes múltiple y primigenio, de la ausencia originaria, to ápeiron dijo sobre el arché Anaximandro, quizá pensando lo inarticulado por el logos que se hacía narración de forma natural, fluir del contar inconsciente sobre las cosas que urdía sus sonidos, el sonido atávico de las cosas que colige la tesura de la antropología.

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Pedro Olalla

Lo humano es unirse a lo anterior, solidariamente, para alumbrar lo prodigioso y verlo y poder decirlo, decírselo a otros como experiencia directa del mundo que nos rodea como el agua a un colibrí de hielo. Y una oscuridad de la que brota la luz se hace evidente, amara [en italiano: amarga], porque no hay otra raíz. Y hay entre las sombras una horda tan cerca de la vida… de ágrafos que odian sin mesura lo sagrado material, de seres miedosos, sepultureros de ideas que nacieron en palabras forjadas en la sal de la tierra, ideas necesariamente oscuras e inabarcables por los códigos de la comunicación.

Quizá, y no como recurso de la soledad del que idea, la poesía y su descodificación, tan presente en el libro de Pedro Olalla, nos ofrezca una derrota en alta mar que sea la línea que separa la confianza de lo intolerable. De padre a padre, cómo hacer que la escuela de la vida no sea definitivamente una isla de aislados… miro alrededor y veo embarcaciones varadas en un desierto…

 

La molicie del que no dice es no dejar nada atrás, ni rastro, ninguna voz, un mundo sin sonidos, silencio engendrando silencio…

“Y, sobre todo: ¿para qué necesito la vida si el querer vivir es mío y completamente mío? Esas ganas de vivir que me siguen empujando hacia el mar.

-Nos dice Santiago López Petit en Tan cerca de la vida-

que se asienta sobre los cantiles del propileo del piélago mediterráneo, un silencio así contempla desde la Scala dei Turchi en Sicilia las orillas silentes de los mares, y recuerda las naves que no partieron de Gela.

¿Qué miran, Adso, las encinas marinas y acantiladas? Quizá solo la llanura del mar, como nos dice Pedro, sobre la que labran olas civilizatorias los griegos y sus descendientes dispersos como sus islas, ya desde un tiempo protogriego.

Las amapolas no crecen solo en los márgenes del trigo, las hay también en los espacios propicios al viento y el salitre; y, en el ciclo constante de los días, acompañan a las amapolas, ansiando una mar sin riberas, los epistímonas, que nos han dado la latitud geográfica del devenir y la geometría de la experiencia creadora.

Somos lo que somos porque fueron. Y fueron quienes comprendieron la voz poética que surge desde la antigua experiencia del agua, la tierra, el cielo y el fuego, la antigua experiencia que nombra el arché como un imaginario de las voces primigenias, y que inevitablemente arrastra la pérdida que construye la melancolía material de la existencia hacia un tiempo circular y una mirada sincrónica.

El valor de los navegantes, hijo, es existir, insistir en existir en lo desconocido, adentrarse en lo inmenso, inmensurable de la vida; y confiar en que el saber acendrado en la memoria y voz de los aedos, y en las bibliotecas, no se pierda por el olvido del talante epistémico… o porque la barbarie dogmática vuelva a cismar el vínculo con el saber ancestral. Saber no es poder, como conoce todo demócrata, todo talasócrata cuya nación es la urdimbre de las rutas del conocimiento bajo los distintos cielos que aparecen y nos asombran en las constelaciones de la noche de los marinos, que mientras escribo duermen sobre el azul abisal, Adso, en el que hemos nadado y buceado desde Lesbos, entre los restos arqueológicos, hasta la gruta azul en el islote de Bisevo junto a la isla de Vis, en el Archipiélago Dálmata. Recordarás el otro abismo del teatro de Pérgamo, en la Eólida, cómo atrapaba el sonido en un cielo azul, techo de una biblioteca legendaria, en la que nos sumergíamos recordando los restos de la biblioteca de Aristóteles.

A veces hablábamos bajo las aguas antes de la cena, calamaretti e pesce, en el puerto de Paralia Thermis al que llegábamos desde el hotel Votsala caminando por la orilla con mamá, en el restaurante Mouragio. Leer a Pedro, sus Palabras del Egeo, me acerca a la memoria de las secuoyas petrificadas en Sigri, frágiles como el Eros…

Quizá, los corazones contemporáneos se vean afectados por un fluido rico en sílice, en un proceso de petrificación de los ojos: la oscuridad no se nombra, es, es el Ser, el animal mítico que las palabras cubrieron con su arquitectura de mármol refulgente; sepultada por los cimientos seculares, milenarios, de nuestras casas; hoy la presentimos en el corazón de la luz, como si fuese de lo que ella se alimenta o engendra; así hablan los poetas que datan sus palabras como objetos observados por la ciencia, emergiendo del mar antiguo….

Mi querido Adso, también espero tu regreso, cuidando el olivo de tu estancia. Porque las palabras se sostienen sobre el mundo que los seres humanos hemos escuchado, ya, como nos dice Pedro Olalla entre otra voces que cita, desde nuestro estar en las Cícladas. Porque hemos navegado por las palabras nacidas del rumor del oleaje, que los océanos nos unen y sus corrientes son el hilo de Ariadna que nos ha llevado al nombre del Otro y de lo otro, y en ello y ellos se hizo música la cadencia aislada del asombro, que no es sino percibir intuitivamente la deriva continental, el navegar de la tierra… y saber que la agitación primigenia de la Cosmogonía y la Teogonía yace bajo Sicilia y, de algún modo, insufla el hálito griego de los sículos. Nuestro alma es la memoria telúrica traída en el mito, somos lo que no podemos olvidar, el último vestigio de los cataclismos.

Adso, huele al encuentro entre la lluvia y la tierra, aquí, en el norte, en los acantilados que se precipitan a la Playa de la Soledad, sobre los restos del antiguo puerto. Sentado en el istmo de La Atalaya veo la mar abierta a un lado, la bahía al otro. Cae la tarde y hay breves tormentas. Y recuerdo, de unas ruinas y de un mar a otras ruinas y otro mar, cómo decidimos pasear solos, cada uno en un viaje interior, por los restos de Cnosos, en Creta, por los restos del Fuerte del Rastrillar, en Laredo. Hicimos lo mismo en Delfos, desde donde contemplamos las aguas del golfo de Corinto. ¡Ay! Hijo, el mar de los designios. Hay lugares que han de ser arrogados para compartirlos… para seguir venerando el lado oscuro del corazón, la fértil locura de la voz que entra en el misterio de la vida que hoy quiere ser vivida, para seguir la lentitud de la muerte vegetal, para sentir la savia roja de nuestros ancestros beneficiando que estemos, ahora, hoyando esta tierra de las palabras que nos dicen y en las que accedemos al saber.

Ser dionisíacos, conocimiento y pasión, estirpe del viaje. Quiero imaginar que en el ejercito que Rea provee a Dioniso, entre las tropas de Sicilia, un ancestro nuestro, hijo, llego al Indo y perdura en el olvido que encierran las letras escritas por tantos para todos -aunque, Adso, los lectores parecen una estirpe a extinguir; y los otros no sabrán formular la memoria como una forma del olvido que les haga libres- en la hibris de los metarrelatos. Porque leer es una forma democrática de escritura.

La pena de la biblioteca de Alejandría, es un síndrome desasosegante, más profundo e incurable que la melancolía, el origen del duelo imposible que el logos palía con la exégesis de la lengua y la escritura filosófica. Exégesis y escritura, lengua y filosofía, así, en diadas, el légamo feraz que lo griego nos entrega con su alfabeto… quizá, explicándomelo a mí mismo al escribir, para entender la ira de la belleza natural de las estaciones, los cataclismos antiguos y olvidados que forjaron las emociones, como escritas en la piel.

Somos literatura. Somos pena. Somos euclídeos, que desde hace milenios hemos mirado los cielos y buscado entender lo que de sagrado hay en la vida, que las palabras surgieron y han perdurado porque nos han dado el mundo de los antiguos dioses, los que ya no durmieron sobre una zalea y bajo la piedra.

Palabras del Egeo es la consanguinidad sintáctica de los sonidos y las voces, de los sonidos que las voces reprodujeron y que el pensamiento hizo grafo, después letra y palabra, y todo ello en la vecindad del mar, forjando lentamente la voluntad del marino, su signo líquido tan lejano al miedo por lo desconocido, tan inmerso en el brillo de las aguas impetuosas, en las que la brega se hace forma de la respiración compartida, es decir, existencia en el ontos on, en aquello por lo que una cosa es lo que es: la palabra, el logos, el antiguo griego, nos dice Pedro Olalla, siendo para él un ejercicio de conciencia sobre lo real y definitivamente mutable, un ejercicio de paranomia aristotélica: ese vagar del logos hacia lo abstracto, pero sin desgajarse de la materia sensible, el antiguo griego es hilemórfico.

Olalla, fascinado, a través de la lengua descubre, con la intuición del investigador y del narrador, la sustancia común del logos y el mundo: la etimología es genealogía, porque se adentra en lo vivo… metaforizando e imitando lo que designamos. Pedro nos habla de un tiempo en que el sonido estuvo solo… un tiempo en el que el propio tiempo estuvo solo; hoy hay tanto ruido que pensar se hace heroico, titánico, alta mar… que amenaza con naufragar la nave del logos, nave de la locura que son las raíces que bautizan lo que es, lo que es nos rodea, nos incluye, en el pontos que generan las palabras que se quedaron solas formando el enigma del origen.

Lumbre ha de ser hablar, poblar la mente: habitamos y somos habitados por la lengua. Fuego que en la mar pelágica atrae el alimento al palangre -nos cuenta Olalla que Plutarco, en sus Obras morales, compara con la mordedura de la maldad-; es curioso, Adso, en mi juventud ayude a mi madre en la producción de palangres, un trabajo que requería fuerza y la habilidad de anudar un lapso para los anzuelos. Y fue por necesidad. Y el palangre ahora es metáfora de un arte de pesca para procurar saciar el hambre del logos, animal que se alimenta de sí mismo.

Me acerco a los acantilados cercanos a la casa de la abuela, Adso, he alcanzado escribiendo el mediodía y he venido a terminar estas letras mirando el verde esmeralda de las aguas, para después recorrer sus aristas hacia la playa de San Julián, donde aún no sé si entraré en el mar o lo contemplaré desde lo alto, como sintiendo una nostalgia inversa del cielo que me une a la acción contra la injusticia y la indiferencia, nacida en el antiguo griego. Te espero, hijo.

Gracias, otra vez, Pedro, por tu viaje al alma, logos, de Grecia.

Madrid-Laredo. Junio del 2022.

Alejandro Tarantino Aréchaga | Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universidad de Salamanca. Máster en Estética y Teoría de las Artes por la Universidad Autónoma de Madrid. Estudios en Psicoanálisis en el Instituto Oskar Pfister de Madrid, asociado a la Universidad Pontificia de Salamanca, bajo la dirección de Pedro Fdez-Villamarzo. Formado en la Escuela de Letras de Madrid bajo la dirección de Alejandro Gándara, José María Guelbenzu y Constantino Bértolo. Profesor de EEMM en la Comunidad de Madrid. Poeta y ensayista.

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Alejandro Tarantino

Sobre Palabras del Egeo de Pedro Olalla. Hals